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Homenaje a Armando Rojas Guardia: La luz de lo que dices

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Por MARÍA ELENA RAMOS 

UNO

De eufemismos está llena la vida cotidiana, por la necesidad de encubrir el dolor, o de darle forma en una sonoridad más llevadera. Hay entonces otro modo de enunciar “cuando las personas queridas mueren”, para decirlo más leve, o más cobardemente acaso: “cuando las personas queridas se van yendo”.

Con la partida de Armando Rojas Guardia se me hace cada vez más presente lo que está sucediendo con dolorosa frecuencia en estos tiempos de cuarentena: la doble tristeza de perder a un ser que ha sido especial para nosotros, y la dificultad de acompañarle en esos últimos momentos de estar y de no estar —en el velorio, la misa, la cercanía de los amigos, y tantos otros instantes necesarios o indecibles—. Estoy dándole vueltas a este doble dolor en estos días. Así de duros están siendo estos modos de la cuarentena. Por eso el espacio del corazón y el de la memoria tienen que extenderse ahora para compensar en algo los vacíos que se nos vienen desde el aislamiento, la soledad y la muerte.

DOS

Armando querido,

Escribiste alguna vez un poema titulado Falta de mérito, y allí decías:

… si yo fuera capaz de parecerme

al objeto real de mi escritura

(al agua misma cuando escribo agua,

al vaso limpio cuando escribo vaso)

(…)

si yo fuera capaz de nombrar árbol

como esta tarde el árbol se mostraba

a sí mismo en la quietud del parque

(…)

yo entraría en la luz de lo que digo.

(Antología poética. Monte Ávila Editores, 1993)

Décadas después tengo otro libro entre mis manos, tus diarios de 2015 a 2017 que publicaste como El deseo y el infinito (Seix Barral, 2017). Siento que llegaste a encontrarte aquí con aquella tan ansiada luz de lo que dices, y fuiste capaz de nombrar árbol y paraulatas y buganvillas y parques de esta ciudad enloquecida y amada donde habitas, encarnando en palabras de diario tanta realidad del mundo de aquellos días precisos. Y convertiste, más aun, en relato de ti mismo una nueva conciencia de felicidad cuando decías, “la palabra le concede a la conciencia de la felicidad una insoslayable gravitación corporal, le da, efectivamente, cuerpo, la conduce a resonar al unísono en los nervios de la sensibilidad y en las vísceras del alma, allí donde la interioridad de la carne se hace epifanía”. Y pienso que se hace epifanía porque se hace palabra a la manera que aspirabas: haciéndola parecerse a ti mismo como al objeto real de tu escritura. Dejas allí entonces el testimonio de un tiempo más reciente, marcado por la esperanza, la reconciliación y la alegría. (“He redescubierto la alegría como eje axial y centro explícito de mi vida mental. (…) Afirmando la dicha al formularla en las palabras le otorgamos un espesor de materia concreta, una física tangibilidad”).

Copio ahora lo que te escribí cuando ibas llevando ese diario y me lo enviaste aun inconcluso para continuar nuestro diálogo, intermitente a lo largo de los años desde nuestros primeros encuentros en el Taller Calicanto, donde cada lunes por la noche nos recibía nuestra inolvidable Antonia Palacios en su casa de Altamira.

En 2016 te escribí entonces: “Es un diario de ti mismo, pero también de la cultura en que has vivido, en la que vives. Es mirar todo eso que es otro desde tu propia vivencia, haciéndolo tan plena e irrenunciablemente tuyo…  Eso sucede a veces, solo a veces, con la historia, la religión o la filosofía, cuando hay seres que se preguntan —y nos obligan a preguntarnos— qué de aquellas ha anidado realmente en nosotros, qué de ellas no solo se estudia y se analiza sino que se convierte en experiencia personal y única o, en los casos más luminosos, en verdadera poesía.

Lo que he leído es un recorrido vital y valiente. A la vez exultante y sutil (y, en eso, como siempre has sido: ahora en tu diario como antes en tu poesía). Estas confesiones en proceso revelan que estás en una edad de deslastramiento de miedos y de culpas. Y si ese que escribe muestra que está viviendo un tiempo de liberación y autoconocimiento, paralelamente deja ver su saber más amplio de la experiencia humana, que abarca a muchos distintos y que para expresarse se mueve libremente entre el género de la confesión, la psicología contemporánea y las parábolas bíblicas.

Me gusta ese movimiento entre Pascal y Montaigne… gozosamente, conscientemente asumido. Hay momentos que recuerdan a Quebrada de la Virgen o al Dios de la intemperie, pero ahora escrito como el día a día de alguien más ligero de peso, que fue poniendo a un lado distintas solemnidades: de la familia y la tradición, de la religión, del sexo, de grandes ideas universales e incluso a veces de la propia palabra poética.

Me gustaron tus anotaciones de diciembre, en Navidad y Año Nuevo, y la experiencia de los ejercicios de Ignacio de Loyola, a la vez tan universales y tan íntimos.

De la risa, la raqueta y el error… Disfruté esa confrontación, con humor, de tu propia vulnerabilidad, y sé del alivio que da el aceptar lo mucho que no sabemos hacer bien, disminuyendo presiones: de los otros y sobre todo de nosotros mismos. ¡Cuán aliada es en estos casos la risa sobre uno mismo! Me gustó entonces verte crecer en ese espacio que te ofrecía tu fracaso con la pelota vasca, la no-lograda aun, pero sí capaz ya entonces de darte ‘la calidad espiritual de esa risa’. Cada uno de nosotros tiene con certeza algún frontón que le ha amenazado… o que todavía lo hace. Hay que agradecer las ocasiones en las que el frontón fue un obstáculo, pero luego también un obstáculo superado. Y mejor aún si ese obstáculo llega, más simplemente como aquí, a darte risa. El humor hacia ti mismo te hace avanzar, te hace dar saltos. Un obstáculo puede ser sobrepasado también con la risa.

Es bueno lo que te dice Jonatan sobre el infierno como ‘la enemistad consigo mismo’. Me gusta más que aquella frase de Sartre: ‘El infierno es el otro’. Pero acaso las dos frases podrían encajar dentro de alguien sufriente en algo que puedo enunciar como ‘el infierno es la enemistad consigo mismo solo cuando este se percibe como otro’. Altibajos en el camino de encontrarnos. Y juegos de palabras que no suelen gustar a los académicos. En cualquier caso, aquí en estos diarios te encuentras contigo mismo, no siento que te percibes ajenamente ya como otro.

Me regocija por ti esa palabra que te adjudicas ahora: ‘reconciliado’. Es algo que cierra y abre, que concluye pero a la vez proyecta: un movimiento, una energía que traspasa puertas para moverte más allá… de tantas cosas. Más allá del goce de ti mismo por lo que has alcanzado, y también por aquello de lo que te has deslastrado, aunque sea parcialmente. Acaso lo defina bien ese ‘bienestar bachelardiano’ que mencionas en tu diario”. (Hasta aquí el fragmento de mi correo de 2016).

TRES

Has conocido con dolor cuatro marginalidades que confiesas la del cristiano en una comunidad intelectual donde has resultado con frecuencia “atípico, excéntrico”; la marginalidad de ser poeta dentro de una sociedad “productivista y económicamente competitiva”; la del homosexual “en una sociedad falocrática y machista” y la del paciente siquiátrico “expulsado del marco social y encerrado policialmente”—. Y reconoces que esas marginalidades, al interconectarse, configuran una vocación de soledad: “En virtud de ellas, yo soy vocacionalmente un solitario. (…) Cristiano, poeta, homosexual y paciente psiquiátrico son sendas periféricas que me llevan, así lo espero, a la centralidad existencial inédita (…). Estas cuatro marginalidades me ubican, en efecto, aquí y ahora dentro de la Venezuela de hoy en un lugar-otro, a contracorriente (…) yo las elijo como mi vía personal de acceso al centro”.

Así, reconciliado, puedes ahora de manera más transparente explicarte a ti y a los demás esa confianza fundamental y fundante que te anima; esa relativa paz que has alcanzado —luminosa y serenamente al fin— en tus años más recientes; esa capacidad de ir dosificando el trance de otros tiempos más tormentosos. Tus últimas décadas, además, han multiplicado a tu alrededor el seguimiento de distintas generaciones, la compañía solidaria y los afectos. Algo se ha reducido entonces de aquella soledad que reconocías. Has contado con el amor de muchos, aquella bendición tan especial de la que hablaban los antiguos.

Ahora que te has ido (ojalá que a encontrarte con aquel Lord que cantaba Mahalia Jackson reservándole a esa nítida palabra la nota más pura de su voz en ese godspell que tanto te conmovía) quiero celebrar la coherencia subterránea de tu vida, la dimensión del legado que nos dejas, la hondura y belleza de tu poesía y la sincera entrega de ti mismo en esos diarios recientes, escritos gozosamente entre el deseo y el infinito.

CUATRO

Intuyo, con respecto a la fe, que hay dos tipos de seres afortunados: los que creen plenamente, o al menos lo hacen con sincera intensidad la mayor parte de sus días, y los que no creen —y ese no creer lo practican (sedicentemente al menos) con su mayor certeza—. Los otros, los que vivimos en esa zona intermedia que es el terreno lábil de la duda, no somos tan afortunados como ustedes los que estarían en cualquiera de esos extremos aparentes. Aquí la voz de Mahalia solo podría entonarnos acaso un Lord vacilante y confuso, pues no vivimos en la certeza, pero tampoco en esa otra extraña certidumbre de la descreencia. Ni paraíso-e-infierno, ni tampoco la nada del descampado radical; solo este sitio precario, cuerda floja y límite que se desplaza entre ese clamar “Dios mío” ante la incertidumbre de los días y ese inmediatamente preguntarnos “pero Dios, ¿realmente existes?”. Y otra pregunta, encadenada, escuece: ¿podrá algún día desaparecer el signo de interrogación que unas veces parece afirmar y otras negar… cíclicamente?

Mientras tanto yo celebro que haya tantos que, como tú, mi querido Armando, enuncien la palabra Dios sin signo de interrogación alguno, simple y jubilosamente como “Dios, existes”. Y de esa certeza da fe precisamente el brevísimo escrito que nos dejaste en tus últimos días: “Dicen que en el centro del huracán hay un eje de incólume calma. Es lo que siento ahora. En medio del malestar físico y el torbellino anímico Dios me ha concedido mantener una serenidad subyacente, un equilibrio psíquico, imbatible, que constituye un tesoro de la gracia. Sé que estoy en las manos del misterio inefable que llamamos Dios y de su tácita y explícita voluntad. Mi relación con ese misterio es una historia de amor, un antiguo romance. Él es para mí lo que ha sido siempre, desde mi remota niñez: el Amado. Estoy seguro de que, pase lo que pase conmigo, no me abandonará. Incluso en la hora de mi muerte podré decir, en virtud de ese amor indefectiblemente leal: ‘estoy a salvo”.

En ese modo de creer confieso tener una envidia de ti… no tan secreta ya. Pero también intuyo que no estoy sola en este sentimiento.

Queriéndote mucho, siempre…

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