Por ALFONSO TUSA
El automóvil convertible plateado, de aspecto de burbuja y neumáticos tan delgados que parecían llantas de goma, se detuvo imperceptible frente a los escalones desgastados que conducían a la entrada del teatro. Un hombre de camisa desgastada blanca manga larga, al que le faltaban al menos dos botones y rasgos faciales angulosos disimulados bajo una espesa barba marrón, se apeó de un vehículo con varios parches de masilla que parecían más bien pedazos de papel tapiz, con la vista girando 360º, sonrió al escuchar el sonido de la chapas de cerveza y el impacto de las bolas de pool que venía desde el bar de Rafael López. El señor Julián casi se cae al tropezar con el riel de la puerta corrediza con rombos de listones metálicos. “Mr. Connery… Mr. Sean Connery…”, susurró intentando disimular la emoción. En dos saltos llegó hasta el carro y le extendió un papel al barbudo. De inmediato Bond saltó al puesto del piloto y le hizo señas al señor Julián para que subiese como copiloto. Tomó tres equinas de la plaza Montes a velocidades inimaginables, hasta que el señor Julián hizo señas para que se detuviera justo detrás de la ceiba de la farmacia. “¡Caramba Mr. Connery, ahora sí sé que los que dicen que usted utiliza doble para las escenas peligrosas son unos habladores de paja!”. Bond esperó que el señor Julián abriera la puerta del garaje y hundió el acelerador con un estruendo de mil truenos, cuando se estacionó de forma casi imperceptible, el señor Julián permaneció petrificado por casi un minuto.
Mis hermanos tenían un código muy especial para comunicarse las novedades en las carteleras de los cines de Cumanacoa si la película iba a ser proyectada en el Royal. Felipe decía: “Viruta y Capulina van a pintar la pantalla del Royal en ‘Dos Pintores Pintorescos”. Si la exhibición iba a ser en el Gardel, Jesús Mario comentaba con cierto titubeo en la voz que: “Sean Connery debe llegar al Gardel a eso de las siete para interpretar al agente secreto James Bond en Dr. No”. Siempre que les reclamaba por donde había llegado James Bond que no lo había visto entrar al Gardel, ellos se escrutaban con una mirada cómplice y explicaban que Bond siempre llegaba como a las cinco de la tarde, cuando en los alrededores del Gardel solo está Jesús “Macarrón” vendiendo raspao y el perrocalentero. Cada vez que me acercaba a preguntarles, se me quedaban viendo entre sonreídos y extrañados. Entonces Felipe y Jesús Mario decían que Bond, como buen agente secreto, llegaba de incógnito, nadie se daba cuenta, siempre llegaba disfrazado. En aquella película Dr. No fui como siete veces al baño, cada vez que alguno de mis hermanos tenía que traerme de vuelta a los bancos vinotinto de la galería. “No vas a poder ver ahorita a Sean Connery detrás de la pantalla ¿No ves que está trabajando en la película?”. Pero yo insistía que tenía que presentarse una oportunidad de hablar con él cuando saliera de escena, “…si ustedes no vinieran a buscarme, seguro que ya hubiera conversado con él”.
Por más que el señor Julián le entregara otro papel mientras James Bond estaba sentado en un banco de la plaza Montes disfrutando de la brisa cálida del atardecer, este guardó el papel en el bolsillo de la camisa desgastada. Intentaba compaginar, enhebrar las imágenes que guardaba de la filmación de Dr. No en Jamaica, para terminar de adaptarse a los gradientes de calor, a la intensidad de los colores, al misterio de los sabores de las frutas como aquellas esferas verdes oscuro que mostraban asomos anaranjados al precipitar del árbol y estrellarse contra el cemento de la plaza. Los sonidos de las pelotas de pool le traen imágenes de la película mientras juega un particular lance de golf donde un vaso transparente hace de hoyo número uno, el timbre del teléfono resquebraja la magia del momento y Bond levanta el auricular impasible. Busca imágenes en las películas de por qué se está cansando del personaje, y concluye que no se trata de que James Bond le disguste o le empalague, es que necesita más sosiego, más solaz y los productores de esas películas pretenden un ritmo de casi dos películas anuales. Le cuesta levantarse de aquel banco de listones de madera pintados de verde y blanco en una alternancia que le recuerda las películas que hacía mientras esperaba la próxima entrega de James Bond, como Marnie (1964), dirigida por Alfred Hitchcock, The Hill (1965), dirigida por Sidney Lumet, o A Fine Madness (1966). Todas con algún toque de suspenso, como la obsesión del viudo por una mujer que es ladrona compulsiva en Marnie. Siempre exigía la intriga y la sorpresa en sus papeles constituía la prueba de que siempre le gustaba superarse en cada actuación, transmutarse en una diversidad muy extensa de personajes muy disímiles.
Cuando a duras penas se levantó del banco, al quinto intento del señor Julián por mostrarle el papel, ya las garras de la penumbra arropaban las calles de Cumanacoa. Luego de estirar el cuello en varias direcciones, como buscando algún facineroso disimulado, algún asesino oculto, Bond se ajustó la barba de fieltro a las mejillas, templó las mangas de la camisa raída sin algunos botones. Cuando avanzaba por el Concejo Municipal, frente a la plaza Bolívar, las zancadas de Bond se multiplicaron al detectar alguna curiosidad en los transeúntes. La monotonía del timbre aún rasgaba la oscuridad de las siete de la noche. Bond ingresó por el acceso de la preferencia, mientras avanzaba por el pasillo se iba despojando de la barba de fieltro y la camisa raída. Pasó raudo por la separación de galería, justo cuando subía las escaleras de la tarima debajo de la pantalla, el proyeccionista detuvo la película y se encendieron las luces gradualmente hasta quedar en una penumbra más cercana a la oscuridad. Entonces Bond sorprendió con un castellano fluido aunque jaspeado del dialecto de las islas caribeñas donde se habla español. Mientras disertaba de sus impresiones de Cumanacoa y de lo interesante que podrían ser sus cañaverales para desarrollar una trama de persecución, me escabullí al baño y lancé la mirada detrás de la pantalla. ¿Era que James Bond se había escapado de la película o de verdad había llegado de incógnito a Cumanacoa?
Muchos años después, más o menos a mediados de los 90, visité Cumanacoa y lamentablemente lo que sobrevivía del teatro Gardel era la fachada de dibujos en relieve de la parte superior, las ventanas del balcón. La entrada la habían convertido en el mostrador de un local comercial rentado o comprado por unos chinos. Como me contara uno de mis amigos del pueblo, “aquí no hay cultura de acervo histórico, a muy duras penas algunas personas guardan memorias de lo que significó cierto lugar y los acontecimientos que allí ocurrieron. En algún momento, como abogado y funcionario público, intenté introducir ante las instancias pertinentes un recurso para recuperar la planta física del antiguo teatro Gardel, con la finalidad de convertirlo en museo, la respuesta de las autoridades fue mirarme con una sonrisa irónica”. Pasé con la excusa de buscar unas papas, leche en polvo y café. Aún quedaban restos del recubrimiento acolchado de las paredes de preferencia y galería, las que mejoraban la acústica del local. Fue inevitable escuchar el tema de las películas de James Bond y el escalofrío de la oscuridad rasgada por el suspenso.