Papel Literario

Los faisanes del mariscal

por El Nacional El Nacional

Mi primer descubrimiento (por oposición) del arte del buen comer sucedió a los 15 años o a sus alrededores, al leer Gargantúa y Pantagruel. Me equivoco al decir “arte” porque ambos personajes preferían la cantidad a la calidad, y esto no es solo una negación sino una violación. Si recordamos que para hacer la sopa del niño Pantagruel se necesitaba una enorme campana, y que cuando le quisieron hacer mamar de una de sus vacas, le comió las dos tetas, es imposible vincular al viejo Gargantúa y a su desmandado hijo con arte alguno, quizás con las malas artes.

En todo caso, el juego de la memoria trae el episodio a cuento. Los que hemos pasado hambre tenemos una relación extraña con la comida, y digo extraña por virtud de una especie de coraza que se adquiere en la adversidad, o sea, en la escasez y nunca en la abundancia. Las pruebas a que nos somete la vida a veces se parecen a la muerte.

Al hablar de comida recuerdo obviamente los años que la tuve muy escasa, como los años de la prisión en una cárcel del Orinoco, en los tiempos de la dictadura del general Pérez Jiménez. Tiempos tan desgraciados que todos los días nos daban los mismos spaguettis con la misma salsa, rancia e incomible. Era un suplicio, tanto que preferíamos el hambre, un pedazo de pan, unas sardinas cuando las había, dosificadas. Una a una. Éramos muchos, alrededor de mil presos, y ya sabemos la verdad bíblica de que el hambre es lo único que repartido entre más toca a más. Este fue, gracias a Dios, un capítulo oscuro, pero pasajero. Como una nube negra que de pronto se lleva el viento.

Vinieron otros días, plácidos, si se comparan. Días de exilio en Cuba, sin apremios, con los sabores del Caribe. Todos los arroces del mundo, los frijoles negros, la pierna de cerdo asada en su jugo, los tostones… el congrí. El cocktail de ostiones en el bar de la esquina. Los mariscos que saltaban del mar a la mesa. El daiquirí Hemingway. El ron, la música. Tropicana. Eso era Cuba, incluso para un exilado.

La vida, sin embargo, se mantenía en los predios de la discreción. De Cuba viajé a Nueva York. Gané en todo, menos en el menú. La comida para las masas, y yo era parte de esas masas. Entonces descubrí los “restaurantes automáticos”, la desaparición de la persona, la deshumanización del ser, el número, entrar al restaurant, hundir una tecla, depositar unas monedas y el plato se abre y usted busca un lugar y, come con toda la premura del mundo, porque otros esperan ese lugar. Todo era urgente en Nueva York, y yo sentía nostalgia de Cuba, porque Cuba era el lugar de todos los sentidos, las especias de la vida.

Inesperadamente, después de estas peripecias, sucedió lo que no estaba en la imaginación. Fui designado embajador en Yugoslavia, enviado de Rómulo Betancourt ante el Gobierno del mariscal Josip Broz Tito, uno de los héroes de la guerra contra Hitler, y quien se esmeraba en construir un socialismo independiente de la iglesia de Moscú y también distante de la otra que oficiaba desde Pekín.

Uno entra en un engranaje imprevisto. Fórmulas y ceremonias. El protocolo como método. Y, por supuesto, la comida se hace universal. Si su país tiene buenas relaciones con el mundo, usted es invitado a cenar en todas las embajadas, y entonces va probando todos los gustos, y se va entrenando en la geografía universal de los sabores. Nada apreciaba tanto en Belgrado como las invitaciones de los países orientales, China, Vietnam, Japón. Rusia e India, los árabes, los europeos, el caviar, el paté, los vinos. En la mesa desaparecían las ideologías políticas, gracias a Dios.

Ser embajador en Yugoslavia en los tiempos del Mariscal Tito fue un privilegio. Tito era como un emperador. Había pasado hambre en la guerra de guerrillas que derrotó a los nazis, ya se dijo, pero como jefe de Estado reinaba en medio de gran boato.

Como era la balanza entre los poderes de la bipolaridad que se disputaban la primacía global, Tito era cortejado por Occidente y por Oriente, Estados Unidos y la Unión Soviética le rendían pleitesía, enviaban a Belgrado sus mejores embajadores, como George F. Kennan, de Estados Unidos. Tito era el árbitro de los No Alineados y por Belgrado desfilaban los grandes líderes del Tercer Mundo en los 60.

Cada año, por otoño, el Mariscal invitaba a los embajadores y embajadoras a los cotos de caza reservados para él. Era la cacería de faisanes. En confortables coches tirados por caballos elegantes y airosos, los embajadores éramos conducidos al lugar de caza. Un asistente nos proveía del arma del cazador y trataba de aleccionarnos para la gran empresa en las áreas indicadas. Vuelan los faisanes, disparan los embajadores.

Al final de la tarde, el Mariscal espera a sus invitados en la casa de campo. Decenas de faisanes también nos esperan. Apenas comienza la noche. El anfitrión y su elegante esposa de grandes y pobladas cejas, la misteriosa Jovanka, (también antigua guerrillera), extreman cortesías y bailan con los invitados las danzas de la tierra. Poco a poco, desaparecen los faisanes que el chef privado del Mariscal ha preparado con los más exquisitos sabores. ¡O tempora, o mores!

_____________________________________________________________________________

Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.