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Las hilanderas, miradas y pintura

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Diez ensayos reúne Elocuencia de la mirada, reciente libro de Marina Gasparini Lagrange (1955), ensayista y exdocente de la Universidad Central de Venezuela. El ensayo que sigue forma parte del mencionado volumen

Por MARINA GASPARINI LAGRANGE

“Nada es solamente lo que es”

María Zambrano

Pocos meses antes de morir, John Berger confesó que había soñado con el secreto de la mirada. Hizo la revelación en un documental donde el brillo de sus ojos transparentaba una curiosidad pronta a descubrir lo que permanecía oculto para todos. Yo seguía con atención sus gestos y escuchaba sus palabras con expectación ante la confidencia esperada. A sus espaldas unas amplias ventanas dejaban entrar el verdor de los árboles al estudio de su casa, donde se llevaba a cabo la grabación. Con pausa y degustando cada palabra que pronunciaba dijo que el secreto consistía en entrar en lo que se veía. Entrar en lo que se veía, esa afirmación para mí fue insuficiente, quería escuchar más; entonces sonrió y miró a la cámara como si deseara vernos a cada uno de nosotros fijamente a los ojos. Las palabras que a continuación oímos fueron decepcionantes. No hubo ninguna revelación, al menos no la esperada. Berger contó que al despertar de su sueño había olvidado lo que se le había develado. El secreto fue una vislumbre soñada ajena a la vigilia. El escritor dijo que había que entrar en las cosas que se miran, pero una vez abiertos los ojos, ese conocimiento lo abandonó. La pérdida de ese secreto, sin embargo, no logró llevarse consigo la intuición del misterio que porta la mirada; tampoco desvaneció la necesidad de franquear umbrales internos que hacen del ver la experiencia personal de una visión.

El secreto de la mirada está en un olvido. Hilos sueltos con los cuales se intenta tejer y tramar la memoria que quedó atrás en el sueño; trazos, huellas de algo que para tomar forma requieren de un tiempo que no es el de nuestra voluntad. El misterio de la mirada es quizá la visión que ilumina sin separarse de la penumbra de la que procede. Recordé la anécdota del documental sobre Berger una mañana en que subí las escaleras para entrar en el Museo del Prado y permanecer de pie, como lo vengo haciendo desde hace días, ante Las hilanderas o la fábula de Aracne (1655-1660) de Velázquez.

Cruzo el umbral entre las salas mirando en Las hilanderas. Entro caminando directamente hacia ellas. A mi izquierda están el Marte
(1638) y el Mercurio y Argos (1659) de Velázquez y a la derecha El rapto de Europa (1629) que Rubens copió de Tiziano. La muchacha raptada es el motivo del tapiz que Aracne tejió en la contienda propuesta a la diosa Atenea. En el fondo de la obra sobresale un largo y ondulante trazo rosado: es el pañuelo que Europa aferra; el viento y la velocidad con los que huye el dios metamorfoseado en toro amenazan con hacerlo volar.

Veo en Las hilanderas y comienzan las interrogantes. La pregunta es la vía hacia una mirada involucrada. Se buscan respuestas allí donde la imaginación, además de ser exploración interna, acompaña, escruta, relaciona y dialoga desde la amplitud de las perspectivas personales y de la tradición artística. Poner en relación y dialogar son modos que se entrelazan a través de la clásica metáfora del hilar y el tejer. Es tejiendo, entrecruzando, equivocando el hilo y la puntada; es dejando hilos sueltos, incluyendo los que vamos dejando en la vida, como la pintura se comunica desde y con su silencio. El arte nace de la vida y la representa. Nos ofrece una visión transformada del vivir que estrecha la complejidad de las formas, las ideas, las reflexiones y las analogías. El arte es la trascendencia que conoce el secreto de la mirada y su misterio.

En la sala donde están Las hilanderas no hay dónde sentarse. Miro el cuadro con los desplazamientos a los que me obliga la necesidad de moverme. Veo desde un ángulo, desde otro, me acerco, doy vueltas por la sala contigua para entrar de nuevo donde ellas permanecen sentadas a la altura de mis ojos.

El suelo donde trabajan las cinco mujeres del primer plano de la obra tiene una inclinación que viene a nuestro encuentro, de hecho, el piso sobre el que estoy pareciera ser el mismo de ellas. Así Velázquez nos invita a entrar en la obra, nos incluye en la representación que tiene ensimismadas a las tejedoras en su quehacer. Ellas hilan y deshilvanan sin percatarse de nuestra presencia. La insinuación para entrar en el cuadro requiere de nosotros un mínimo esfuerzo: allí están las piernas desnudas de las hilanderas que el maestro tomó de dos ignudi de la Sixtina de Miguel Ángel y, en el centro, entre los pies de ambas, un ovillo, un gato y, agachada, la muchacha sin rostro que atrapa nuestra atención.

A la izquierda del cuadro vemos a Atenea en sus vestes de vieja mientras escucha lo que le dice una joven que descorre una pesada cortina de color púrpura, le presta atención ladeando la cabeza hacia ella sin abandonar el hilado La rueca no se detiene. Vemos las líneas de su movimiento sostenido: son trazos borrosos, rápidos, circulares, representación fugaz e inaprensible de un tiempo que transcurre sin dilatarse. Al otro lado del cuadro, sentada de espaldas con el cuerpo girado en tres cuartos hacia nosotros, Aracne está concentrada en su labor: su camisa blanca es el golpe de luz en la penumbra del primer plano, en su resplandor es la elegida; Velázquez le ofrece la luminosidad de su pincel. Junto a ella, como en pendant con la esquina opuesta, se inclina una muchacha de cabellera rubia que ciñe una cesta de mimbre con telas dentro. En el centro, el ovillo, el gato y la joven de rostro borrado. Solitaria en medio de tantas otras, ni habla ni forma pareja con nadie; concentrada en su hacer, permanece absorta mientras sostiene algo en su mano izquierda. Ella es umbral, pintura, semblante sin rasgos, brazo caído que termina en una mancha de color. Su posición es central. ¿Será ella el centro? ¿El centro de quién, de qué?

A sus espaldas, bien dibujados sobresalen dos escalones por los que se arriba a un escenario donde cinco mujeres posan ante el Rapto de Europa tejido por Aracne. Las figuras, igual que las del primer plano, están en parejas: Atenea y una acompañante a la izquierda, a la derecha dos damas de la corte y Aracne al centro en el momento en que recibirá la condena por haber sobrepasado con su habilidad para el tejido a la misma diosa de la guerra, la inteligencia y las artes manuales. La escena se desarrolla en torno al tapiz, por eso todas escuchan atentas las palabras de la hija de Zeus, su veredicto. Sólo una de ellas gira la cabeza hacia nosotros buscándonos con su mirada, incluyéndonos así en un asunto donde los umbrales por los que Velázquez nos hace caminar son a veces más claros, pero en otros momentos son parte de un tránsito interno en la visión y la escucha solamente de Las hilanderas. Dirijo de nuevo la mirada al tejido con el que Aracne aspira a demostrar la superioridad y excelencia de su labor.

En sus Metamorfosis Ovidio nos cuenta la historia de la joven tejedora y la diosa Palas Atenea. La belleza de los tejidos de Aracne estaba en labios de todos, incluso las ninfas abandonaban sus aguas y sembradíos para contemplar el arte de la muchacha ensoberbecida. Aracne se atrevió a negar las enseñanzas de la diosa del tejido y desafiante con la maestra divina, no tardó en decir: «¡Que compita conmigo! Nada hay que yo pueda rechazar una vez vencida». A continuación, Atenea hizo su entrada en el pequeño pueblo de Hipepas vestida de vieja y una vez allí intentó, sin éxito, hacer razonar a la joven. «¿Por qué no viene Atenea en persona?», espetó Aracne, «¿por qué evita esta contienda?». En ese momento Palas se mostró en toda su divinidad y la muchacha sintió un rubor en sus mejillas. Ovidio no da cuenta de alguna otra palabra intercambiada entre ellas; a partir de ese momento ambas se entregan a la tarea de tejer el tapiz de la disputa.

En su tejido Palas honra a los dioses celestiales, mientras que Aracne teje el engaño de Júpiter para hacer suya a la bella Europa. Ni Palas ni la Envidia pudieron competir con la obra de la vanidosa tejedora. No hubo necesidad de decir nada; los golpes de la divina Palas sobre la muchacha expresarán el reconocimiento. La desventurada, narra Ovidio, no soportó la afrenta y ató a su cuello un hilo para colgarse. Al verla suspendida, la diosa cortó la hebra pero la venganza guío su mano al dejar caer sobre la infeliz hierbas preparadas por Hécate. Y así fue como sus cabellos se desvanecieron, su cabeza se volvió pequeñísima y su cuerpo se transmutó en una figura con ocho patas y un vientre del que salía un hilo que la araña Aracne ya nunca dejará de tejer.

En Las hilanderas o la fábula de Aracne, Velázquez representa el momento en el que, con el tapiz de la muchacha como fondo, Atenea levanta el brazo mientras la tejedora deja caer el suyo con un gesto que conjuga incredulidad y resignación. El pintor parece depositar en las posturas de ellas parte del relato que no leemos en Ovidio. El movimiento de los brazos de las mujeres permite al artista resaltar un espacio que, como ventana abierta, da paso a un horizonte creado por y para la pintura; es un espacio reducido donde el sevillano hace visible una naturaleza que deja el mar ante nuestros ojos. Entre los brazos de Atenea y Aracne intuyo el presentimiento de algo que no sé nombrar, pero en el que no puedo dejar de sentir el llamado de una trascendencia.

El tapiz es la imagen de un legado. ¿Cómo no ver en ese tejido las formas de un homenaje a Tiziano y también a Rubens? En Las hilanderas Velázquez da nuevas «puntadas a su visión del arte y la pintura. ¿Acaso no son Las Meninas, de un par de años antes, una reflexión sobre la mirada, el artista, el arte y el espectador que somos? El pintor de Felipe IV celebró en Las hilanderas la herencia y la tradición que Aracne no supo reconocer, al tiempo que también dejó en nosotros incertidumbres, hilos sueltos para tejer miradas y palabras que dieran cuenta de un tramado que se nos impone.

Un rayo de luz atraviesa el fondo de la obra. Viene de lo alto y cae en diagonal. Sigo con la mirada su recorrido. Su resplandor atraviesa el tapiz, ilumina el piso, reverbera en el grosor del muro que es umbral entre las dos escenas y su brillo ilumina la camisa blanca de Aracne mientras hila en el primer plano del cuadro. Este haz de luz me recuerda el de la Anunciación. Fue Mircea Eliade quien dijo que cuando algo «sagrado» se manifiesta (hierofanía) al mismo tiempo algo «se oculta», se hace críptico. A María de Nazaret, la escogida para ser la madre del hijo divino, se le presenta el arcángel Gabriel para transmitirle el anuncio sagrado. A partir del siglo XIV la iconografía de la Anunciación ha privilegiado la luz que desciende de los cielos, el libro que tiene María en las manos, una jarra transparente con agua y un lirio alzado como símbolo de su pureza.

En el arte bizantino María fue sorprendida por el ángel mientras hilaba con el huso en las manos. Leonardo da Vinci no olvida esa iconografía de la virgen y, en su Anunciación, Gabriel encuentra a la virgen tejiendo. Algunos pintores han transformado el huso y la rueca en la cesta con las agujas para el tejido que descansa cerca de María. Los evangelios gnósticos nos cuentan que a ella le tocó hilar en púrpura y escarlata las cortinas del Templo y cómo no hacer notar que el rojo es el color predominante en Las hilanderas del pintor del rey.

Algunas obras del temprano Renacimiento italiano han dado imagen a las palabras bienaventuradas del ángel dentro de la luz procreadora, icono de lo divino y del misterio. Recuerdo la Anunciación de Fra Angelico en el Museo del Prado. Busco información sobre la llegada de la obra a España: en 1611 Mario Farnesio la compra para el duque de Lerma, valido de Felipe III, quien al recibirla la dona a la iglesia del convento de los dominicos en Valladolid. ¿Vio Velázquez la tabla del Beato de Fiésole? No es improbable que así haya sucedido.

Cuando me percato del rayo de luz dentro del cuadro de Velázquez, poco después pienso: ¿qué es lo que nos quiere transmitir el pintor de estas hilanderas? ¿Cómo entender ese resplandor divino en una obra de motivo mitológico? Todo lo que pasa por mi cabeza no hace más que profundizar en un misterio que ni siquiera me es dado rozar. Con la Anunciación, Jesús inicia su vida como hombre en una madre humana; es una escena donde lo divino se entrega a lo humano, lo privilegia y, de esta manera, la trascendencia y lo invisible se materializan en luz que sabemos proviene de un orden distinto al nuestro.

Velázquez deja entrar el rayo oblicuo en el fondo de su obra: lo divino se adentra en el espacio donde la contienda del arte del tejido se ha llevado a cabo. En el mito, la diosa pagana condena a la joven tejedora, pero en su pintura, el artista pareciera dar otro fallo. Desde el primer momento nos percatamos de que es Aracne la tocada por la luz y es también su obra la que vemos expuesta en el fondo del cuadro del pintor. Ella, y no Palas Atenea, es la escogida por Velázquez para dar luz a la mirada trascendente.

En sus viajes a Italia, Velázquez seguramente tuvo conocimiento de las teorías de Marsilio Ficino sobre el arte y la inspiración. El florentino, separándose de la imagen medieval que consideraba a Dios como artífice —Deus artifex— sostenía que la condición de divinidad el artista la ganaba con la inspiración creadora que daba vida a la obra. La idea del artista de genio y del artista divino ganó aceptación entre muchos pintores. Él era un intermediario, habitante del umbral donde lo divino y lo humano se rozan en una penumbra. Quizá esas sombras, como las del primer plano de Las hilanderas, son imagen de la creación en su proceso de ser obra. Escribo esta última frase y miro en una reproducción del cuadro a la muchacha inclinada de rostro borrado que, en la penumbra, ocupa el centro del primer plano. Quien fuera maestro en la pintura del retrato, en Las hilanderas, que es una de sus últimas obras, omite definiciones en el rostro de la figura central. El rostro sin rasgos que no es portador de una identidad es imagen en abstracción del Hombre, con mayúscula, del que hablaba Cesare Pavese. Rostro que es pintura; trazos que recuerdan las manchas de óleo y color del último Tiziano.

Tengo la mirada fija en la muchacha inclinada. Las sombras del primer plano se reúnen en ella. Qué hace en ese lugar es una pregunta que no me abandona. Cuando las demás mujeres tejen o ponen en acto la representación de la contienda, ella está como ausente a todo ese acontecer. No pareciera recoger ovillos ni hilar la lana; mientras con una mano remueve algo en el tazón del gato, con la otra sostiene tal vez. Una tablilla en realidad no la termina de agarrar, sino que la mantiene apoyada sobre la muñeca en un gesto que lleva a meditar sobre el cuidado que se tiene con aquello que aún no podemos tocar sin dejar las líneas de nuestras huellas.

La mujer del centro es pintura, mancha, color. Ella es bisagra, umbral, penumbra necesaria de la obra que llevará en sí su propia luz. ¿Cómo no sentir la relevancia de su ubicación dentro del cuadro como expresión de tránsito entre la cotidianidad del primer plano y el arte como mito que acontece a sus espaldas? La mujer en posición central que atrapa nuestra mirada y se crece en su soledad es un legado mudo de Velázquez. Ella es rojo, ocre, algo de negro y un blanco tocado por el gris de las sombras. Ella reúne, mezcla, conjuga los tonos en los que nuestra mirada se detiene y quizá logra ver algo. Ella no es hilandera, pero es quien traza los hilos, los trama, los teje y hace posible el rayo sagrado de luz.

Las figuras mitológicas de Velázquez son imágenes no idealizadas, retratos donde el hombre es gesto, forma y color. Él toma el mito de la mano y lo coloca en el vivir, en lo verosímil, en el día a día. La realidad se le revela así con la trascendencia de la poesía, la metáfora y las metamorfosis. Para Velázquez «lo divino brilla repentinamente en medio de la vulgaridad de nuestro mundo» (Charles de Tolnay dixit). Lo divino no es un resplandor de otro mundo, es el vislumbre con el que el arte de la pintura ilumina el nuestro, es la intuición con que lo percibimos. Luz transformadora. Mirada y misterio que, aunque escondidos, están presentes.


*Elocuencia de la mirada. Marina Gasparini Lagrange. Kálathos Ediciones. España, 2025.

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