Hospital en Kansas en medio de la pandemia de gripe española de 1918 / Wikipedia

Por ARTURO USLAR PIETRI 

Un buen día comenzó la gente a morirse en el pueblo. Era el cólera, que había llegado. Por detrás de las bardas de los corrales se veían las demacradas caras de hombres en cuclillas, verdosos y acezantes. Era cosa de horas. Terminaban por no poder ni arrastrarse y se quedaban en un grito, con las manos enclavijadas sobre el flaco vientre.

Pronto se acabaron las urnas. Se murió el carpintero. Hubo que llevar los muertos apilados en carreta. En una semana se murieron tres parejas de sepultureros.

Las gentes se asomaban a las puertas con ojos de pavor, la boca y la nariz tapadas con un paño y miraban la larga calle desierta. A ratos pasaba el cura con el viático, seguido de un monaguillo con su campana. Luego volvía a oírse el traquetear de las ruedas de la carreta y todos volvían a ocultarse como gusanos en sus cuevas.

En los solitarios patios de las casas, junto al brocal del pozo y a las ramas del guayabo, sobre fogones improvisados, las mujeres preparaban grandes infusiones de hojas y yerbas que algún curandero había recomendado. Después empezaban los largos rosarios coreados, los trisagios, los salves, los credos, las oraciones especiales para los Santos más milagrosos, dichas por la familia en grupo, a la sombra de los corredores. El eco de los rezos se mezclaba con el quejido de los enfermos en la soledad del pueblo.

En veces alguien pasaba y tocaba en la ventana. Después se oía una voz temerosa que anunciaba la misma noticia:

– Cayó don Pantaleón.

–  Ya cayeron las Pérez. No queda una en pie.

– ¡Cayó el Cura!

– Ave María Purísima –respondían las voces acobardadas desde el interior, y volvían a encenderse los rezos.

Manuel Fornero, don Manuel, el flaco Manuel, el chivo Fornero, que por cada uno de estos distintos nombres, según la distinta relación, lo llamaban relacionados, peones o amigos, se había ido del pueblo para la hacienda de café.

Muchas haciendas de café había en las altas montañas azules que rodeaban el pueblo, y por los canjilones de una vereda empinada, a lomo de mula, se marchó Fornero hacia la suya.

Había inventado un pretexto. Tenía que dirigir la próxima limpia de los cafetales. Pero sabía que iba huyendo.

En días normales pasaba lo más del año en el pueblo. Todos lo conocían y les era familiar la delgada silueta enfundada en la blusa blanca, el rostro moreno alargado, la nariz puntiaguda y el bogotico negro, ralo y chorreado, que le caía por las comisuras de los labios. Cuando en el patio de un rancho se había criado algún gallo fino, el campesino lo metía  en una busaca de lienzo y se iba hacia la casona de la plaza que Fornero había heredado de sus padres:

– Don Manuel, aquí le traigo este pollo canagüey, que no puede estar sino en su cuerda.

Con gesto de gallero experto tomaba el animal en la mano, le tanteaba el pico y las espuelas, le levantaba las alas, le rascaba el cuello, le decía un chirigota al vendedor, pagaba y se lo llevaba adentro, hacia uno de los patios, donde, amarrados de estacas o debajo de guacales de madera, cantaban aleteaban y se despiojaban muchos oscuros y desplumados gallos de pelea.

En el otro patio final, que por una puerta de campo se abría a la calle trasera, tenía la caballeriza. Hermosos caballos de varias pintas, altas mulas de paso fino y monturas de coloridas pieles clavadas de profusa plata.

Allí venían a encontrarlo los amigos:

– Chivo, mañana tenemos un sancocho en la manguera. ¿No quieres venir?

Y él iba, montado en un espléndido caballo, caracoleando delante de las ventanas de las muchachas del pueblo, y al llegar a la fiesta, debajo de los copudos mangos, le quitaba la guitarra al músico, y entre trago y trago improvisaba coplas y galerones que a todos hacían reír y regocijar.

– No hay como el Chivo para una fiesta – decían los compañeros complacidos.

– No hay como el Chivo para saber poner la plata en las patas de un gallo- decían también con admiración, los engominados clientes de la gallera del pueblo cuando veían a Fornero con fría impavidez pujar las apuestas que los mejores galleros hacían en su mejores gallos sobre un pollo desconocido y sin mucha pinta. Pero sabía ganar y meterse en los bolsillos aquellos apelmazados puños de onzas de oro y de arrugados vales.

Pero todo aquello cambió de pronto. Llegó el cólera y empezó a morirse la gente. Se murió Eleuterio, el alegre compañero de las fiestas. Se murió Domingo, el que le contrapunteaba en las coplas. Se murió Don Pantaleón, el rico hacendado, que había sido amigo de su padre y que se permitía aconsejarlo cariñosamente. Se murieron todas aquellas muchachas Pérez, que se asomaban como un racimo de sonrisas por entre los azules barrotes de las ventanas a saludarlo al pasar.

Dejó de salir. Se pasaba el día entre el patio de los gallos y el de los caballos, afilando una espuela, curando un pico, ajustando un freno.

Una mañana no vino Nicasio al gallero, que amanecía limpiando, tusando y careando los pollos.

Al medio día vinieron a anunciarle:

– El pobre Nicasio, ay, don Manuel, se murió esta mañana. Ayer en la tardecita le empezó la cosa. No se paraba del corral. Lo llevamos para adentro. Y ahí, en el catre fue quejido y quejido, hasta que se quedó.

Sintió un calofrío de hielo que le subía por el espinazo.

Volvían a tocar la puerta de la casa solitaria y una voz rápida murmuraba.

– ¡Cayó el Cura!

Allí fue donde se acordó de que debía regresar a la hacienda para la limpia de los cafetales. Pero sabía que iba huyendo.

*   * *

Desde que llegó a la hacienda prohibió que ningún peón bajara al pueblo. Hacía que el mayordomo recorriera todos los días los ranchos de los vecinos para saber si había caído alguno enfermo.

A los pocos días, con la falta de comunicaciones, empezaron a escasear los alimentos y el aguardiente en la pulpería. Se acabaron las velas y la noche se tragaba los ranchos sin una luz.

La escasez trajo el descontento entre los peones. Ya no había qué comprar en la pulpería y nadie podía bajar al pueblo.

Desde su regreso había visto poco al amo. No se acercaba a los trabajos ni venía a hablarles, como lo acostumbraba antes. Ni se paraba con el caballo a la puerta de los ranchos a tomar café en totuma. Ahora se la pasaba encerrado en la casa solo, y cuando de lejos le veían la cara, era una cara malhumorada y como de enfermo.

A veces, en la oscuridad de la noche, una mujer bajaba de un rancho y se acercaba al corredor de la casa, entre los ladridos de los perros, hasta que la luz de la lámpara que salía por la puerta le iluminaba la cara agachada, las trenzas de pelo, la falda de zaraza y los pies descalzos.

– A ver si me hace la caridad de darme una velita para alumbrar los muchachos.

– Que se la den y que se vaya – decía la voz de don Manuel adentro.

Con todo, un día se murió un peón.

– Gualberto, usted sabe, el que vivía en el rancho de la Loma del Viento – le explicó el mayordomo.

Sintió otra vez frío en el espinazo.

De allí en adelante la cosa pareció regarse. Empezaron a morirse como moscas. Lo mismo que en pueblo.

Fornero ya no se asomaba ni al corredor de la entrada.

Un peón quemaba hojas y bosta de vaca para ahuyentar los miasmas. Casi no comía. Se había enflaquecido y consumido. Sentado en un mecedor se pasaba las horas solo. No se atrevía a respirar fuerte. Le parecía que si tomaba una gran bocanada de aire el miasma se le metería adentro.

El mayordomo le hablaba de lejos, desde la puerta.

– Ayer se murieron tres más. Teodoro el del corte, el tuerto Andrés y la mujer.

Cuando el mayordomo se iba, se ponía rezar entre dientes.

El mayordomo también cayó. Vinieron a darle la noticia con las mismas frases y con la misma descripción que ya tantas veces había oído.

Se quedó un rato como aletargado y perplejo. Ya no había como escapar de aquella cosa invisible que andaba por el aire matando.

Fue entonces cuando se acordó de la casa vieja, la antigua casa de la hacienda, abandonada desde hacía muchos años, que quedaba lejos, sin vecinos, en una cuesta solitaria, entre el bosque.

Se iría allí y se iría con un peón. Más nadie. Más nadie debería acercarse. Hasta que se terminaran las muertes del cólera y subieran entonces a avisarle.

Se acercó a la puerta a llamar un peón. El corredor estaba solitario y no se divisaba ninguna persona en los alrededores.

¿Se habrían marchado o se habrían muerto todos? Una sensación de angustia le oprimía el pecho.

Pero cerca se oía un ruido sordo y suave como de piedra de moler. Se fue acercando hasta el ángulo de la pared. Al otro lado estaba un peón en cuclillas amolando un machete sobre una piedra.

No le pareció conocerlo. El hombre había vuelto la cara. Sonreía. Era un moreno flaco, de nariz roma, gran quijada y una ancha dentadura blanquísima.

– ¿Cómo te llamas?

– Arcángel.

– Arcángel, ensíllame el caballo ahora mismo, recoge bastimento en la cocina para muchos días y me vienes a buscar aquí.

Y volvió a quedarse solo, sin ver el paisaje familiar, como alucinado.

Cuando, después de trepar por horas por entre los cafetales, llegaron a la casa vieja, le pareció más pequeña y más ruinosa de lo que recordaba.

Las yerbas habían invadido los rotos ladrillos del corredor delantero; el techo se había hundido en algunos puntos y por entre las cañas rotas asomaba el cielo, olía a moho, corrían sabandijas por las paredes chorreadas y de los rincones pendían espesas telarañas ahumadas. No quedaban más muebles que una mesa, una silla rota y algunos cajones manchados de esperma de viejas velas.

Con el abandono el bosque casi penetraba en las ruinas. Arbustos y zarzas llenaban el patio, en cuyo corredor interior Fornero hizo que el peón le colgase la hamaca.

Allí estaba echado por horas oyendo el viento en los árboles resonar con un sordo eco de soledad.

Allí cavilaba y tornaba a cavilar. Hasta que el peón se acercaba trayéndole de comer plátanos asados y guarapo.

Estaba seguro de no haber visto nunca antes aquel hombre. Conocía bien todos los peones de la hacienda y casi todos los vecinos del pueblo. Pero nunca antes había visto aquella ancha y chata cara morena.

Era silencioso y furtivo. Nunca se le oía, no hablaba sino para contestar por monosílabos. En veces Fornero salía a recorrer la casa y los alrededores, sin tropezarlo en ninguna parte. Llegaba a creer que se había ido. Pero bastaba que junto a una puerta o al desembocar al corredor dijera:

– ¡Arcángel!

Entonces lo veía aparecer. No acercarse, sino aparecer, como si hubiera estado allí mismo, invisible, pero junto a él, esperando la llamada o adivinándola.

Tentado estuvo de preguntarle de dónde venía; pero cuando iba a hacerlo, cuando le clavó la mirada en el opaco rostro, en la destellante sonrisa blanca, cuando empezaba a decir “Arcángel”, un súbito pensamiento lo paralizó.

Podía ser un hombre que había llegado a la hacienda huyendo de la mortandad en el pueblo. Podía traer con él el miasma. Prefería no saberlo.

Pero aunque Arcángel se retiraba luego, ya no podía apartar de su mente la obsesión de lo que pasaba en el pueblo. Veía los rostros de los amigos: el de Eleuterio, el de don Pantaleón, los de las Pérez, el de Nicasio el gallero. Era como si  se acercaran. Tenían el color amarillo. Todo el pueblo estaba amarillo. Por eso se había ido para la hacienda. Pero ahora se acercaba el mayordomo, también amarillo.

– Arcángel – gritaba con angustia.

La silueta del peón se inclinaba sobre la hamaca.

– No. No es nada. ¡Vete!

Ya había desaparecido de nuevo.

Era el respirar. En una de aquellas bocanadas de aire tibio entraba el invisible miasma. A la puerta del rancho lo habían respirado los peones de la hacienda que estaban muertos por la tarde.

Había que respirar más despacio.

Respiraban y empezaban a sentir aquella desazón, aquella flojedad de la barriga, aquel frío por dentro. Y a ir a ponerse en cuclillas horas y horas en el corral.

En cuclillas junto a un árbol, cerca de una piedra, mirando caminar las hormigas por sobre las hojas secas. Como estaba él haciéndolo ahora.

Sintió como un desvanecimiento. Un latido frío que le llegó hasta los ojos. El estaba haciendo lo mismo que los otros. La misma desazón en la barriga, la misma sequedad en la boca y en el pecho, el mismo zumbido. En cuclillas allí, en el patio.

– Y si…

– Arcángel – llamó entonces. Fue casi un murmullo. No podía pararse. No quería pararse.

A su lado estaba el peón. Le veía los pies descalzos y el deshilachado borde del pantalón. No podía levantar la cabeza. Era como un mareo. Más que levantar la cabeza, era como si fuera cayendo de espaldas.


*Pertenece a la colección de relatos Treinta hombres y sus sombras, publicado en 1949.


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