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Marilynne Robinson: El cuarteto de Gilead

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Marilynne Robinson (1943) es una de las voces literarias más peculiares e influyentes de Estados Unidos. La publicación de Gilead (reconocida con el National Book Critic Circle Award 2004 y el Premio Pulitzer 2005) constituyó su primera indagación en la existencia de unos pastores protestantes, habitantes de una zona rural. Las siguientes tres novelas suyas, En casa, Lila y Jack narran las vidas de personajes y familias que aparecen en Gilead, aunque cada una es una narración autónoma, de cultivada y honda belleza

Por NELSON RIVERA

Uno: Gilead

Hay en la voz que habla en Gilead algo inusitado, infrecuente. Es la voz de un viejo pastor metodista, hombre de fe que vive con la Biblia en las articulaciones de su pensamiento. Está enfermo y escribe una carta a su hijo (“Te dije anoche que quizá me marche algún día”), que en ese momento tiene solo siete años. Sin embargo, John Ames no escribe al niño. Su carta está dirigida al futuro, al hijo que la leerá años o décadas más adelante, cuando sea un hombre. “Cuando leas esto, espero que comprendas que al hablar de la larga noche que precedió a estos días míos de felicidad no recuerdo tanto la pena y la soledad, como la paz y el consuelo”.

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Ames carece de bienes que dejar a su hijo y a su joven esposa. “A veces me pregunto por qué una mujer bella y vital se casó con un viejo como yo. A mí nunca se me hubiese ocurrido proponerle matrimonio. No me habría atrevido. Fue idea suya. Me lo recuerdo a menudo. Y ella también me lo recuerda”. Aunque siente la proximidad de la muerte, su carta no es un testamento. Ni un documento de confesiones. Tampoco una rendición de cuentas. Es una donación, un anhelo: la carta quiere ocupar el espacio de las conversaciones que no tendrá con su hijo. Pero Ames no incurre en prisas. Su tempo es el andante. En su voz hay sosiego, mesura, frases completas de limpia dicción. Ir rápido, escoger el simplismo de la eficacia, traicionaría el espíritu de cuanto quiere decir.

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Donación: lo que Ames ofrece a su hijo es un tejido de relatos y frutos de sus meditaciones, no para aleccionar ni moralizar, sino para aproximarse a lo compleja que es la convivencia con los propios prejuicios, lo incierto que resulta juzgar a los demás y juzgarse, la casi insalvable dificultad de comprender las conductas humanas. “Debajo de la superficie de la vida hay muchas cosas”.

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Le habla de su abuelo y su padre, ambos predicadores. En las primeras páginas de su carta, Ames narra la historia que se convertiría en un poderoso engranaje de su memoria: tenía doce años cuando, con lo puesto y unas galletas, su padre lo llevó a una excursión hacia un pueblo remoto y casi desaparecido en Kansas, en búsqueda de la tumba del padre —el abuelo del niño—, quien, años atrás se había marchado y desaparecido. El relato sobrecoge: en su inocultable precariedad, aquellos dos seres, padre e hijo, van en tren hasta un punto y, a continuación, emprenden largas y extenuantes caminatas. Días después llegan al pequeño cementerio perdido en la inmensidad y cumplen con el propósito de limpiar la tumba. “Finalmente, se levantó, se sacudió y nos quedamos allí plantados con nuestras miserables ropas empapadas y las manos sucias de la labor (…) mi padre inclinó la cabeza y se puso a rezar, encomendando a su padre al Señor y pidiendo también el perdón divino y el de su padre. Añoré profundamente a mi abuelo y sentí, yo también, la necesidad de perdón. Pero fue una plegaria muy larga”.

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El cierre de la escena no marca la salida del abuelo y del bisabuelo de la narración. Reaparecen: son presencias en el mundo mental de John Ames. No son actores secundarios en sus recuerdos: ambos están inscritos en su discernir el mundo. Mundo en el que cada palabra es imprescindible, puesto que ellas son, a fin de cuentas, los únicos instrumentos con los que aproximarse a los misterios. “Esta mañana he intentado pensar en el cielo, sin mucho éxito. No sé por qué habría de esperar tener alguna idea de él”.

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Así, Gilead es un libro de presencias. Hay una familia de asuntos, como un paisaje primordial que permanece, a pesar del paso de las estaciones: la larga amistad con Boughton, vecino y pastor presbiteriano; la conversación entre ambos sobre La esencia del Cristianismo, libro de Ludwig Feuerbach; los pequeños y grandes debates de la predicación que, en el caso de Ames, que no es un mero repetidor de la ortodoxia metodista, resultan en breves ejercitaciones del arte de pensar/argumentar (“un buen sermón es un aspecto de una conversación apasionada”); el fraseo que, por momentos, adquiere el carácter de sentencia (“Escarba un poco y saltarán chispas”). Ames sorprende con ciertos giros de su pensamiento: reconoce que hay situaciones de tal complejidad, que no hay respuestas verdaderamente sensatas.

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Escribe el pastor: “Cuando la gente viene a hablarme, de lo que sea, me impresiona una especie de incandescencia que hay en ella, ese ‘yo’ cuyo verbo puede ser ‘quiero’ o ‘temo’ y cuyo predicado puede ser ‘alguien’ o ‘nada’ y en realidad no importa, pues el encanto está precisamente en esa presencia, moldeada alrededor del ‘yo’ como la llama en torno a la mecha, que surge en forma de pesadumbre y culpa y gozo y lo que sea, pero rápida, ávida e ingeniosa”.

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Narra al hijo los momentos fundamentales de su vida, entre ellos, cuando conoció a la que sería su esposa. “Siempre he sentido que en el rostro de tu madre hay algo que me exige dar la talla, como si en él hubiera una verdad que pusiera a prueba el sentido de mis palabras. Es un rostro hermoso, muy inteligente, pero la tristeza que contiene está, por así decirlo, engastada en esa inteligencia hasta parecer una sola cosa”.

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Repasa sus errores, sus lecturas e interpretaciones de ciertos pasajes bíblicos. Entre las miles y miles de páginas escritas que suman sus sermones, arrumados en cajas y cajas cuyo destino se hace cada vez más incierto con el transcurrir de los días (“Casi todo el trabajo de mi vida está metido esas cajas, lo cual es algo asombroso sobre lo que reflexionar”), los hay que son brillantes ejercicios de exégeta, su gusto por la propia interpretación de pasajes bíblicos.

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Envejecer le perturba, especialmente cuando la vejez se muestra delante de los ojos de su hijo (“Cómo me gustaría que me hubieses conocido cuando era una persona fuerte y llena de vigor). Ames no quiere envejecer, no quiere morir, pero sobre todo, no quiere padecer la humillación del que no puede, del que es superado por las pequeñas pruebas físicas de lo cotidiano, ni mucho menos sentir celos por la aparición, en las inmediaciones de su hogar, de un hombre más joven.

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Por momentos, la carta adquiere las formas de un diario: recapitula los hechos del día, incluso aquellos protagonizados por el niño, porque sabe que con el paso del tiempo se convertirán en olvido. “Tú y la gata habéis venido a mi estudio. Tengo a Soapy en el regazo y tú estás tumbado en el suelo boca abajo en un cuadrado bañado por el sol, dibujando aviones. Hace media hora eras tú quien estaba en mi regazo y Soapy tendida en el cuadrado del sol”.

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Entonces, cuando casi hemos alcanzado el primer tercio de la novela, Ames cuenta que Jack Boughton, el hijo descarriado de su amigo Boughton, ha llamado desde St. Louis, lo que debe entenderse como un anuncio: pronto estará de vuelta. Glory, hermana de Jack, se lo ha contado, removida por la agitación. Escribe Ames: “No sé cómo un chico ha podido causar tanta decepción sin dar nunca a nadie motivos para la esperanza. Un hombre, debería decir, porque va en el camino de los cuarenta, o ya debe de tenerlos”.

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Aunque la carta sigue su recorrido por el anecdotario (“Vinimos a esta casa cuando yo todavía era un niño. Durante muchos años no tuvimos electricidad, sólo lámparas de queroseno. Ni radio”), y también por temas delicados (“En cierta ocasión, reuní el valor necesario para preguntarle a mi padre si mi abuelo había hecho algo malo”), de forma casi inadvertida, Jack Boughton regresa y un día visita a John Ames, conoce a la esposa y al pequeño.

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El joven Boughton se desliza, hasta convertirse en una inquietante presencia en el avance de la carta. Pero la cotidianidad de la pequeña familia no se altera. Boughton es, a un mismo tiempo, el niño entrañable de otro tiempo, el joven que torció su camino causando sufrimiento a su familia, y el adulto que regresa como figura disonante, incómoda. Elusivo. Nada menos: el hijo pródigo. Fuente de perturbación que no se atenúa, aun cuando no es propio, sino el hijo de su amigo.

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La carta sigue y recoge historias magníficas, como la demolición de una iglesia cuyo campanario había sido destruido por un rayo. Ames sostiene: no hay que huir de los recuerdos penosos: “Significaría olvidar que hemos vivido”. El beisbol, la política, la luz de las tardes, el paso de los días, la fascinación por el hijo, las realidades que impone el paso de los días, siempre acechadas por la proximidad del final: “He estado pensando en el sermón de mi funeral, que me propongo escribir para ahorrarle la tarea a Boughton”.

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Sin embargo, la perturbación sigue allí: “Siento el firme impulso de prevenirte contra Jack Boughton. A ti y a tu madre”. Ames entiende: el encuentro con alguien siempre activa unas preguntas. Boughton, que es como un hijo para Ames, aparece como inextricable. En vez de atender al sentido de las palabras, el joven Boughton las entiende como actos: o le gratifican o le agreden. Durante sus visitas, las conversaciones se tensan. Jack incordia a su viejo protector, histórico amigo de su padre, con sus preguntas o sus argumentos. Los pecadores, sostiene Ames, pueden ser honrados o deshonrados. Los segundos son aquellos que no se arrepienten nunca. Jack parece un ejemplar de esa especie.

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El que encarna Jack no es un desafío cualquiera: pone en cuestión el Quinto Mandamiento (honrarás a tu padre y a tu madre), que “está entre las leyes que describen la veneración debida, porque la veneración debida es la veneración adecuada”. Y más adelante: “La formidable bondad y providencia del Señor nos ha proporcionado a casi todos alguien a quien honrar: el hijo al padre, el padre al hijo”.

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Pero Ames no se entrega a la tentación de lo inmediato: se enfrenta en sus meditaciones a la pregunta de quién perdona y quién castiga. En el transcurrir de una conversación, que en cualquier instante podría estallar irremediable —ejemplarmente construida por Robinson—, el joven Jack Boughton confronta a John Ames: “¿Le parece correcto que no exista un lenguaje común entre nosotros? ¿Que no haya modo de llevar una gota de agua a aquellos de nosotros que languidecen en las llamas, o que lo harán? ¿He de aceptar su planteamiento? ¿Que entre usted y yo existe un abismo insalvable?”.

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Llegado a este punto, me pregunto si estas notas lo habrán sugerido: Gilead es una obra de peculiar hondura y belleza. Sus páginas están habitadas por escenas que no se diluyen, desplazadas por la siguiente. Algo de ellas —un suave rumor, una delgadísima pincelada, un halo de luz que alcanza las vidas de estos personajes— queda suspendido en el espacio de la atmósfera mental. Son pensamientos que no pasan ni se dispersan. Hablan de cuestiones que nos conciernen, lo queramos o no, lo aceptemos o no: la condición sagrada de la existencia, por ejemplo. El áspero camino a la comprensión de contra qué luchamos, por ejemplo. La gracia que se nos concede cuando en el transcurso de nuestras vidas encontramos una voz que somos capaces de escuchar. O esos instantes  en que nos detenemos en algún lugar del mundo, miramos a nuestro alrededor, y nos preguntamos cómo es posible tanta belleza.

Dos: En casa

En casa también transcurre en Gilead, el pueblo imaginario ubicado en Iowa, creado por Marilynne Robinson. Estamos ahora en la casona de los Boughton, numerosa familia presbiteriana. Cuando la novela comienza, el anciano reverendo Boughton ha enviudado tiempo atrás. Glory, la menor de los ocho hijos tiene 38 años y ha regresado al hogar familiar a cuidar a su padre. Ha regresado a la casona donde alguna vez, en el bullicio de una familia con ocho hijos, Boughton vislumbró “la dicha general de la vida”. La casona con un antiguo y enorme árbol del que pendían cuatro columpios.

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Como John Ames, su vecino y amigo metodista, confidente y contertulio de décadas, Boughton está enfermo, también en el camino final de su vida. Es un hombre de oraciones y hondas raíces bíblicas. El sedimento de sabiduría que lleva consigo no limita al observador astuto y pragmático. A menudo Boughton escoge el silencio, pero es el silencio del que sabe. El silencio de un anciano en sempiterna vigilia.

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Así están las cosas cuando se produce la llamada telefónica de Jack —tiene 43 años— desde St. Louis (la llamada que anoté párrafos atrás, cuando comenté Gilead). Jack, el díscolo e inaprensible joven que se marchó un día y desapareció en la vastedad del país vasto. Han transcurrido 20 años desde ese momento. Ni siquiera cuando su madre falleció volvió a Gilead para asistir al entierro. Glory atiende y, descreída, escucha a su hermano anunciar su inminente visita.

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Jack regresa a una casona de habitaciones cerradas, de objetos guardados e inamovibles (“En aquella casa no cambiaba nunca nada, salvo para descolorarse, mancharse o desgastarse”). Regresa con la espesa sombra de su pasado, abultada por su larga ausencia. Jack: enigma de muchos filos.

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En Glory y en su padre están enterradas las preguntas de quién es ese que regresa. ¿Por qué un día se fue? ¿Qué lo empujó a saltar de la nave Boughton? ¿El que regresa es el mismo que un día se esfumó? ¿Se ha convertido en un extraño o todavía es un Boughton reconocible? ¿Qué vida —o vidas— ha tenido a lo largo de dos décadas? ¿Oculta algo, acaso vuelve porque huye? ¿Y si no, por qué regresa? ¿Busca algo en lo que queda del hogar con el que alguna vez rompió?

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Llega a encontrarse con su hermana —la Glory que observa el mundo desde la rectitud—, y con su padre, doblegado por la sabiduría y la enfermedad. Llega y las palabras, los gestos, los silencios, las miradas, los avances y repliegues de nuestros tres personajes, comienzan sus intensos y milimétricos movimientos. Nada ocurre sin el crujido de la incomodidad. En casa es, en alguna medida, el paciente cavar —cada quien a su modo— de tres personajes por abrir los cauces. Por establecer algún grado de fluidez. Por fundar alguna forma de confianza, más allá de los señalamientos, la culpa o los claroscuros que surgen de repasar la vida. Es, insisto, el estremecimiento, la conmoción silenciosa o en susurros, que produce la oveja descarriada —¿arrepentida?—, que reaparece en su granja.

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No obstante, las tensiones no aflojan fácilmente. Hay una extrañeza instalada, partículas suspendidas en las habitaciones, en la cocina, en las escaleras. Cada aproximación es seguida de una aclaratoria o una disculpa o un autocuestionamiento o una réplica o una posible provocación. Seguida de titubeos o dudas que flotan pero que no terminan de posarse sobre la mesa en forma de limpias preguntas. Como si cada conversación —hermana y hermano; padre e hija; hijo y padre; o los tres juntos— tuviese como destino volver por sus pasos. “Quizá el gran dolor o la culpa deban aceptarse como algo absoluto, como una revelación”.

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¿Viene a rendir cuentas? ¿A confesarse? ¿A buscar el perdón? ¿A romper para siempre? ¿A quedarse indefinidamente? ¿A debatir cuánta certidumbre puede proveer la fe? En los pensamientos de Glory, esta convicción: “Dios es leal. Permite que nos extraviemos para que sepamos lo que significa volver a casa”. Semejante a lo expresado por John Ames en la carta a su hijo (en Gilead), tampoco a los Boughton las guías de la fe les alcanzan para juzgar, ni siquiera a los que no dan explicaciones, ni muestran remordimientos por sus acciones ni piensan que quizá se equivocaron.

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Están el viejo Boughton y su hijo en medio de una conversación cargada de pequeños sismos. Boughton le ha hablado a Jack con aspereza. Tras una pausa, le pregunta: “¿Me perdonarás por haberte hablado de ese modo?”. Jack responde que sí, pero señala: Necesito un poco de tiempo.

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“Tómate el tiempo que necesites —dijo el viejo—, pero ahora quiero que me des la mano. Y le cogió la mano y tiró de ella suavemente para estudiar el rostro que Jack le había ocultado” (…). Llevó la mano a su pecho y dijo: “¿Sientes el corazón que hay aquí adentro? Mi vida se convirtió en tu vida, fue como encender una vela con otra. ¿No es eso un misterio? He pensado en ello muchas veces. Y, sin embargo, tú siempre hacías lo contrario de lo que yo esperaba, exactamente lo contrario. Así que al final intenté no esperar nada, salvo que no te perdiéramos, y te perdimos, por supuesto. Esa fue la única esperanza de la que no pude prescindir”.

Tres: Lila

En tanto que Gilead es una larga carta que John Ames escribe a su hijo; y En casa se lee como una pieza de cámara donde tres de los Boughton —el viejo, Glory y Jack— confrontan el pasado y sus respectivas visiones del vivir; Lila tiene un aliento biográfico: narra la vida insospechada de la joven mujer que un día le propone matrimonio al viejo pastor metodista John Ames, se casan y tienen un hijo (el hijo al que escribe una carta).

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Abre Lila con esta escena: una niña delgadísima (¿cuatro, cinco años?) llora con desafuero. Es de noche y hace frío. Está en las escaleras de un porche. La niña está allí, casi olvidada, en una casa de acogida. Aparece una mujer —otro personaje marginal—, la toma en sus brazos y huye con ella. La niña la conoce y la odia. Lila no sabe cuánto de verdad y cuánto de imaginación tiene este recuerdo.

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Doll —así le dicen a la mujer— huye con la niña a cuestas. Es una astuta veterana de la sobrevivencia en las calles. Logra alimentarla, mantenerla viva. La protege y lleva consigo a todas partes. Se hace cargo de su vida. “Un ángel en el desierto”. Cuando Lila tiene unos 8 o 9 años la incorpora a una escuela: solo el tiempo necesario para que aprenda a leer y escribir. Y así, de nuevo a las calles.

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Se desplazan en grupos, van por carreteras y pueblos, tocan las puertas en busca de esos trabajos duros que nadie quiere hacer. Duermen en cualquier lugar, se alimentan cuando consiguen cómo, de desplazan huyendo de las inclemencias del tiempo. Esta es, por años, la sobrevivencia de Lila y Doll.

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En Lila hay algo de silente criatura salvaje, de ser surgido de extrañezas y dificultades, de pocas palabras y frases inconclusas (“Una vez que uno empieza a hablar, no se sabe qué va a acabar diciendo”). Una niña, una adolescente y, más adelante, una mujer, rodeados por esa cautela que imponen a los demás, quienes no tienen una mínima biografía pública. Como si fuese un ser sin sitio propio.

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Hasta que, después de tantísimos avatares, que Lila recapitula hasta donde le resulta posible —hay tanto que no sabe de sí misma—, llega a Gilead, sin imaginar el giro radical que dará su vida al poco tiempo de conocer al predicador John Ames, para quien también las cosas cambiarán radicalmente, desde el momento en que se conocen.

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Pasa en esta novela, en una escena que tiene algo de acto de magia, construida con delgados hilos y pequeñas burbujas, donde las palabras resultan casi volátiles, porque ellas irrumpen como si fuesen expresión de lo puro efímero, que Lila, como si fuese otra voz la que hablase en ella, le dice al pastor, para perplejidad del pastor y de los lectores: “Tendría que casarse conmigo”.

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Todo cuando ocurre a partir de ese momento no despeja el transcurrir mental de Lila. Antes de la boda las realidades cambian a su alrededor: las realidades sociales y materiales. Sin embargo, la maravilla de la novela de Robinson está justo allí: que la existencia previa —sus imaginarios y fantasías, sus certidumbres y terrores, sus recuerdos y el deseo de recuperar a Doll—, sigue allí. No es desplazada ni sometida a inútiles comparaciones. Que hay algo en esos años de existencia precaria, incierta, ruda, áspera y periférica, pero también emocionante y a veces cálida, que hay algo en todo ello que se mueve en los pensamientos de Lila, porque ese no sitio, ese deambular por carreteras y campos, es su sitio. Como si dijéramos, un componente primordial de su constitución, de sus impulsos, de su memoria.

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Lila tiene ahora una nueva familia: un hombre bueno, que es el padre del hijo en camino. Pero Doll, que es su única familia anterior, es uno de sus pensamientos recurrentes. Una de sus presencias: “Nunca supe que tuviera otro nombre. Una maestra me puso Dahl como apellido, pero solo fue un error. Doll utilizó la navaja en contra de alguien, le apuñaló. Creo que lo lamentaba por los muchos problemas que le causó. Durante todo el tiempo que estuve con ella, parecía ir siempre mirando hacia atrás, por encima del hombro. Pero no era la ley lo que más le preocupaba. Acabó teniendo que hacerlo otra vez: apuñaló a alguien de nuevo. No hay nada más que contar. Fue buena conmigo”.

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Y es en ese lugar donde se encuentran los dos flujos de la vida de Lila, el que proviene de su existencia errática y marginal, bajo los cuidados de Doll, y el que anuncia un transcurrir estable y sin mayores amenazas, desde el que Lila lee los Evangelios, el lugar donde se propone aprender más, el lugar desde el que formula preguntas que difícilmente pueden encontrar alguna respuesta, ni siquiera por parte de Ames (“No había oído nunca a nadie hablar de ese modo sobre la existencia, sobre las grandes tormentas que se desatan en ella”).

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A Ames y Lila les pasa como a los hermanos Jack y Glory Boughton: deben navegar por las pequeñas turbulencias de la mutua adaptación. Incordios de baja intensidad, chispas que no encienden la pradera, aclaratorias, pensamientos que deben encontrar un lugar donde posarse. Mínima gestualidad, palabras tranquilizadoras para dos almas en búsqueda de paz, en búsqueda de certidumbre. Toman precauciones: entre lo que piensan y lo que dicen hay barreras. Contención: cápsulas de sacrificio que demanda la convivencia con otro.

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“Tener a un hombre sentado a su lado todavía le hacía sentir rara, y eso que era un hombre que le gustaba y en el que confiaba bastante, pero seguía siendo un hombre, con aquella ropa masculina sencilla y oscura de la que nunca se preocupaba y que olía un poco a loción de afeitar. Desprendía una calidez a su alrededor que ella percibía aunque no le tocara. Lila llevaba el anillo que él le había dado en la mano y a su hijo en el vientre”.

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Lila, como los debates que palpitan en las demás novelas de Marilynne Robinson, es una narración atravesada por la irreducible imaginación moral de su autora. Sus personajes se interrogan sobre las posibilidades de elección. Eluden la inercia, el automatismo de lo obvio. A diferencia de Jack, que interroga para incubar la duda, para poner en entredicho las convicciones, Lila y John Ames se refrenan, se preguntan, recapitulan, porque ese es la única herramienta con que cuentan para proteger al otro. Es decir, a sí mismos.

Cuatro: Jack

Casi un año después de la última vez que se vieron, Jack y Della se encuentran, inesperadamente, en un cementerio. Es de noche. Estamos casi al comienzo de la novela. Se reconocen y, tras los titubeos de ambos, abren las compuertas a una conversación, con pausas y altibajos, que se extiende hasta el despuntar del día. Imagine el lector la contextura del desafío que Marilynne Robinson ha escenificado: un encuentro entre dos seres humanos, que se extiende por varias horas, y en el que no hay ni una frase —ni una—, que no esté destinada a ofrecer, en el susurro de una prosa excepcional, el asomo, los entresijos de estas dos almas.

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Son más de 70 páginas de asombrosa factura. Caminan sin apuro, por momentos se detienen a descansar, se sumen en sus respectivos silencios. Avanzan y retroceden, piezas, a la vez, de la atracción y el miedo de quienes todavía no se conocen. Ni Jack ni Della imaginan el destino que les aguarda, pero ambos saben que han abierto el cauce a una incipiente historia de amor, a pesar del abismo que los separa: ella es negra y él blanco.

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Como Jack Boughton, también Della Miles es hija de un pastor metodista, mujer en la que están vivos el significado de las palabras, los límites de la conducta, las proyecciones que los hechos tienen sobre la reputación. No obstante, hay en ella algo que, desde la fe, se revuelve contra ciertas imposiciones. El solo hecho de pasear con un hombre blanco podría significar para él o para ambos un tiempo en la cárcel.

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“Luego caminaron un rato, ella cogida de su brazo, apoyando la cabeza en su hombro, callada. Ambos compartían aquel extraño frío y oían los mismos sonidos nocturnos, más extraños para ella que para él, pensó Jack. En realidad, él se los estaba presentando. Una cosa era escucharlos desde un porche a través de un mosquitero, y otra introducirse en la oscuridad donde esos sonidos nacían y nada los distraía, volviendo más espaciosa la oscuridad con la omnipresencia de sus chirridos y chillidos. Hubo un rápido entrechocar de hojas al levantarse el viento. Quizá en otra época, cuando era un ignorante, la había imaginado caminando a su lado, más sentida que vista, sumida en sus pensamientos. Si se volvía hacia ella corría el riesgo de disipar la ilusión de que ella estaba allí, al modo de un sueño, de un alma, quizá su propia alma, en la ahora despreocupada confianza de sus pasos silenciosos”.

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Y así asistimos al transcurrir de las horas en medio de los presagios de la oscuridad, entre la joven —orgullo de su familia—, y ese Jack Boughton díscolo, dotado de un cinismo recurrente y dosificado, veloz para la ejecución de pequeños hurtos —hurtos, a menudo, no más que demostraciones de su intuición ladrona—, bebedor que no tarda en romper sus promesas de evitar el alcohol, incierto y escurrido, que vive en míseras pensiones de St. Louis, salta de un empleo menor a otro, después de haber pasado dos años encerrado en una prisión. Pero de Jack no cabría decir: no es más que un ladronzuelo y un mentiroso sin remedio (dos afirmaciones ciertas). En él hay una astucia, una lucidez perceptiva, que llama “la tentadora fragilidad” de los demás, “esa pequeña fascinación por el daño y sus consecuencias”.

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Encapsulados bajo la oscuridad ilimitada, hablan de sus hogares. Narran historias y cuitas. Abren las rendijas de las minucias familiares. En ambos la figura del padre predicador está dotada de una larga autoridad moral (me doy cuenta mientras escribo esta nota, que los tres viejos predicadores que habitan en la casi tetralogía de Robinson, el John Ames, esposo de Lila; el viejo Boughton, padre de Jack; y el padre de Della Miles —que apenas aparece en la novela—, son hombres honorables; y lo son porque han sabido transmitir a sus hijos y a sus respectivas feligresías, una disposición, una preceptiva del bien; en las cuatro novelas, como presencias activas, están allí para inquietar a quienes les rodean y para provocar, incluso en el descarriado Jack, la comprensión de que toda conducta tiene consecuencias en los demás).

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A lo largo de aquella noche, con tozudez y sucesivas variaciones, Jack Boughton se denuncia a sí mismo, en sus pensamientos y en voz alta: “Soy el Príncipe de las Tinieblas”; “La manera que tengo de arruinarlo todo es un poco distinta cada vez. Es más, hasta me sorprendo a mí mismo. Salvo en que es inevitable. Eso sí que es siempre invariable, supongo. Algo que puedo dar por sentado”; “Nunca ha sido propio de mí hacer lo que debo, ni siquiera por mi propio bien”; “Soy ridículo. Eso no cambia nunca. Cada día es una prueba más”. Jack es el hombre que acepta la inocuidad, no como régimen o paradigma de vida, sino como una posibilidad más, a veces la menos probable entre otras.

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Transcurre la noche con sus exquisitos fulgores y sus momentos tenues. Hablan del alma y del absurdo, de moral y del riesgo de perderse, de estratagemas y confianza, del modo en que las palabras encienden o menguan la comprensión. Y bajo este paseo irregular, extraño, peculiar e irrepetible, el día comienza a despertar: Della debe huir y Jack hacer frente a la hostilidad del guarda que se aproxima iracundo.

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Pero la novela tiene todavía un buen trecho por recorrer. Aunque algunas de sus incidencias podrían parecer previsibles —los amores imposibles arrastran consigo reacciones que parecen semejarse—, hay en la escritura de Robinson cualidades que las hacen excepcionales. ¿Qué persiguen Jack y las tres novelas precedentes? La savia que hay en las vidas de unas familias creyentes, vidas inscritas en el mundo rural o semirrural de Estados Unidos. Persiguen los engranajes de la mente que mueven los pensamientos y los hechos. Robinson no toma atajos. No deja incidencia sin explorar. En sus páginas la belleza no tiene un carácter excepcional: alcanzan al lector como constantes y suaves oleajes. Su camino arroja una perspectiva de la fe, no como un dogma para esquivar las realidades del mundo, sino como un punto de partida, una plataforma para pensar, debatir, hacerse cargo de sí mismo y de los demás.

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En tres de las cuatro novelas —en Gilead como un agente químico disruptivo en la vida de los Ames; en En casa, como coprotagonista junto a su hermana Glory; y en Jack, como nudo narrativo, fuerza centrípeta y centrífuga de la narración— el lector asiste a la construcción por parte de Marilynne Robinson, de un personaje literario excepcional por contextura psíquica, emocional, incomparable por el punto de vista moral desde el que actúa, poliédrico porque para observarlo y aproximarse a su condición, hay que desplazar el pensamiento y sumar nuevas y distintas perspectivas. A Jack Boughton no se le puede calar de un vistazo ni dar cuenta de él con unas pocas frases.

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Pienso en el obcecado y vengativo capitán Ahab (Moby Dick, Melville); en los enigmas y extravagancias que envuelven a Jay Gatsby (El gran Gatsby, Scott Fitzgerald); en los tormentos y balbuceos de Holden Coulfield (El guardián entre el centeno, J.D. Salinger); en el asedio que la identidad racial ejerce sobre Joe Christmas (Luz de agosto, William Faulkner), y no guardo dudas: los cuatro son hombres complejos, admirables creaciones literarias en tercera dimensión. El lector puede elaborar una aproximación de cada uno, si los somete a una paciente observación de sus respectivas historias.

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Sin embargo, al mismo tiempo sostengo que Jack Boughton se eleva sobre ellos —y sobre tantos otros personajes masculinos creados con maestría—, potenciado por el micro bisturí, la motricidad fina y exquisita, el tallado a mano, el moroso e inteligente constructo que la autora despliega en cada novela, como si cada frase fuese la última oportunidad de decir, y en esa secuencia de preciosismos, Marilynne Robinson construye un Jack Boughton de cuatro dimensiones, donde lo visible nada agota, donde los hechos y las palabras se arman como un llamado a lo que no vemos, a lo que oculta la cuarta dimensión.

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En esa cuarta dimensión, por fortuna para el lector, Jack Boughton no está solo. Allí le aguarda —nos aguardan— los otros dos grandes personajes masculino de cuatro dimensiones de la literatura estadounidense: Humbert Humbert, de Vladimir Nabokov, y Nathan Zuckenberg, de Philip Roth.

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Y con esto cierro estas notas escritas bajo el ánimo de la admiración: Humbert Humbert, Nathan Zuckenberg y Jack Boughton son sujetos de una posible cuarta dimensión literaria. Señores que habitan en lo que vemos y en la extensión de lo que no vemos.

Vistazo sobre Marilynne Robinson

En 2015 —ediciones del 12 y 26 de octubre—, The New York Review of Books publicó en dos entregas, Una conversación en Iowa, entrevista que el presidente de Estados Unidos, Barak Obama, le hizo a Marilynne Robinson (Idaho, 1943) en la sede central de la biblioteca estatal. Es falso, como pronto afirmaron algunos desinformados, que Obama la había sacado del “anonimato”. En esa entrevista Robinson habló, entre otras cosas, de los vínculos existentes entre religiosidad y democracia.

Al contrario de lo dicho, Marilynne Robinson ya era, desde mucho antes, una reputada e influyente ensayista y narradora que, con la publicación de su primera novela en 1980, Housekeeping, recibió el premio PEN/Hemingway, y fue parte del debate final para el premio Pulitzer de ficción de ese año. Durante más de dos décadas Robinson, doctora en Literatura Inglesa, se hizo de una extendida reputación como ensayista —sus ensayos aparecen en importantes revistas literarias de Estados Unidos— y profesora en la Universidad de Iowa. Lo ha explicado en alguna entrevista: es esencialmente cristiana, afiliada a la iglesia metodista.

La narradora reapareció en 2004 con la publicación de Gilead: recibió el National Book Critic Circles Award 2004 y el Premio Pulitzer 2005. En 2008 circuló Home (traducida como En casa), que le valió el Orange Prize como mejor novela de ficción. En 2010 fue elegida miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias. En el 2014 apareció Lila, novela que se constituyó en una suerte de acta de consagración. A continuación, en 2020, apareció la que los feligreses de Robinson consideran su obra maestra: Jack.

Las cinco novelas han sido publicadas en español, todas por Galaxia Gutenberg. De la Robinson ensayista, que yo sepa, hay tres títulos publicados en nuestra lengua: De niña me gustaba leer (Galaxia Gutenberg, España, 2017); ¿Qué hacemos aquí? (Galaxia Gutenberg, España, 2020) y La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo (Fiordo Editorial, Argentina, 2022).


*Gilead. Marilynne Robinson. Traducción: Monserrat Gurguí Martínez de Huete y Hernán Sabaté Vargas. Editorial Galaxia Gutenberg, España, 2010.

*En casa. Marilynne Robinson. Traducción: Monserrat Gurguí Martínez de Huete y Hernán Sabaté Vargas. Editorial Galaxia Gutenberg, España, 2011.

*Lila. Marilynne Robinson. Traducción: Vicente Campos González. Editorial Galaxia Gutenberg, España, 2015.

*Jack. Marilynne Robinson. Traducción: Vicente Campos González. Editorial Galaxia Gutenberg, España, 2021.