
«Y hete aquí que aparece esta María Eugenia Alonso en 1924 y pulveriza esa manera de ver, de representar a la mujer. Ninguna escritora antes que ella había procedido así, es decir, ninguna antes de Teresa de la Parra se había valido de la parodia para caracterizar la figura femenina del hilo narrativo»
Por MIRLA ALCIBÍADES
En 2024 asistimos a varias actividades para recordar el centenario de la publicación de Ifigenia (1924), la primera novela de la venezolana Teresa de la Parra. A tal propósito celebratorio, me interesa ofrecer un rápido repaso por un aspecto que juzgo necesario destacar.
Para comenzar, veamos cómo eran concebidas las protagonistas anteriores a María Eugenia Alonso en los relatos generados por mano femenina. En La promesa, de Trinidad Benítez López (Valencia, 1900), la figura central se llama Rosa. Ella tiene «unos ojos lánguidos, y que, cuando miran, asoman a las brillantes pupilas todo el fuego del sagrado amor que arde en el santuario inmaculado de una virgen alma».
La siguiente novela se imprimió en Barquisimeto (1904). Su autora fue Magdalena Seijas. En esta ocasión, encontramos a María de Lourdes; ella presenta «cualidades que divinizan a la mujer: talento, virtud y belleza». Es la mujer-ángel. Como también pudimos apreciar que es un ángel la Rosa, en La promesa.
En esa lista angelical sumamos a Margarita Sandoval en Incurables (1905), la pieza de Virginia Gil de Hermoso. No voy a enumerar las otras novelas que aparecieron antes de Ifigenia y que propusieron otras venezolanas (por ejemplo, las tres que ofreció Lina López de Arámburu o Mártires de la tiranía, de Rafaela Ramona Torrealba Álvarez, impresa en Barquisimeto, alrededor de 1913, y varias otras).
Sí me interesa apuntar que la representación femenina es eco una de la otra: mujeres bellas, algunas con una hermosura casi celestial, por eso con frecuencia se las califica de «ángeles», y, sobre todo, modestas, por cuanto nunca, pero nunca, alardean de su belleza. Por otro lado, en su accionar en la escena pública las conciben recatadas, discretas (honestas era la palabra al uso).
Y hete aquí que aparece esta María Eugenia Alonso en 1924 y pulveriza esa manera de ver, de representar a la mujer. Ninguna escritora antes que ella había procedido así, es decir, ninguna antes de Teresa de la Parra se había valido de la parodia para caracterizar la figura femenina del hilo narrativo.
Es cierto que se ha utilizado la tesis de la ironía para ensayar un acercamiento a Ifigenia. No hay novedad en el enfoque puesto que la misma autora declaró la apelación a este recurso en varias cartas. Pero, al hacerlo, dejaba de advertir que, más bien, de lo que se valía era del juego paródico al presentar a esta María Eugenia en busca de marido, pero sin presentar prendas que la exornen. Lanza sin parar largas y tediosas peroratas, no es ángel y no es modesta.
Por añadidura, es fantasiosa, vanidosa, volátil en sus convicciones morales, pagada de sí, teatral y torpe (los ángeles no lo son, por cierto). Y comete un delito difícil de tragar para los lectores del momento: no sé cuántas veces repite que es bella. La irreverencia llega al punto que se planta otras tantas veces para contemplarse ante el espejo y reconocer para sí cuánta hermosura y elegancia la caracterizaban.
Y todo ese juego paródico se completa con la decisión que, al final, acepta: sacrificarse. Nunca se plantea la posibilidad de trabajar, ella sólo se imagina en relación con una pareja masculina. Por eso, me interesa destacar en este momento mi desacuerdo con las lecturas de Ifigenia como imagen de la mujer, pobre víctima de la sociedad.
Esa lectura se apoya en la última parrafada, donde se compara con la Ifigenia de la tragedia griega. La semejanza estaría en que ambas existen para el sacrificio. Pero no advierte que ese sacrificio no tiene que ver con la sociedad (familia, honor, convenciones…) sino que se le presenta como sinónimo de Dios, Amante, Esposo, Señor. Es un final en el que se inmola pues ha regresado al altar decimonónico que nos construyeron. Más paródico que ese final, imposible.
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