Papel Literario

Los ricitos del mal (o garganta profunda)

por El Nacional El Nacional

Por ALEJANDRO CASTRO

Cuando yo tenía quince años, allá en el 2001, y el Coma-andante todavía decía “patria o muerte” porque pensaba que los que se iban a morir eran los demás, recibí la Orden José Félix Ribas del antiguo Ministerio de Salud y Desarrollo Social. Incluso en ese momento bromeaba con mi familia con que era mejor que no me dieran la palabra. No es que fuera brujo, es que a mí me enseñaron que militar no es gente. Ya en ese momento recibí la medalla y corrí a lavarme las manos porque me la entregó el mismísimo Aristóburro, que por entonces creo que militaba en el PPT, pero venía de estar en AD y en el MEP y en LCR y hasta en ABBA y en LSD (sobre todo en LSD). Acepté la condecoración, rezando para que no me dieran la palabra, porque existía desde 1987 y en nombre de la batalla que libraba desde mucho antes de la llegada de los milicos, una batalla que también era en contra de ese (y cualquier) gobierno. La acepté con humildad por mis amigos, que la libraron conmigo codo a codo. Algunos de ellos hoy están en el exilio o fueron encarcelados y torturados, otros siguen dando batalla.

Lo cierto es que ese día conocí a Gustavo Dudamel. Le entregaban la misma orden, pero de primerísima clase. La mía era de tercera, por supuesto, ¿cómo se iba a comparar mi trabajo en Derechos Humanos con el milagro del moreno que dirigía un Mahler sin asomarse a las partituras? Parece que desde esa época era un éxito entre las señoras que van a los conciertos sinfónicos, resignadas a que al director no le quedara mucho pelo. Parece que ya entonces hacía el numerito de batir la peluca y levantar, a mitad de recital, a los músicos para que le dieran una vuelta torpe al contrabajo, despertando así a los maridos de las señoras (muy atentas a los movimientos de la batuta del maestro) y ver si de pronto, en vez de claveles, les lanzaban un cheque, un mango o un aguacate.

No recuerdo si él fue orador esa noche en el Teatro Teresa Carreño, que en el 2001 iniciaba su metamorfosis hacia la pocilga que es ahora, poco antes de que el Coma-andante lo convirtiera definitivamente en su prostíbulo y de que los lerdos del Ministerio del Poder Popular para la Educación Universitaria confundieran a Teresa Carreño con María Teresa Castillo. No sé si nos saludamos o si cruzamos palabra, ha pasado tiempo y es natural que no recuerde la noche que conocí a Gustavo Dudamel y Aristóbulo Istúriz: una leve amnesia postraumática.

Nunca voté por el chavismo, no es que fuera un genio en política (ni creo que hubiese que serlo), pero es que a mí los soldados… quizás muy rasos y mansitos, pero nada más. Sin embargo, por algunos años, me torturé pensando que el de Dudamel, al no denunciar los crímenes del chavismo, era similar a mi gesto de ir a recibir el bronce de manos de Aristóburro. Me daba igual que fuese el 2001 y que yo tuviera quince años. Me daba igual estar seguro de que si hubiese abierto la boca me quitaban la orden y de pronto hasta me la rompían (siempre se me incendiaron un poco las palabras). Me daba igual que no hubiese habido ni un duro de por medio, que no me brindaran ni un cachito: medalla y pa’ tu casa. Me daba igual haber tragado “gas del bueno” prácticamente toda mi vida. Me torturé pensando que le di la mano a Aristóburro y de pronto hasta al “joven maestro”.

No obstante, lo que fue una anécdota para mí, para atormentarme solo o para entretener a la audiencia una que otra vez (mi único talento es maldecir), fue el comienzo de una historia de amor tórrido para el moreno en cuestión. Gustavito en esos primeros años era tan solo el animador de cuanto sarao chavista se organizaba, el animador y el jalabola, el que compraba el hielo, el que abría las botellas de vino cuando nadie encontraba el sacacorchos, el que seguía en pie cuando ya todos estaban demasiado borrachos, el que limpiaba el vómito de la sala.

Pero el amor fue “crescendo” y lo suyo con el Coma-andante iba muy en serio. Entonces Gustavito se convirtió poco a poco en el que subía el volumen a la música cuando alguien sacaba una pistola en medio de la fiesta. Ya entrábamos en la etapa del realismo mágico, que es lo único en lo que puede pensar un estadounidense culto cuando imagina América Latina. Nada mejor que la Sinfonía Pastoral para ahogar el sonido de una bala en la cabeza de un estudiante.

Su mentor, el señor José Antonio Abreu, lo había instruido en el fino arte de brincar la talanquera por unos cuantos milloncitos de dólares (se dice pronto, pero yo he visto a alguno casarse por tres comidas diarias). Claro que era en nombre de una buena causa: “Piensa en los niños, Gustavo”, le decía José Antonio, mientras lo enseñaba a mamarle la teta al Estado sin morderla. Y cuando se acabó la teta y el Estado era el Coma-andante, ya mamaba con destreza cualquier cosa: “Piensa en los niños, Gustavo, piensa en los niños”. Y la verdad es que eso sería un asunto personal entre ellos, de no ser, precisamente, por los niños. ¿Qué pasó con los niños, en nombre de los cuales se ha mamado tanto? Gustavo se hizo rico y vive en los Estados Unidos (hasta aquí todo bien), mientras los niños que El Sistema protegió, salvándolos espectacularmente de una vida de violencia y pobreza, viven ahora mismo en una miseria obscena en el país más violento del mundo.

El plan nunca fue hacerlos ricos a ellos, por supuesto, lo que vendía era la vuelta de tuerca del violinista en los techos de cartón. Eso era lo que calmaba la buena consciencia de la clase media europea que iba a los conciertos de El Sistema. Y los niños se montaban en avión y bailaban con su contrabajo y se guardaban los aguacates en los bolsillos negros porque el cheque era para el maestro. Vamos, no es tan mal negocio. Alguna buena noticia teníamos que dar, ¿no? ¡Qué depresión los venezolanos siempre con que si nos están matando de hambre o el régimen narcomilitar! ¿Qué otra cosa podíamos pedir para nuestro país que aparecer en las portadas del mundo por algo bueno y bonito? No digamos barato, que barato no fue.

Pero la historia de amor tuvo un trágico desenlace, cuando una madrugada Gustavo se despertó con una llamada de su asistente, que le informaba consternado que el Coma ya no andaba, que se había ido. Apenas tuvo tiempo de tomarse el elíxir del amor, empacar la batuta, el tratamiento anti-frizz y montarse en el primer avión privado que le mandaron a Los Ángeles, para venir a dirigir el “Gloria al bravo pueblo” y fundirse en un abrazo penetrante con el acaudalado heredero. Ah, ¡qué gran momento! Gustavo se sentía Nemorino victorioso, seduciendo en cada nota el corazón de su prometido, Maduro A-no-dino. Y en el arpegio final, mientras el maestro sacudía los ricitos del mal y buscaba de reojo la furtiva lágrima que colgaba en el bigote espeso de A-no-dino, pensó: “¡Sí, me ama, me ama, lo veo!”

Lamentablemente las cosas con el heredero no salieron tan bien. Gustavo mamaba, mamaba y nada, no salía nada. Y se cambiaba de ángulo, respiraba por la nariz, se humedecía los labios y se guardaba los dientes recordando a su mentor, pensando en los niños, pero nada. Quizás lo de la Ubre Blanca era solo una ensoñación fidelista y la revolución ya no lactaba como antes. Es que, allí donde el Coma-andante se conformaba con un canto de ordeño o con que lo ordeñaran cantando (porque era de Barinas); el heredero, que encima no era rico nada, quería más, ¡ah-no! Una cosa era una mamadita patriótica y revolucionaria entre camaradas, y otra muy distinta es que te vengan a destrozar la cola del piano, o que te empujen un piano en la cola, o que te dejen la cola como un piano. Como sea, un poco tarde, le cayó la locha al maestro: corría el año 2017 y Gustavo, que siempre ha sido muy fino, le pidió “encarecidamente” al gobierno que dejara de asesinar personas. No se lo pidió a su Coma en el 2002, ni en el 2003, ni en el 2004, ni en el 2007… No se lo pidió a Maduro en el 2014, con el país en estado de guerra. En fin, que le falló el “tempo” al maestrísimo, casi dos decenios.

Ahora en el New York Times quieren hacernos creer que es una especie de Oskar Schindler tropical, un doble espía de bucles encanecidos que salvó a los que pudo de la barbarie. Ojalá Brian Phillips se diera un paseo por el Estado Vargas preguntando por los niños de El Sistema. Sabría que desde hace tiempo se acabaron las giras, los dólares para eso también se los robaron, que se quedaron sin cuerdas, se quedaron sin viento. Sí, supongo que el maestro se salvó primero a sí mismo: no podía permanecer ni un segundo más en un país donde no había champú. Quizás, en circunstancias normales, aquello de “la música por encima de la ideología” habría sido una idiotez cursi nada más, pero en medio del genocidio chavista, el supuesto (más que supuesto, fingido) punto medio de Dudamel lo dejó ahí justamente, en el medio, atravesado, estorbando.

Actualmente el maestro vive su sueño. Acaban de entregarle otro humilde premio humanitario de doscientos cincuenta mil dólares. Por aquí estuvo en Princeton dictando cátedra de autoayuda. Viaja con un desgastado ejemplar de Nietzsche porque seguro que The Night, la novela de Rodrigo Blanco Calderón, le pesa demasiado en la maleta o le trunca la alegría o le desalinea los chakras. Cuando era un jovenzuelo, en su Barquisimeto natal, se debatía entre ser la imagen de algún producto para el pelo y ser director de orquesta. El destino inexorable quiso que fuera lo segundo. Ahora dicen que tiene nacionalidad española. Si corre con suerte gana Podemos las presidenciales, lo hacen Ministre del Poder Popular para el Lavado de Euros y nosotros no tenemos que soportar más la estulticia de su vanidad, la mezquindad de su cobardía, sus delirios de superhombre. Ahora el maestro cumple otra meta: pronto inaugura su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, mientras mi país ensaya la octogésima forma de salir de la masacre bolivariana. Al menos ya sé dónde iré a depositar un salivazo furtivo cuando vaya a ponerle un clavel a la de Britney Spears, porque si ella sobrevivió al 2007, nosotros también saldremos de esto. Y no gracias a Dudamel.