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Mariño-Palacio, el que debía morir

El artículo que sigue fue publicado con el seudónimo de Martín Garbán, en el diario El Nacional, el 2 de noviembre de 1965

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Posiblemente solo, posiblemente entre las cuatro paredes de una clínica, posiblemente desprovisto de lucidez durante mucho tiempo, Andrés Mariño-Palacio, agarrado a aquel guión que tanto amaba Pedro Emilio Coll, ha muerto. Mariño-Palacio fue el mayor talento del grupo Contrapunto y uno de esos prematuros que abren camino cuando los rezagados no lo encuentran ni con estrellas polares, brújulas o guías criticas. Mariño-Palacio apareció́ de pronto, con menos de veinte años encima, en la cuentística. El ojo atento de Picón Salas inmediatamente supo medirlo. No así los agónicos del criollismo y los pulidores de versos que, más celosos que recelosos, trataban de clasicizar sonetos bien medidos.

El limite del hastío define una concepción de la existencia. Heredero del spleen de José Asunción Silva, el hastío de Mariño-Palacio es casi ya una náusea sartriana. Un año más tarde, cumplida la veintena, aquel joven irrumpía con la triste alegría, con la trabajada sanidad de Los alegres desahuciados. Más que una manera de escribir, una manera de ver diferente traía Mariño-Palacio. No la repetición del clamor campesino. No el cansón tema de caudillos y revueltas, balumbas y sargentos Felipes. No los recuerdos de cárceles; la visión de la juventud urbana, demasiado oscura en sus elecciones, agobiada y audaz al mismo tiempo. Mariño-Palacio es el primero en presentarnos unos alienados en tenaz pero inútil función de establecer relaciones puras, lazos directos. Influencias todavía no digeridas –Lawrence, Woolf, Huxley–, estilo sin propiedad aún, en Los alegres desahuciados tropezamos con una juventud que hace frases wildeanas sobre una terrible realidad. Fue Mariño-Palacio quien la vio así, terrible, veinte años antes de que nosotros comenzáramos a transitar por el campo abierto y a hacer el papel de peregrinos de una falsa búsqueda.

Los alegres desahuciados tiene antecedentes en cuanto al tema, pero no en cuanto al descuartizamiento del tema. O’Brien, en una novela publicada en un diario del siglo pasado, Los abismos de Caracas, intentó meterse en el mundo de la juventud desde un punto de vista “político-social y realista”. Díaz Rodríguez, después de Gil Fortoul, se dejó arrastrar por el deseo de esbozar los ideales de los “naevos”, esos círculos juveniles que discuten sobre arte, política, Venezuela, destino. Pero solamente en Los alegres desahuciados se nota el sello de nuestra época, la que habría de moverse entre existencialismos y hastíos, entre freudismos y tiempos de desprecio.

Parecido choque de voluntades jóvenes, Batalla hacia la aurora, novela publicada tardíamente. Mitificación de lo nuevo, rarificación intelectualista, escudriñamiento de lo existencial por vías demasiado literarias, preconcebidas. Mundo evasivo de todo lo que pudiera conectarlo con lo criollo, con el pasadismo atontado. Los héroes se llaman David Holanda, Esbelta Fortique, Óscar Poeta, Australia Jiménez. El nombre o apellido de cada uno resulta una referencia simbólica: la entrega absorbente en Esbelta, el insularismo sexual de Australia, la oscura brillantez de Estrella, el triunfo delirante en David, lo exaltado y lo irrealizado en Óscar Poeta.

En esta batalla que difícilmente conduce a la aurora, los puntos obsesionantes son el tiempo, la muerte, la soledad, el amor, la estética, echados a volar en un cielo donde casi no esplende la problemática nacional. Es que Mariño-Palacio había saltado la valla y se empeñaba en mostrar a sus compañeros de generación las praderas de lo nuevo.

Lo que realizó en la narrativa, lo repitió con excelencia en la crítica. Recuerdo una sección suya en El Heraldo –creo que se llamaba “Caleidoscopio sumergido”– y otra en El País y todo lo que escribía en El Nacional. Crítica sin concesiones, se proponía desbrozar, abrir picas. En una de ellas elogiaba la novela de García Maldonado, desde luego que no por el tema, sino por la forma. Y cuando todos lo creíamos perdido para siempre en las mansiones azules de un sanatorio, reapareció junto con la bomba atómica soviética y mostró sorprendentes testimonios en la página literaria de El Nacional. Fue en 1949, por julio o por agosto.

En 1958, algunos de sus amigos tuvieron la feliz idea de proponerlo para Premio Municipal. Lo ganó, pero ya no había esperanza. “¡Ah, la esperanza! ¿Quién anulará ese mito que nos embriaga con tanta seducción?”.

Nadie, nadie. No hay esperanza en los elegidos. El pintor Bolet y el otro, Urosa, murieron en plena juventud. Y el poeta Luis Castro. Y el ensayista López Méndez…

Para ellos, ni paz ni esperanza.

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Serie Archivo Sanoja Hernández. Curaduría: Camila Pulgar Machado.

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