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Nuestro amigo común: La aventura

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Por NARCISA GARCÍA

Michelangelo Antonioni trabajó con Roberto Rossellini, al igual que su contemporáneo Federico Fellini: ambos serían pilares del posneorrealismo y abordarían la burguesía y aristocracia italianas, sin embargo la aproximación de Antonioni es muchísimo más sutil que la de su colega. Los asuntos existenciales continúan allí, pues ambos realizadores vieron en la sociedad la llegada del nihilismo, el sinsentido y la desesperanza modernas, pero la cámara delicada de Antonioni suele exponer estos conflictos con hondura psicológica y composiciones exquisitas, a veces recorriendo el cielo de la ciudad en planos largos, otras usando el color como lo haría un pintor moderno.

La mayoría de los personajes de Antonioni están en el vacío e insisten en llenarlo con encuentros sexuales y deliberaciones efímeras sobre temas intelectuales. Son personajes llenos de desesperación que se comportan livianamente, similares a muchos de los personajes de Milan Kundera. Los argumentos son mínimos. La verdadera proeza se encuentra en el acercamiento a la vida interior de los personajes. Con gestos diminutos Antonioni muestra la cosa al mismo tiempo que su significado. Acompaña las escenas reveladoras con planos largos y mudos, muestra objetos y la naturaleza para dar marco psicológico a la trama.

La aventura (Michelangelo Antonioni, 1960), dice Roger Ebert, es un apasionado grito silencioso de desesperación. En una película con un solo elemento del cine de intriga, la desaparición de uno de los personajes, es sorprendente cómo esa única característica no tiene grandes consecuencias sobre el resto de los personajes, en el sentido de que no pareciese ser un conflicto por resolver efectivamente. Como en Psicosis, la desaparición de este personaje pareciese ser casi un MacGuffin, pues se pensaba que se contaría con su presencia durante toda la trama. Sin embargo el resto de los elementos que hacen La aventura no calan de ninguna manera en un género como el de intrigas. Los personajes dejan atrás rápidamente los incidentes y se dedican a ver pasar el tiempo y su dinero en relaciones que no les satisfacen sino momentáneamente, por instantes en los que olvidan el tedio de sus vidas. Sandro; el padre de Anna, Claudia, todos continúan como arrastrados por la necesidad de hacer algo, cualquier cosa, para no pensar en sus vacíos.

La escena final es especial. De nuevo volvemos al amanecer frío y solitario de La dolce vita de Fellini. Claudia ha ido a ver a Sandro. El plano en el que vemos la mano de Claudia acercarse a Sandro es magistral: el consuelo por un dolor real y el primer contacto en toda la película que en realidad algún personaje necesita, alejándose así de la liviandad del contacto sexual, que aquí supone solo un contacto fatuo. Lidiar con la desaparición del personaje es una manera de poner la moral del resto a prueba y de establecer un misterio que no puede ser resuelto jamás: una sentencia frente a las sociedades modernas que han perdido la capacidad y el valor de hacerse preguntas acerca de los misterios del alma humana y de Dios, y que solo quiere seguir andando, mantenerse en movimiento porque detenerse significaría enfrentar a la nada.

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