KRINA BER, ARCHIVO

Por KRINA BER

¿Recuerdas la noche cuando me disparaste?, lanza la vieja.

A él no le queda otra que aceptar el juego.

En Biarritz, pronuncia rodando entre los dientes el nombre de la ciudad gascona, te disparé en Biarritzzz, y los sonidos de musicalidad extraña, la “bi”, la tz” y la doble “r” se desparraman por la pieza rebotando en el suelo de cemento, pero ella los persigue y los pisa como cucarachas, siempre implacable con las correcciones: en San Morritzzz, querrás decir, querrrido, y era en invierno, ¿no te acuerdas? Unas pistas de esquí  fa-bu-LOO-sas.

Y cómo se le ocurre a él hablar de Biarritz entre tobos de agua y cajas de cartón y a ella, de pistas de esquí debajo del tejado de zinc recalentado al sol, frente a imágenes emborronadas porque el televisor está medio dañado o les cortaron el cable que tenían pegado al Multicanal de la casa de al lado y tienen que contentarse, pues, con los lamentos de la telenovela nacional y los ladridos de los discursos políticos, y menos mal que el sonido no funciona o tal vez lo bajaron hasta la inexistencia para poder oírse cada uno a sí mismo. Infelizmente, al otro también. Ya lo dijo Sartre (allá, donde quedaron Biarritz, San Moritz y las cuatro estaciones): el infierno son los Otros. En este caso, la Otra, sólo ella: los demás se quedaron de aquel lado del mundo. O murieron. O se mudaron a direcciones desconocidas.

Qué más da.

Biarritz, te digo, en el cincuenta y ocho. Lo de San Morritz fue en el sesenta y uno. Tres años después.

Estás chocho, contraataca ella, dándole un mordisco a la arepa de anoche, rellena con todo lo que había a mano. La mayonesa Kraft le chorrea por las comisuras de la boca mezclada con el lápiz labial. CHO-cho. La edad te ablanda los sesos. Nunca fuimos juntos a Biarritz.

Es su turno: revuelve bien las palabras en la boca para que se esponjen con la saliva y salgan sin carraspeo. Y qué tal si no fue contigo  ¿que tal si fue con Violette? Un jaque imparable, la Violette. No ha mencionado ese nombre desde hace tanto tiempo que ella, pendiente de anular a Biarritz, ha olvidado la precaución mínima, la de volver al año cincuenta y ocho y afirmar que lo tenía controlado, que era su perrito faldero trescientos sesenta días de aquel año, no dejar ni un resquicio para la intrusa. Ya no disfruta el juego. Mastica con furia sacudiendo su cabellera canosa, la cabellera loca que brota y brota de su cabeza con el largo enmarañado de los recuerdos, crece la cabellera y todo es mentira: Violette, ¡ah!, la puta esa, la mosquita muerta esa, nunca fuiste con ella a Biarritz. Pero eso no vale: él lanzó lo suyo primero. Y, una vez montado en ese caballo, sigue cabalgando, no hay quien lo pare. Estabas celosa, por eso lo niegas, estás ce-lo-sa: hay que ver cómo se movía la Violette, cómo bailaba. Violette era una mademuasel de buena cuna. Violette era hermosa.

Era. Era. Era. Pura lástima que te tengo, viejo loco.

Todavía le quedan ánimos para masticar la arepa junto con las palabras que también le quedan para negar que fuera a Biarritz tras ellos dos y los encontrara en una habitación de Ritz, (Rrritzzz), que así se llamaba el hotel donde sacó la pistola de su gran cartera tejida, y él se lanzó, y forcejearon. Agita los puños, pierde el hilo, insulta. Recuerda la cartera tejida. Bate palabras al amparo de su cabellera, dispara frases cortas, lapidarias, mortales, viejo demente, crees que basta con inventar una vaina para que haya sucedido, ¿o qué? Le reclama a gritos un pasado a prueba de balas, un pasado de concreto y ladrillo macizo como si no fueran sus propios dedos deformados los que siempre lo ablandan y amasan como cualquier arepa. Pero él sabe que ha marcado un punto. Esta vez la vampiresa de los recuerdos se rebulle inútilmente. Nada puede contra éste que se está alzando ahora del polvo, firme y monolítico a pesar del sol que fragmenta la pieza a través de los bloques calados y del mudo chorro de imágenes en el televisor que siempre lo aplanan todo.

Cierra los ojos. Forcejean. Se va el disparo.

Pum.

Total, fue un accidente.

La usurpadora se alza del asiento y lo señala con el índice torcido. Ha encontrado la pieza faltante.

¡Eso! Eso fue lo que le dijiste a la policía. Pero fue una mentira. La pistola se cayó al piso. La agarró ella. Fue ella la que disparó. Violette.  Ella. A mí. Tú no tuviste la culpa, amor.

Él mira alrededor.

Yo no tuve la culpa, se dice. Fue la vida. Sólo la vida.

Pum. Las identidades se suspenden de pronto al borde de una consistencia posible, casi alcanzada, cuando la pantalla dispara una súbita negrura: es normal, cada día a esta hora se va la corriente. Tras la siesta de unos segundos el hombre viejo abre un ojo y contempla adormilado el hundido aún caliente en el cojín del sofá donde la mitad de la arepa chorrea salsa sobre un pedazo de papel tualé; rastros de lápiz labial marcan los bordes de la última mordida. Todavía le quedan dientes, piensa con cien años de ternura. Debí haberla matado más tarde. En el sesenta y uno. En invierno. En San Moritz.

Encorvada en el rectángulo de la puerta, toda negra a contraluz, Violette arrastra las cholas hacia la letrina en el patio.


Krina Ber nació en Polonia en 1948, creció en Israel, se graduó como arquitecto en EPFL (Lausanne, Suiza) y se casó en Portugal antes de radicarse, en 1975, en Caracas, Venezuela, donde se especializó en el diseño de obras de acero, aluminio y tela estructural. Comenzó a escribir en 2001. Sus relatos están incluidos en casi todas las antologías del cuento venezolano del siglo XXI y han sido premiados en importantes concursos, como el de Obras de Autores inéditos de Monte Ávila Editores, el Concurso de Cuentos del Diario El Nacional, el de Sacven y la Bienal Daniel Mendoza del Ateneo de Calabozo. Publicó tres libros de relatos: Cuentos con agujeros (Monte Ávila, 2005), Para no perder el hilo (Mondadori, 2009) y La hora perdida (Ígneo, 2015) y la investigación literaria El espacio en la ficción de dos obras contemporáneas (UCV, 2013). Su primera novela, Nube de polvo (Equinoccio 2015), obtuvo el Premio de la Crítica a la Novela del Año, y Ficciones asesinas (FCU 2021) ganó el XIX Concurso Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana.


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