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Las artes plásticas: del Museo de Bellas Artes a la Galería de Arte Nacional

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Coordinada por Pablo Antillano, 37 años haciendo camino, la edición que celebró el aniversario de El Nacional en 1980*, es un documento excepcional por la diversidad y riqueza de sus recorridos. Se reproduce a continuación el incomparable reportaje elaborado por la periodista y poeta Miyó Vestrini (1938-1991), en el que recorre la relación de El Nacional con el universo de las artes visuales (entonces comúnmente denominadas como artes plásticas)

Por MIYÓ VESTRINI

Llámese como se llame, Círculo de Bellas Artes, Taller Libre de Arte, Barraca de Maripérez, Escuela de Artes Plásticas, Techo de la Ballena, Pez Dorado, Nuevos Espacios o Galería de Arte Nacional, las trincheras de los artistas plásticos han estado siempre en la vanguardia, gracias a un incesante conflicto con la retaguardia. Y en nuestro país, encierra no pocos méritos estar en la vanguardia, si se mira con ojo panorámico una política cultural que todavía en 1980 muy pocos venezolanos comprenden.

En estas trincheras —a veces vencedoras, a veces duramente vapuleadas— El Nacional no sólo ha estado presente, sino que ha jugado un papel excepcional. Los primeros papeles literarios, las páginas de arte diarias, encierran, como característica permanente, un lenguaje áspero, combativo. El lector encuentra allí todo un estilo (a veces aporreado, pero no menos válido…) de campañas enérgicas, planteamientos polémicos y, sobre todo, divulgación permanente.

Cierto, los papeles literarios, de un primer momento, aludían más a la escritura que a la plástica. Pero esta primera etapa de 1945 fue rápidamente ampliada hacia todas las manifestaciones del arte moderno. Hoy puede parecer sencillo, pero hace treinta y cinco años, darle espacio a expresiones como el abstraccionismo y todos los ismos que erizaban a las academias requería convicción y valentía.

Para los jóvenes artistas de 1950, esa información de El Nacional era invalorable. ¿Quién no recuerda aquellas reproducciones de obras de grandes artistas, cuyos colores y formas saltaban a la vista, luminosos, pese a las entonces deficientes técnicas de impresión? Kupka, Mondrian, Kandinsky, Carrá, Sonia Delanauy, Ralph Coburn, Sofía Taeuber Arp, Modigliani y centenares más, del continente americano y del mundo entero desfilaron por páginas y páginas y revelaron todo su esplendor a jóvenes y ávidos creadores. Valga citar como un especial refinamiento, un notable artículo del gran Benjamín Peret (3/7/52) sobre arte mexicano.

¿En qué medida interesaba la pintura en 1947? Una amena encuesta realizada por El Nacional, y publicada el 29/6/47, entre 73 personalidades, arroja resultados significativos. La pregunta planteada era ¿cuáles son los tres venezolanos vivos que usted admira más? Manuel Cabré fue citado unas tres veces, y Reverón, dos. Por supuesto, nuestras artes plásticas no tenían el vigor ni la cuantía de hoy. Pero existía ya la efervescencia de la Escuela de Artes Plásticas, sonaban ya nombres como Alejandro Otero, Mateo Manaure, Pascual Navarro, Luis Guevara Moreno y tantos otros que iban, un año más tarde, dar origen al Taller Libre de Arte. Y cito la encuesta justamente para reforzar el carácter pionero de El Nacional en esta materia.

Las crónicas de Alejo Carpentier, de Gastón Diehl, de Arturo Uslar Pietri, de Gómez Sicre y de muchos otros escritores venezolanos eran un vivo y cálido reflejo de lo que pasaba en el mundo. En los años 50, no lo olvidemos, hablar de vanguardia, de revoluciones artísticas, eran también una manera de escapar a una mordaza estúpida y feroz, como era la dictadura. En cierta forma, El Nacional logró salirle al paso a la increíble mediocridad del régimen.

La historia minuciosa de nuestras artes plásticas lleva firmas muy importantes: Sergio Antillano, Perán Erminy, Juan Calzadilla, Rafael Pineda, para citar sólo algunos. El investigador encontrará allí fechas, acontecimientos y corrientes. Bases sólidas, pistas fáciles de seguir. Por ello escribir sobre lo ocurrido a lo largo de tres décadas y un poco más es difícil. Se corre el riesgo de repetir un cuento muy bien contado o simple y llanamente de “fusilar” —inefable término periodístico— lo ya escrito. Este texto no es, pues, sino un punto de vista muy personal y por ello, fragmentario.

Si trazáramos una línea imaginaria que tuviera como punto de partida el año de 1938 y como punto de llegada el de 1980, encontraríamos dos instituciones: el Museo de Bellas Artes, que abre un ciclo, y la Galería de Arte Nacional, que lo cierra. Como ocurre siempre con las instituciones, no provocan los estallidos, pero sí recogen sus frutos.

Hablaba al principio de trincheras. Quizá sería más apropiado hablar de bandos. El término, reconozco, es desagradable, pero por muy lejos que remontemos siempre encontraremos a pintores enfrascados en una polémica, dispuestos a rugir contra algún grupo contrario, preparados para todo, incluso para la huelga o la manifestación.

En el delicioso texto de Luis Alfredo López Méndez sobre el Círculo de Bellas Artes, el episodio del allanamiento del “Cajón de Monos” (1915) es significativo: en aquella Caracas provinciana y dominguera, quienes rugían —tímida pero eficazmente— eran los pintores, el “¡no se mueva nadie! ¡Están todos arrestados!” debió resonar como un trueno. Resignados, fueron a parar a la cárcel Manuel Cabré, Rafael Monasterios, el propio López Méndez y otros compañeros, acusados de una subversión pornográfica. Años más tarde, serían acusados a su vez por la generación de jóvenes, de abominables hombres de las nieves, cerrados, incapaces de entender el mundo, ni de protestar. Ley inexorable, cuyo peso, creo, se siente con mayor vigor en el campo de la plástica.

Cuando el 20 de febrero de 1938, López Contreras declaró inaugurado el Museo de Bellas Artes, sólo resonaban humildes cantos de chicharras. Nadie o muy pocos recordaban el “agite” de los estudiantes de la Academia de Bellas Artes (1936) y una calma relativa reinaba en los predios de la Escuela de Artes Plásticas.

El edificio del Museo había sido concebido y edificado por Carlos Raúl Villanueva. Si el visitante de hoy siente conmovido la prodigiosa frescura de un patio interior, el plácido equilibrio de los largos y acogedores pasillos, ¡cómo no brillaría en todo su esplendor aquel edificio propicio a una época y un tiempo!

Pero un museo en la Caracas de 1938 es algo así como un mausoleo. El horario de visita contemplaba solamente domingos y días de fiesta. El director Carlos Otero dispone de un reducido patrimonio artístico: algo más de cien obras. Sus inmediatos sucesores, Alfredo López Méndez, Manuel Cabré, van a confrontar las lógicas dificultades de la época: presupuesto casi inexistente, público reducido, exposiciones limitadas.

El Museo registra así años de historia sin historias. Algo especial ha roto el hilo: dos años después de su inauguración, nace el I Salón Oficial de Arte Venezolano. El director es en esa época (1940) Alfredo López Méndez. Los premios son justos y no sorprenden: Marcos Castillo, pintura; Francisco Narváez, escultura.

El recuento de los salones hasta 1956 ofrece una sólida indicación del rumbo tomado por el museo. Veamos los premios: Marcos Castillo (1940), Rafael Monasterios (1941), Pedro Ángel González (1942), Alfredo López Méndez (1943), Pedro León Castro (1944), Juan Vicente Fabbiani (1945), Rafael Ramón González (1946), Héctor Poleo (1947), Francisco Narváez (1948), Ramón Martín Durbán (1949), César Prieto (1950), Manuel Cabré (1951), Elisa Elvira Zuloaga (1952), Armando Reverón (1953), César Rengifo (1954), Giorgio Gori (1955), Armando Lira (1956).

El premio a Armando Reverón llega al artista cuando sólo le queda un año de vida. Y no puede interpretarse sino como resultado de una presión general. Intelectuales y artistas claman a gritos por un reconocimiento inmediato. Alfredo Boulton escribe en El Nacional: “… su trascendental calidad no parece haber sido aún reconocida. La calidad estética de un Reverón es tan grande e importante para Venezuela como las obras de nuestros mejores escritores y poetas…”.

Pese a los esfuerzos individuales de los pocos que captaron la magnitud de la obra reveroniana, los canales oficiales permanecieron largo tiempo reacios a una pintura que no soportaba etiquetas ni encasillamientos.

Lo coherente de los premios oficiales señalados provenía en línea directa del Círculo de Bellas Artes, que como bien lo señalara Alfredo Boulton “dio una fuerte sacudida a las arcaicas tesis plásticas de nuestra aletargada academia”, y de la llamada Escuela de Caracas. Pero la sacudida de 1912, inspirada en los impresionistas, corría el peligro de volverse un tenue temblor.

Fuera del Museo, las cosas no eran tan apacibles ni tan metódicas. La prodigiosa actividad del Taller Libre de Arte, iniciada en 1948, aglutinaba pintores, escultores, escritores, músicos y era todo un movimiento al que habría de incorporarse Alejandro Otero, reconocido de inmediato como líder en quien se podía confiar.

Pero el real y fuerte estremecimiento viene con el bufido de los disidentes. Un bufido que tendrá saludables repercusiones sobre la vida del museo, años más tarde. Recuerdo lo que una vez un joven pintor me preguntó, no sin cierto desdén: ¿Por qué los disidentes protestaron desde París? ¿Por qué no tuvieron el valor de hacerlo aquí? Como joven al fin y al cabo, le resultaba difícil imaginar que años atrás “unos viejos” hubieran sentido la misma ira que lo animaba a él. De todos modos, le recordé que la década del 40 al 50 no había sido muy estimulante: el benévolo control de los maestros sobre la enseñanza plástica y subsiguiente acaparamiento de premios en los salones, una huelga de chicos plásticos que terminó desagradablemente, una Caracas asfixiada por los aires de grandeza de la dictadura. Aparte los bombardeos informativos de El Nacional y la refrescante atmósfera del Taller Libre de Arte, no había sino una incitación al exilio, en busca de aires más propicios.

Fue así como en 1950 se encontraron aquellos artistas venezolanos unidos en la intemperie parisina. Ese año, se vive en Europa una realidad: el abstraccionismo. Lírica como la de Kandinsky, racional y fría, como la de Mondrian, no importa. Lo que cuenta es estar allí, metido en la tormenta. Y Alejandro Otero traslada ese sentimiento con toda claridad, en uno de sus textos para el folleto número uno de Los Disidentes: “Sólo una realidad tiene acción primordial para nosotros y esa es la realidad del tiempo en que estamos inscritos…”.

París vibra… pero las puertas no están abiertas de par en par. Hay reticencias. La Bienal de Venecia de ese año otorga el gran premio de pintura a Matisse y el de escultura a Zadkine. El Comité de Selección de obras de la Bienal se llama “Comité de Selección para las artes figurativas”. Los mordaces críticos no dejan de comentar irónicamente la sala concedida a Kandinsky, con obras cedidas por la viuda. El público que acudía al Salón des Realités NouveIles, donde Picabia y Herbin habían colgado sus obras, era en buena parte escéptico y sarcástico, característica muy propia del francés medio, sobre todo cuando se le ubica frente a alguna novedad.

Lo que captaron Los Disidentes, además del planteamiento plástico, fue la oportunidad de un cambio profundo, que arrancara de cuajo las raíces muertas y acabara con la inmovilidad ya no del propio país sino del continente americano todo. Los textos de los cinco folletos son agresivos. A veces francamente groseros. Guevara Moreno llega a calificar la pintura que se realiza en el país, como perteneciente “bastardamente al siglo XIX”. Y el Museo de Bellas Artes recibe parte de la helada ducha: “NO a las exposiciones de mercaderes nacionales y extranjeros que se cuentan por cientos cada año en el museo”.

A la luz de 1980, ¿pueden calificarse de pueriles estas protestas? Al contrario, parecerían cobrar cierta vigencia. No pocos jóvenes sueñan con furores imposibles y esperan que algo cambie en los museos, en las escuelas, en las galerías, en los premios. La proposición iracunda de Los Disidentes era decididamente menos peligrosa que la de los realistas socialistas.

Siete años más tarde, en 1957, se definen los bandos, gracias a la más formidable polémica jamás registrada en el país: abstracción contra realismo. Protagonistas: Alejandro Otero y Miguel Otero Silva. A lo largo de las incesantes batallas culturales registradas en Venezuela, no se vuelve a encontrar un documento tan serio y apasionado a la vez. El lector interesado encontró en la polémica todo lo necesario para entender las razones que oponían con tanta terquedad las dos corrientes plásticas.

Dos párrafos solamente de esta polémica, básicos: “… el abstractismo es, sin duda alguna, la ponderación de la tesis del arte por el arte hasta llevarla a sus últimas consecuencias: abolición total del tema, eliminación radical del hombre y la naturaleza como elementos inspiradores del arte, exaltación de los medios técnicos hasta convertirlos en la finalidad misma de la obra” (Miguel Otero Silva). “… El arte abstracto es precisamente eso: un nuevo lenguaje para expresar una nueva realidad. ¿No son al fin y al cabo realidad y lenguaje equivalentes cuando se trata de expresión? En el arte abstracto esto se cumple con más eficacia que en ninguna otra forma de arte anterior. En la pintura o la escultura figurativas una imagen podía ser interpretada de muy diversos modos porque los símbolos son imprecisos. En la pintura o la escultura abstracta la forma es directamente lo que es, porque se ha llegado a identificar forma y verdad” (Alejandro Otero).

El brusco estallido de la nueva figuración, tiempo después, pareciera otorgarle la razón a Miguel Otero Silva. Pero una mirada a las esculturas visionarias y humanas de Alejandro Otero también nos dicen que estaba en el buen camino.

Lo cierto es que esta polémica coincide con una etapa en la historia del museo. En ese año de 1957, el Premio Oficial del Salón es otorgado a Armando Barrios, un artista que ha estado con Los Disidentes. El reconocimiento a su obra aparece como la firma de un tratado de paz. Y más aún: el año siguiente, 1958, es designado director del Museo de Bellas Artes. Y más aún: en el Salón Oficial de ese año triunfa Alejandro Otero. Junto a él, Víctor Valera, el fenomenal escultor, recibe también el Premio Nacional. Artes Aplicadas: Tecla Tofano. En 1959, repite un disidente de peso: Luis Guevara Moreno. Gana Rubén Núñez el premio de Artes Aplicadas y se inicia el otorgamiento de la mención Dibujo y Grabado. La inaugura Iván Petrovsky.

El museo ha cambiado y todo parece indicar que el compás está abierto. Una década está a punto de iniciarse: la del 60, y es justamente dentro de esos diez años cuando la vida plástica venezolana va a estar marcada por una explosión general, pero sobre todo por el cinetismo. Venezuela es catapultada hacia el exterior gracias al genio de Jesús Soto. El público no se cansa de ir al museo, de visitar galerías. Florece lo bueno, pero los tímidos paisajes domingueros alcanzan también récords de ventas impresionantes. Exposiciones como las de Julio Le Parc y Jesús Soto colman todas las esperanzas de público (Soto recibe 250.000 personas en cuatro semanas). Nos damos el lujo de tener entre nosotros a un famosísimo falsificador que inunda el mercado de hábiles copias y se hace rico.

Con la llegada de Miguel Arroyo a la dirección del museo, prosigue la corriente renovadora. El Salón Oficial de 1960 consagra a Jesús Soto con el Premio Nacional. Es, según los observadores, sintomático. La opinión general tiende a identificar al director del museo con el otorgamiento de los premios en los salones, tendencia que ha sido enérgicamente desmentida por el propio Arroyo y los colegas que lo precedieron.

En aquel periodo, se hace patente el profundo interés del sector privado hacia las artes. Ya los premios privados en los salones oficiales tenían un peso muy especial (el Premio Boulton, por ejemplo) y nunca se dirá suficiente bien de las iniciativas de Enrique Planchart en este sentido. La acción de la empresa privada va a revelarse organizada, metódica, apoyada en recursos financieros suficientes y aportará al país beneficios indiscutibles. Bastaría citar la Fundación Mendoza y su Sala de Exposiciones, cuyas actividades ameritarían capítulo aparte, y a la Fundación Neumann que hace realidad el Instituto de Diseño, de donde egresó toda una nueva generación de estupendos artistas gráficos.

Este empuje privado, aparte de los intereses económicos que ello implicaba, fue también el resultado lógico de la indiferencia y desidia de los sucesivos regímenes democráticos frente a la cultura nacional. El estado se dejó escamotear muchas veces lo que debía ser un patrimonio celosamente guardado. Ausente pues la política cultural gubernamental hizo florecer las iniciativas privadas.

El Museo de Bellas Artes fue la institución que vivió con mayor intensidad los efectos de esa irritante indiferencia oficial Y consideró oportuno recordar las etapas de una historia porque continúa siendo un indicativo válido de nuestras peripecias culturales.

El 22 de julio de 1967, El Nacional le dio despliegue al anuncio del arquitecto Carlos Raúl Villanueva: el proyecto de ampliación del Museo de Bellas Artes estaba concluido. El edificio estaría dotado de cuatro salas de exhibición de 527 metros cuadrados y de una altura de 5,40 metros, así como de otros espacios suficientes para solucionar los angustiosos problemas de espacio del Museo. El anuncio, por supuesto, causó gran euforia.

Pasaron dos años y en 1969 el proyecto dormía apaciblemente en alguna gaveta de algún ministerio. Para esa fecha, el museo estalla, existen en depósito 2.347 obras y ninguna posibilidad de exponerlas. El presupuesto de 1959 había sido reducido implacablemente de 300.000 a 100.000 bolívares. Luego, a 70.000. Esta última cantidad se mantendrá igual durante seis años. Con esfuerzos sostenidos la Sociedad de Amigos del Museo mantiene a flote la institución. El Nacional, día tras día, denuncia la situación. Finalmente, en 1968, el Congreso Nacional decreta un nuevo presupuesto: 400.000 bolívares para adquisiciones.

Mientras todo esto pasa, surge una “brillante” proposición de ociosos que nunca faltan: construir una fuente luminosa en la Plaza Morelos. Gracias a una rápida campaña de El Nacional y de las declaraciones de Villanueva, el disparate es evitado.

En febrero de 1971, el presidente Caldera responde a una pregunta del reportero Lossada Rondón en torno a la ampliación del museo: el proyecto de ampliación no ha sido archivado, dice. No pudo ser ejecutado todavía porque “no hemos tenido las circunstancias más propicias dentro del juego de prioridades y urgencias”.

El 9 de septiembre, un artículo de Miguel Otero Silva titulado “¿Cultura para qué?” va a ser el detonante. Sin rodeos, el artículo señalaba en su comienzo: “… el menosprecio, presente, pasado y futuro del Estado venezolano ante los requerimientos de la cultura”, alusión directa a la situación del museo. Y tras recordar las promesas gubernamentales de todos los presidentes, “vanas y desalentadoras”, revelaba lo insólito: una colección (días después revelaría que se trataba de la colección Plaza Arismendi) avaluada en 9 millones de bolívares había sido donada al museo con una condición: “… que las obras fueran objeto de una colocación digna y al alcance del público…”. El plazo para entregar la donación vencía en enero de 1972. Era obvio que el museo no podía recibirla en tales condiciones. El Estado perdió así la colección más extraordinaria de óleos, acuarelas, dibujos, aguafuertes y esculturas.

Aquel artículo era pues fulminante: se aprueban presupuestos y se realizan construcciones, pero “… cuando la edificación propuesta guarda la más mínima relación con el arte y la cultura, entonces el Ministerio de Hacienda arruga el ceño austero, el Ministerio de Obras Públicas sonríe despectivo y las aspiraciones y los planos van a parar de cabeza al basurero. Bajo éste y otros gobiernos”. Y de paso, Miguel Otero Silva recordaba que lo pedido para la construcción del museo: seis millones de bolívares, menos de lo que cuesta un Mirage y la quinta o sexta parte de lo que se juega mensualmente en el Hipódromo.

El detonante funcionó. Poco después, el presidente Caldera anunciaba que los trabajos de ampliación comenzarían en enero de 1972. Un jueves, 6 de diciembre de 1973, es inaugurada la ampliación con bombos y platillos. Lo que se inauguraba era un cascarón vacío. No importaba. Todo el mundo suspiró de alivio: se había logrado el objetivo tras años de peleas. Miguel Arroyo anunció entonces que el museo estaría en pleno funcionamiento a finales de 1974.

Como un eco amargo a tan feliz anuncio, el 20 de noviembre de 1974, El Nacional publica a cinco columnas la renuncia de Miguel Arroyo a la dirección del museo. Resulta imposible poner a funcionar la ampliación del museo con los recursos existentes. De la asignación estipulada —unos 800.000 bolívares— para 1975 apenas quedan 5.836 bolívares mensuales para programas. Miguel Arroyo es categórico: “… Durante los últimos años el museo ha venido siendo objeto de la mayor desatención por parte de quienes estaban y están en la obligación de sustentarlo”, dice. El 21 de noviembre le responde Lucila Velásquez. Su petición de revocar la renuncia es convincente: Arroyo se queda.

En febrero de 1975, las cosas no han cambiado. Es el año de la gran exposición La historia del grabado, del chileno Matta, del Lenguaje del Color. Se multiplican los esfuerzos. El patrimonio del museo asciende a 100 millones de bolívares. La promesa del ministro de Educación, Luis Manuel Peñalver, de conceder los fondos necesarios está en pie.

En marzo de 1975, dos noticias aligeran el ambiente y El Nacional las despliega: el doctor Carrillo Moreno, presidente del Inciba, anuncia que el problema del museo está solucionado. Hay más de dos millones para el Museo. ¿Por qué no están en manos del museo? Porque la cantidad no puede ser transferida a una cuenta corriente del museo, ya que éste no es un instituto autónomo con personalidad jurídica.

Las ilusiones de todo el mundo se vienen abajo definitivamente: en junio de 1975, Miguel Arroyo entrega su renuncia irrevocable y con él renuncian, en pleno, los miembros de la Junta de Conservación y Fomento y Sociedad de Amigos del Museo de Bellas Artes. “El Estado venezolano ha respondido una y otra vez a nuestros requerimientos con ofrecimientos engañosos que, de tanto repetirse, está adquiriendo índole de befa”, afirman en el documento. Momentáneamente, es la derrota general. Sin Arroyo, sin la Junta y la Sociedad, queda desierto el museo.

Cuando en febrero de 1978 invitan a Miguel Arroyo a la celebración de los 40 años del museo, hace pública una carta en la que dice: “… estoy en total desacuerdo con la forma como ha sido tratado el museo. Considero que sólo la arbitrariedad, la injusticia y el despropósito podían aconsejar que a la institución que desarrolló durante treinta y ocho años y en medio de la más entristecedora penuria una eficaz acción en beneficio de las artes plásticas del país se le premiase quitándole su edificio sede, despojándole de su colección de arte venezolano, imponiéndole restricciones a su acción y arrinconándole en una edificación que no fue concebida como local autosuficiente, sino como ampliación. Ni aún en aquellas instituciones en las que ha habido robos, malversaciones, distracciones, despilfarro, mal uso y abuso del poder y de las propiedades han sido tan maltratadas como ésta que ahora, en sus cuarenta años de acción, es obligada a mirar cómo se le acumulan las miserias”.

La historia culmina cuando el 17 de octubre de 1976 se inaugura al fin la ampliación del museo con la exposición Artes plásticas en Venezuela 1976. El crítico Roberto Guevara ataca la muestra: “… La muestra no cumple con su cometido y vuelve a la idea de indiscriminado mercado de estilos y lenguajes, de las escogencias gratuitas o sentimentales, de la inútil insistencia en mostrar todo lo que ya se sabe hasta la saciedad por el camino de las galerías y que a fin de cuentas no añade nada nuevo a lo que constituye el núcleo de las trayectorias de nuestros más conocidos artistas”.

Lo cierto es que la renuncia de Miguel Arroyo ha marcado el fin de un capítulo. El Museo de Bellas Artes pasa a la retaguardia para dar paso a la Galería de Arte Nacional.

Queda, para los investigadores, el reino de las cifras: en 16 años, más de 400 exposiciones. Dos millones y medio de visitantes en 17 años. Fenómenos de público nunca vistos: las exposiciones de Jesús Soto y Julio Le Parc. Aunque tiempo después, un crítico hablará despectivamente de la “quincalla dominguera” al referirse al revuelo que causaban los salones oficiales y aunque hoy se cuestione el carácter museo-visita, lo cierto es que el paso dado a través del Museo de Bellas Artes fue un paso de gigante.

El proyecto de la Galería de Arte Nacional maduró en silencio durante varios años. Ya en 1974, el Inciba tiene en su presupuesto una partida de 1.026.848 para dicha galería. Los artistas apoyan la idea. Y realmente una institución que impusiera orden de prioridades y rescatara nuestra historia plástica, como memoria imprescindible, era una proposición luminosa. Cada quien aportó su esfuerzo. Los mismos protagonistas de aquella encendida polémica de 1957, Alejandro Otero y Miguel Otero Silva, batallaron en la redacción del proyecto. El pintor Alirio Rodríguez también elaboró un texto con ideas importantes. Manuel Espinoza, quien habría de ser designado director de la galería, trabajó junto a ellos. Para los escépticos, la pluralidad de esfuerzos debería bastar para admitir la amplitud de criterios que animó el proyecto de la Galería, cuyo primer contenido apareció resumido en El Nacional el 4 de octubre de 1975.

El pintor Manuel Quintana Castillo, en declaraciones del 28 de febrero de 1976, parecía resumir el criterio general: “… Requerimos el compromiso y la identificación incondicional con el país y con nuestra propia realidad. La Galería Nacional debe ser una guía y un punto de referencia para frenar el caos, el desorden, el fraude, la confusión, la ausencia de jerarquía definida, la desorientación y el despelote que cada día nos estrangulan y nos desnaturalizan un poco más. Si las artes plásticas venezolanas continúan excluidas e ignoradas, si la pintura venezolana continúa siendo discriminada, censurada, escondida en los sótanos del museo sin ser vista, asimilada y juzgada por el pueblo, entonces será mejor pasarla a la Cinemateca… y que el cielo la juzgue…”. (Cuatro años más tarde, Quintana Castillo firmará la carta de los 26 en la que se pide “mayor autonomía para el Museo de Bellas Artes, organismo de igual jerarquía e importancia que la Galería de Arte Nacional”).

¿Por qué aquel entusiasmo inicial y general degeneró poco a poco en sorda pugna y culminó en expresiones de público desacuerdo? El mismo Alirio Rodríguez, quien fue uno de los autores de un primer proyecto redactado para Lucila Velásquez, expresó públicamente sus reservas muy claras con respecto a la situación actual del Museo de Bellas Artes. Jesús Soto, en larga entrevista con Ramón Hernández, pone el dedo en la llaga: “… No necesitamos directores de museo para que peleen entre sí”, dice y comenta su extrañeza ante el hecho de que “un Museo de Arte Moderno sea negado a los artistas nacionales”. Anteriormente, Alejandro Otero había publicado una larga defensa de la Galería de Arte Nacional en la que, con citas precisas de fechas, proyectos y exposiciones, explicaba la importancia de la institución. Pero al final de su texto puntualizaba no sin cierta hostilidad: “… De buena gana vería yo esas dos obras mías acompañando las ya existentes en la Galería de Arte Nacional, entre mi verdadera gente y en el marco de mi tiempo”.

Lo cierto es que los términos del proyecto inicial eran muy claros, no dejaban lugar a equívocos en cuanto a las futuras funciones del Museo de Bellas Artes. Valga recordar algunos puntos: “… Por el carácter heterogéneo de sus atribuciones, el Museo de Bellas Artes no estaba en condiciones de poder brindar al arte venezolano todo el apoyo que podía derivar en condiciones nuevas, de un esfuerzo más concentrado en la tarea de su valoración y es evidente que para ello aquel organismo carecía de espacio suficiente y de mayores recursos humanos y técnicos”. 

Los propósitos no eran menos precisos. Entre ellos, estimular y propiciar el desarrollo dinámico de una conciencia más amplia, acerca de nuestro patrimonio artístico para su comprensión, preservación y fomento; iniciar el establecimiento de las bases para un estudio e investigación sistemática y permanente del arte venezolano de todas las épocas y desde los más variados enfoques y criterios de análisis e interpretación; erradicar el concepto de museo-visita pasivo, presentando el objeto artístico como expresión humana, no para la contemplación fetichista y pasiva, sino para la comunicación múltiple y activa”.

La resolución de creación de la Galería de Arte Nacional, dictada por el Inciba, se remonta al 3 de octubre de 1974. La puesta en marcha, en manos del Conac, a mayo de 1976. No se escuchó entonces eco de protesta alguna. El apoyo fue general. En cuatro años, los directivos de la galería han demostrado poder y vigor para obtener recursos económicos. Se siente con fuerza su definición como “la institución museística que al más alto nivel y jerarquía está consagrada plena y específicamente a difundir, preservar, investigar, presentar y fomentar las artes plásticas venezolanas de todos los tiempos”.

Hace diez años, el crítico Roberto Guevara, en amplio foro realizado por Elizabeth Pérez Luna, y con él, Miguel Arroyo, Perán Erminy e Inocente Palacios (20/12/70), declaraba: “… La crisis actual de nuestra plástica es reflejo directo del subdesarrollo general del país y es más grave que en ningún otro terreno de la cultura… Los criterios que se aplican aquí son los mismos que se aplicaban hace medio siglo… El énfasis debería ir hacia la gente joven, hacia las escuelas, hacia la inmensa mayoría que constituye el 60% de la población de Venezuela y que espera de una sociedad determinados valores… ¿Qué es la cultura en el fondo? Es la manera como un país y sus habitantes son conscientes de una realidad”.

Estas palabras podrían ser pronunciadas hoy. A fuerza de tantas esperanzas fallidas, de tantas quejas desatendidas, es lógico que muchos artistas hayan vuelto decididos a las viejas y melancólicas torres de marfil. En este sentido, las declaraciones de Jesús Soto no tienen nada de plañideras y son, al contrario, muy lúcidas y refrescantes. Sin llegar a la banal afirmación de que todo pasado es mejor, ¿no podrían, acaso, tomarse algunos elementos de experiencias anteriores, si no perfectas, por lo menos vivas y pujantes? ¿No sería válido plantearse de nuevo la posibilidad de salones, concebidos de acuerdo con nuestro momento, indicadores de presencias jóvenes o de testimonios que nunca pierden vigencia? La manía del “borrón y cuenta nueva” tan frecuente en nuestro cíclico sistema, ¿no ha sido ligeramente exagerada?

El catálogo general del Museo de Bellas Artes, que excluye a Venezuela del continente, deja a nuestros artistas plásticos como silenciosos fantasmas que van y vienen en medio de las disputas. ¿Qué hacen? ¿Dónde están? ¿Qué piensan? El país necesita saberlo, más allá de catálogos y recintos reservados. Sartre escribió hace muchos años: “… Las imágenes que se rompen y caen hechas añicos no son una opción tranquila de los nuevos pintores: es un acontecimiento que dura todavía y cuyas consecuencias no son conocidas del todo”.

Hay buenas razones para creer que, al margen de las instituciones, los jóvenes artistas venezolanos —y los menos jóvenes— no tienen opciones tranquilas: ¡faltan muchas imágenes por romper!


*Tomado del volumen El Nacional. 37 años haciendo camino. Coordinación: Pablo Antillano. C.A. Editora El Nacional. Caracas, 1980. Incluye artículos y reportajes de Arturo Uslar Pietri, Antonio Arráiz, Juan Liscano, Miguel Otero Silva, Pedro Espinosa Troconis, Germán Carías, Abelardo Raidi, Misael Salazar Léidenz, Pablo Antillano (2), Ramón Hernández, Oscar Silva, Oscar Mago, Roberto Lovera de Sola, Arístides Bastidas, Eduardo Delpretti, J.F. Reyes Baena, Héctor Malavé Mata, Gilberto Alcalá y Cuto Lamache.

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