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Luna de 1903

María Rosa Alonso (1909-2011) fue periodista, filóloga, ensayista y poeta, nacida en Canarias, España. Entre 1953 y 1967 vivió en Venezuela. Fue parte del equipo editor de las obras completas de Andrés Bello y José María Baralt

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La prosa elegante de Pedro Emilio Coll, allá en la Caracas de 1903, anota cómo entre dos semanas de copiosas lluvias septembrinas, hizo una noche su aparición la luna, clara, limpísima, “absolutamente desnuda”. Conviene advertir al posible lector no venezolano, que a Pedro Emilio Coll lo dejó pintado Solana en el famoso cuadro de la tertulia de Pombo, presidida por Gómez de La Serna, cuadro que ahora está en el Museo de Arte Moderno madrileño. Pero eso sería más tarde; ahora, en 1903, Pedro Emilio Coll tiene unos treinta años.

Pedro Emilio, con su poquito de desdén –como quien está en la ribera ultra romántica– se sonríe un tanto de los suspiros que la luna ha provocado a enamorados y poetas. Después de todo, la luna es un modesto satélite chico, que tal vez cabría en Venezuela, pero solitario y pequeño, da su planta, porque parece mayor que astro alguno y, sobre todo, porque es hermosa y perenne fuente de imágenes poéticas. Alfredo de Musset la pensó punto sobre una i cuando la contempló una noche sobre el campanario que el poeta veía desde su ventana.

Dos selenitas caraqueños, los dos jóvenes modernistas del año tres, tomaron a la luna como pretexto de diversión versificadora. Estos dos jóvenes Alejandros –porque se trataba de Alejandro Fernández García y de Alejandro Carias– hacen lunáticos a sus compañeros de generación, sin olvidarse de ellos mismos, por supuesto. Eran los “siderales” de ocasión: Andrés Mata, Manuel Díaz Rodríguez, Eloy G. González, Max Guevara, F. Salcedo Ochoa, Pedro Emilio Coll, Víctor M. Racamonde, Luis Churión, César Zumeta, Juan C. Tinoco, Ángel Rivas y Rafael Silva, Urbaneja Achelpohl, Blanco Fombona, Pedro César Dominici, José Gil Fortoul, Cabrera Malo y los Alejandros.

He aquí cómo aparecen todos ellos, por obra y gracia de una noche de luna cuando los noctámbulos poetas prodigan sus “carcajadas líricas” en la mesa de mármol del café:

“Para el poeta Mata

la luna es una anémona de plata.

Díaz Rodríguez, escritor gentil,

ve en la luna, su torre de marfil.

A Eloy, la hermosa luna

le parece una lírica tribuna.

Al vate Max Guevara

le parece una flor de Yoshivara.

A Fernández García le parece

la mística calvicie de León XIII.

F. Salcedo Ochoa la imagina

un imposible parasol de China.

Carias ve la luna y se figura

que es la corona trágica de un cura.

A Coll, el de El Castillo de Elsinor,

le parece una hermosa col-i-flor.

Y Racamonde, ‘el bueno entre los buenos’,

mira siempre en la luna un filo menos.

A mi excelente amigo Luis Churión

la luna se le antoja un corazón.

César Zumeta, acaso no la ve

pues quizás llueve en el lugar do esté.

A Juan Tinaco, el prosador poeta,

la luna le recuerda una griseta.

Ángel Rivas y Silva (Rafael)

sueñan en la azotea del hotel.

¿Cómo será la luna en el remoto Delta?

Urbaneja Achelpohl lo contará a su vuelta.

Propónese Rufino la quimera

deponer en la luna su escalera.

En la galante Francia, lejos de Venezuela,

Dominici repite: ‘Ave Paris Stella’.

Como una gran perla sobre Liverpool

contempla la luna José Gil Fortoul.

Cabrera Malo en su prisión en pena,

no sabe que en la calle hay luna llena”.

La Caracas de 1903 podía ser un modesto pueblo con la lentitud provinciana de otras tantas ciudades españolas de la época, pero sus escritores presentaban una comunidad generacional cohesiva de grupo literario que incluso derrochaba su buen humor sobre la luna, eterno balón de los equipos líricos de fútbol sideral.

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“Luna de 1903” forma parte del libro Residente en Venezuela, publicado por primera vez en 1960. Una nueva edición, que incluye un estudio de Francisco Javier Pérez y un prólogo de Elfidio Alonso, ha sido publicada por la Universidad de La Laguna y el Instituto de Estudios Canarios (España, 2017). 

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