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Máquina soltera: El bárbaro en la sala (1)

Regresa la columna de Luis Moreno Villamediana, “Máquina soltera”. Esta entrega inaugura una segunda etapa, con la primera de dos partes del texto titulado “El bárbaro en la sala”: “Los propios apagones se toman como señal inequívoca de barbaridad. (…) Las denuncias sirven para la formación de expedientes en las cortes de justicia”

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El lunes 11 de marzo, luego de unas 90 horas sin electricidad, ciertas calles de Mérida estaban trancadas. Desde la plaza Glorias Patrias había que caminar hasta el centro. En el cruce de la avenida 3 con la calle 33, había por el suelo billetes inservibles y varios libros, unos dañados por restos de lluvia, otros deshojados tal vez con la caída. Eran, sobre todo, viejos textos para aprender inglés, inutilizados por el paso del tiempo o los hallazgos de otra pedagogía, reacios a la pulsión melancólica de los coleccionistas. Un rectángulo amarillo me llamó la atención. De cerca descubrí qué era: Mocedades de Bolívar de Rufino Blanco Fombona (Lima: Ediciones del Nuevo Mundo, 1979); se nota que es de uso escolar. Cerca, Carolina Lozada recogió Matemática – 6to. grado de E. Navarro, pues podría servirles a sus sobrinos en la resolución de tal o cual problema numérico.

El paso de lo obsoleto a lo clásico supone la intervención de la nostalgia, la confirmada autoridad de un nombre, el convencimiento de una utilidad postergada pero latente, la fantasía de un rescate… Ninguna de esas razones debe abreviarse como una manifestación de la virtud. Lo que allí ocurrió es un evento ecológico que incluye la tensión entre el descarte y el reciclaje. Expresar esa dialéctica suele comportar como efecto secundario la masiva producción de estatuas: mucha gente aún confía en la brecha entre civilización y barbarie, y formula su preferencia por aquella con la nariz sacudida por la levitación y la convicción que el bronce certifica. Es demasiado presuroso y fácil sugerir una dicotomía y procurar la redención adoptando el término más pulcro; con ello se sigue la lógica del “ustedes y nosotros” que sustenta, ay, un poemita de Mario Benedetti. Se comprende, claro, como recurso visceral: si se apilaran otros libros y se armara una hoguera, es lícito desahogarse llamando bárbaros a los incendiarios –aunque hayan sido miembros de la Deutsche Studentenschaft berlinesa que en 1933 propugnaban la vuelta a la más pura tradición alemana. 

Los propios apagones se toman como señal inequívoca de barbaridad. No desestimo el valor terapéutico de los insultos; yo mismo maldigo a los responsables. Las crónicas resumen el sufrimiento general, dan cuenta de las muertes, las pérdidas económicas y el daño material. Las denuncias sirven para la formación de expedientes en las cortes de justicia. Que los insultos carezcan del beneficio forense no los vuelve ineptos: ellos funcionan en el orden catártico de la superstición. Pero la crisis proviene de omisiones en el mantenimiento, la corrupción como política de Estado y la decisión de mantener esa política como punto central de una gestión. Las visitas a Venezuela de un “experto técnico” como Ramiro Valdés revelaban que el descuido de las plantas y centrales de generación del sistema eléctrico tiene su contraparte en el control de las telecomunicaciones y en el diseño del sometimiento: la eficacia se diligencia en otros campos. La ideología es un componente de esas resoluciones: el laissez réprimer es la inversión despótica del liberal (e ingenuo) laissez faire. Así se ha creado un orbe de crímenes, expropiaciones, vigilancia y fraudes que pueden conducir a la astenia. El funcionamiento de un ominoso Estado punitivo puede tener su base en un cúmulo de leyes bien redactadas, no solamente en su olvido o infracción.

En Barbarism and its Discontents (Stanford University Press: Stanford, 2013), Maria Boletsi desde la introducción anota que la barbarie no posee cualidad metafísica, sino performativa: no se es bárbaro por pertenecer a una cultura distinta o prohijar tal o cual convencimiento; el bárbaro es un sujeto histórico que efectúa lo que Boletsi llama operaciones bárbaras. Habría, pues, acciones violentas, crueles y discriminatorias que podrían responder a esa descripción. Sin duda, los gobiernos de Chávez y Maduro han acumulado un montón de ejecutorias de consecuencias nefastas para la población del país; no ha sido necesario el disfraz de hunos ni el rostro tiznado para cumplir su propósito, ni para encarcelar, secuestrar, matar por hambre o fallas gravísimas en la provisión de medicinas.

Admito que la imagen de los guerreros de Atila es una convocatoria cristalizada, seguramente útil, pero bastante incómoda. Se sabe que los griegos apodaban bárbaros a los extranjeros de lengua incomprensible. Con ese sustantivo se puede amurallar una ciudad y dejar fuera a los leprosos, los balbucientes, los jorobaditos, los mongoles. El bautizo da para todo; de Michel Foucault y sus contemporáneos, Hayden White escribió: “Frente al punto de vista ático de la tradición antigua, la nueva generación es resueltamente ‘asiática’”. La barbaridad también se convirtió en el argumento para la desconfianza ante lo transgresor o puesto al día, y así esto último cobra el impacto de los saqueos, adquiere la fisionomía de enemigos nocturnos en una película de guionistas fatuos. 

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