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“La balsa de la Medusa” (óleo sobre tela, 491 x 716 cm, 1819. Colección Museo del Louvre, Francia) / Théodore Gericault

Por BEATRIZ SOGBE

Durante meses los venezolanos que no nos dedicamos a la política, aquellos que no somos activistas, sino sufridos ciudadanos, aquellos que tratamos de ver las cosas con la serenidad de los que estamos en la acera del frente, para tratar de verlas con imparcialidad, hemos sentido, por momentos, sentimientos de esperanzas, de libertad y también de desazón e incredulidad. En ocasiones creemos. En otras desconfiamos. ¿Vemos espejismos de libertad o son reales las percepciones? ¿Estamos como los tripulantes de La balsa de la Medusa de Théodore Gericault (Francia, 1781-1824)? Trataremos de explicar, para el foráneo, nuestros sentimientos actuales.

Los hechos
El 17/6/1816 partía de la Isla de Aix (Distrito Rochefort), en Francia, un convoy compuesto por cuatro embarcaciones: la fragata Medusa, la corbeta Echo, el bergantín Argus y el buque bodega Loire. El equipo tenía como misión tomar posesión de la colonia de Senegal, la cual era devuelta por los británicos, bajo los términos franceses de la “Paz de París”.

Se designó capitán del convoy al vizconde Hughes Duroy de Chamerys, un hombre de muy poca experiencia. Consiguió la misión como un acto de favoritismo político. Las consecuencias de colocar al mando de esas embarcaciones a una persona sin pericia, serían catastróficas. Viajaban en ese grupo el gobernador designado para Senegal, coronel Julien Schmaltz, y su esposa. Partieron cerca de 400 personas, entre tripulación y pasajeros.

El alférez Mauret le indicó al capitán que estaban cerca del arrecife de Arquin y podían encallar. Precisamente, por su impericia, desatendió las advertencias del alférez y la Medusa se adelantó a las otras tres embarcaciones. Debido a la velocidad que llevaba, pierde el rumbo y desvía su curso de 100 km. Encalló en un banco de arena. Este será el inicio de unas de las tragedias más espantosas que enlutó y avergonzó a la Francia del siglo XIX.

Fue imposible liberar al barco y los aterrorizados pasajeros intentaron salvar los 60 km que los separaban de la costa africana (cercana a la actual Mauritania), en seis botes. Pero no eran suficientes para acoger a los desesperados sobrevivientes. Solo había espacio para 250 personas. El resto se apiñaría en una balsa construida apresuradamente, que medía 20 metros de largo x 7 metros de ancho, fabricada con los restos del navío.

Se plantearon que esa balsa sería remolcada por los seis botes. Pero el plan –originalmente bien concebido– fue abandonado por el egoísmo. Al llegar el momento de abordar la balsa ninguno de los oficiales quiso unirse. Empezando por el capitán. No se respetó la asignación de los puestos. Y al subirse las primeras cincuenta personas la balsa se hundió unos 70 cm. Entonces empezaron a lanzar al mar los barriles de harina y la balsa subió. Se montaron a la balsa, que estaba amarrada a unas cuerdas, a los gritos vehementes e irracionales de “¡Viva el rey!”. En ese momento, diecisiete personas decidieron no subir a la balsa y quedarse, a merced de su suerte, en los restos del barco encallado. Y comenzaron a arrastrar la balsa, pero a los pocos kilómetros, se soltaron las amarras. O las soltaron. Y quedaron a su destino, sin una brújula, sin un plano, sin un remo, ni timón.

Sin nadie al mando, sin nadie a quien respetar, de inmediato comenzó el caos. La primera noche veinte hombres se suicidaron. O fueron asesinados. Tenían como único sustento un saco de galletas (que se consumió el primer día), dos contenedores de agua (que se fueron por la borda en la primera pelea) y unos barriles de vino. Esa noche hubo una tormenta y los hombres se amarraban a la balsa para no caer. Otros fueron vapuleados por la tormenta. La segunda noche comenzaron a ver espejismos y, algunos, se lanzaron voluntariamente al mar. Esa noche hubo una matazón espantosa. Para la tercera noche empezaron a abalanzarse sobre algunos cadáveres y practicaron antropofagia. Ya para ese momento había muerto la mitad de los pasajeros. Algunos robaron las joyas y objetos de valor de los más adinerados, para codicia personal. Era un momento en que no había distinción de clases, color o posturas. Posteriormente, otras noches, peces voladores atravesaron la barca y se los comían mezclados con carne humana. En la odisea, hubo tres motines. Finalmente, para el séptimo día, quedaron 27 hombres de los cuales solo quince estaban sanos. Decidieron asesinar, a sangre fría, a los heridos –enfermos, sedientos, heridos a cuchilladas o cualquier otro asunto–, para sobrevivir 15 hombres, con la excusa de que igual morirían. Fueron momentos de delirio y, por momentos, veían una señal de un buque, que venía en su rescate. Una mariposa blanca un día se posó en los mástiles y pensaban que la costa estaba cerca o que era un augurio de salvamento. La realidad fue que nadie salió en su búsqueda.

Para el día 13 del naufragio, por casualidad, apareció el bergantín Argus que los rescató. El resto de personas que quedaba en la maltrecha Medusa tuvieron que esperar 42 días, para ser redimidos. Tampoco los recordaba nadie. En esa larga espera, doce decidieron hacer otra balsa y se lanzaron al mar. Solo sobrevivieron cuatro hombres que esperaron, pacientemente, su destino.

No hace falta rememorar los miles de detalles de horror y sufrimiento narrados por los sobrevivientes para imaginar la desesperación de esos caóticos días, en donde el desorden, la anarquía y las peores pasiones humanas afloraron.

La tragedia dividió a Francia. Los bonapartistas atacan a los monárquicos. Al capitán incompetente lo tildaron de realista y cobarde. Se criticó a los monárquicos por su insensibilidad ante los que estaban a su mando. A los sobrevivientes se les cuestionó la manera como habían sobrevivido, el robo de las joyas y sus interpretaciones de los hechos. A Francia, que nunca se planteó su búsqueda y rescate. El naufragio se interpretó con la decadencia del Estado.

La pintura
Gericault –al igual que el resto de Francia– se conmocionó con la tragedia. Resolvió pintarla y enviarla al Salón. Decidió separarse del clasicismo de David y de Ingres y se identifica con Miguel Ángel, Caravaggio y Goya. Decidió abrir la vena del realismo, a través de Daumier y Courbet y junto con Manet, sería el punto de partida del impresionismo. Comenzó a resolver el lienzo, que se convertiría en un ícono del romanticismo francés: una pintura enorme de 491 cm x 716 cm. Entrevistó a dos de los sobrevivientes y se rapó el cabello para concentrarse en el tema. Hizo modelos de los náufragos, fue a la morgue para ver ahogados e hizo miles de bocetos previos. Decidió enviarlo al Salón, pero en un acto de cobardía, para no molestar a los jueces y a los políticos, lo tituló Escena de naufragio. Algo muy necio porque el siniestro había ocurrido apenas tres años antes y estaba en la memoria colectiva. Su motivo fue la energía, la fuerza interior, la locura, la razón y la muerte. Empezó en 1818 y tardó un año en pintarlo. No hay heroísmo, no hay gloria, solo desastre. Interpreta el sentimiento popular. Un sentimiento que es esperanza y desesperación. Vida y muerte.

Nuestra balsa
He rememorado –de manera sucinta– la tragedia de la balsa para recrear la sensación que nos embarga. Marchamos “conducidos” por seres sin experiencia, escogidos arbitrariamente y sin la menor idea de lo que quieren hacer. No se tienen los códigos de honor de un experimentado y digno capitán que, al ver el naufragio, no solo se suma a sus pasajeros y renuncia a la dirección del barco. La impericia y fines personales solo presagian desastre. Constantemente, vemos espejismos. Queremos ver al Argus que nos rescata en todas las formas inimaginables. Mientras tanto algunos huyen desesperados, con la esperanza de que otras tierras los acojan. La muerte sobrecoge. Como en la pintura vemos a miles de jóvenes muertos, que lo dieron todo por la salvación. No tenemos brújula, ni planos de guía. Nos abandonan a nuestra suerte o la misma se dilucida, en unas mesas de negociación, en países tan remotos que ni idea tienen de nuestra tragedia. La carestía de los insumos nos agobia. Una moneda que no entendemos y que solo se homologa con precios abusivos, en dólares. La corrupción se convierte en un mecanismo. Un engranaje que comienza en las más altas esferas del poder y que mina hasta el más humilde empleado de una institución pública que, agobiado por la crisis, el hambre y la desesperación, es también incitado a cometer hechos ilícitos. Parece que el mecanismo perverso arropa, arrastra, envilece. Es una máquina muy bien articulada desde el nivel más alto al más bajo. Y así como Gericault rechazó la concepción clásica del arte, nosotros queremos rechazar toda esa falta de valores, de ética. Hechos que lanzan a los venezolanos a irse, como parias sin rumbo. Para la tripulación de la balsa hubo momentos en que no había esperanzas y se lanzaron a la muerte. Y momentos de esperanza, a los que los ilusos se adhieren, con desespero. Los que somos incrédulos somos cuestionados. Hay que creer, como un acto de fe irracional. ¿Será que no existe otra posibilidad? ¿Será posible que los políticos dejen de hablar de sus astucias y se coloquen al lado de la gente y sentir su dolor? ¿Será posible que piensen en los ciudadanos y no en sus ambiciones? ¿Será posible?

Julio, 2019


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