Vivimos bajo la sensación generalizada de que Venezuela está al borde de un cambio inminente. Quisiera preguntarle por lo deseable: ¿nuestro país necesita reconstruirse o requiere de cambios muy profundos, estructurales?
No me gusta la idea de reconstruir desde la perspectiva de comenzar de cero o de la vuelta al pasado. Prefiero pensar en un profundo cambio de rumbo, en la afirmación de unas bases estructurales muy diferentes a esta mezcla de estatismo con populismo, de caos con cultura de dependencia que hemos vivido por dos décadas.
Refundar el Estado debería comenzar por ajustarse a lo que la Constitución establece como sus fines y responsabilidades. El problema arranca cuando el Estado quiere hacer lo que debe hacer el ciudadano. Venezuela comenzó a perder el rumbo con la reversión petrolera en los años setenta. El manejo del negocio petrolero directamente por el Estado significó el inicio de esa deformación del gigantismo y de la asunción de tareas que no le corresponden. Es preciso pensar en un Estado pequeño, orientado a atender lo fundamental –educación, salud, seguridad ciudadana, aplicación de la justicia, infraestructura– y al diseño de políticas básicas para alentar la producción en todos los campos. Al tratar de ser empresario el Estado entra en conflicto de intereses y asume actividades para las cuales no está preparado y en las que compromete los bienes públicos. El Estado empresario desalienta la iniciativa de los ciudadanos, crea una forma de competencia desleal e improductiva, pierde su condición natural de guía y fiscalizador y termina descuidando sus objetivos y obligaciones básicas. De quienes aspiran a la conducción del Estado o, en general, a la política, cabe esperar una preocupación más centrada en la gente que en los negocios.
Al pensar en la reconstrucción habrá que considerar que hay áreas de actividad que no podrán ser recuperadas. Es mucha la dimensión de su deterioro, pero además responden a una realidad que ha cambiado en términos de tecnología, de rentabilidad, de prioridad. La actividad petrolera y las directamente derivadas de ella deberán seguir siendo prioritarias, pero sobre bases más cónsonas con la globalidad del negocio energético y los cambios tecnológicos, y con una mayor participación del sector privado nacional y extranjero.
Las bases para el cambio están en la renovación de las ideas, en la capacidad de dibujar el nuevo modelo a partir de nuestras propias capacidades y desde una visión actualizada de un mundo en acelerada transformación en todos los órdenes. En la recuperación hará falta priorizar. No es solo poner orden en las finanzas. Será indispensable reinventarse tanto en los sectores de la producción y la comercialización como en el de los servicios. Habrá, por ejemplo, que desarrollar en gran escala el turismo y convertirlo en fuente de empleo y de divisas, para lo cual hay que comenzar por resolver el grave estado de la seguridad ciudadana.
A lo largo de estos veinte años, en distintas oportunidades, los sectores democráticos han mostrado dificultades para acordar políticas unitarias frente a la dictadura. ¿Qué explica esta tendencia al desacuerdo? ¿Son negativos estos desacuerdos? ¿Hay en nuestras prácticas políticas una tendencia a la confrontación, aún cuando existan objetivos en común?
Posiblemente lo que ha hecho más falta es, precisamente, coincidir en el objetivo común, en la idea central de lo que queremos como país, y luego tener la paciencia y la perseverancia para desarrollar un proceso complejo, asumiendo el esfuerzo que exige y postergando las legítimas expectativas grupales o partidistas. Contra la posibilidad de acordar políticas unitarias han atentado unas veces las diferencias en el cómo, otras la inseguridad, los personalismos, la falta de continuidad en el esfuerzo, la imprevisión respecto del día después, la percepción misma de la naturaleza y las estrategias de la estructura a superar.
Olvidamos por momentos que la democracia se construye sobre los acuerdos pese a las diferencias, no sobre la unanimidad y menos sobre la imposición. Se han vivido importantes momentos de unidad, pero han prevalecido las diferencias en los momentos en los que era más necesario aparcarlas. Hay que rescatar, sin embargo, el valor de la diversidad como espacio para la libertad y factor indispensable para impulsar el cambio y el dinamismo de la renovación.
En medios de comunicación y redes sociales viene produciéndose un fenómeno: persistentes manifestaciones de nostalgia hacia el país previo a 1999. ¿Es posible que el deseo de cambio oculte, en alguna medida, un deseo de volver atrás? ¿Es retrógrado el deseo de volver atrás?
La nostalgia por sí sola no es constructiva. En el caso venezolano no creo que se trate del deseo de volver atrás. Prefiero interpretarla como la aspiración a recuperar la convivencia, la paz, un buen grado de calidad de vida y la esperanza. Hay una nostalgia que se explica por la sensación de que se vivía mejor y por la experiencia real de una economía con un ingreso per cápita más alto, menor inflación, un crecimiento efectivo, visible en comercio, en infraestructura, en servicios, en empleo, en oportunidades. Observo también nostalgia por los valores de lo venezolano, los de nuestra idiosincrasia pero también los que fueron penetrando gracias al buen contagio de una inmigración que aportó su cultura de la estima por el trabajo, la educación como base del crecimiento, la especialización, la disciplina, el concepto de familia.
No es realista la pretensión de regresar en el tiempo. La visión con más capacidad para movilizar, para inspirar, para construir es, al contrario, la del futuro, la del país que queremos ser.
¿Qué reivindicaría del período 1958-1998? ¿Es factible recuperar algunas prácticas de esas cuatro décadas?
Diría que hay que distinguir al menos dos etapas, la del 58 al 75 y la que llega al 98. La primera puede dibujarse como la de un gobierno ocupándose de lo fundamental y una industria petrolera creciendo en manos de las operadoras y produciendo la renta que permitía el sostenimiento del Estado. A partir del 76 el gobierno decide operar directamente la industria petrolera y las industrias básicas. Por unos años se mantiene la división de roles: la industria petrolera conserva básicamente su independencia en materia operativa y el Estado cumple su función fiscalizadora y recaudadora. El equilibrio comienza a ceder cuando se elimina la figura de las filiales operadoras y la casa matriz es influida de alguna manera por el juego político. Con Chávez se radicaliza este proceso hasta el punto de hacer de Pdvsa claramente un actor político, que no solo produce la renta sino que se ocupa de una diversidad de actividades que no le son propias.
En conjunto, no hay duda de que el período 1958-1998 fue un tiempo de construcción de las instituciones democráticas, tiempo en el que convergieron muchas fuerzas para generar un modelo de convivencia y para alentar el crecimiento y la esperanza. No fue el país perfecto, pero sí un período que dejó huella positiva. Quizá lo más importante fue el clima de libertad y de libertades, la apertura al mundo, la condición de país que mira al futuro con confianza. Operó el concepto mismo de institucionalidad en todos los órdenes. El ejercicio democrático contó con los partidos políticos y con la participación de la sociedad. El país sacó provecho de las posibilidades abiertas por el petróleo y su riqueza. Eso es lo que hay que rescatar y recuperar. Mucho nos serviría para el futuro preservar la memoria histórica de ese período, sobre todo después de la enorme campaña de desfiguración desarrollada en estos últimos años. Las generaciones no nacidas en democracia tienen derecho a esta memoria.
¿Hay factores o energías en la cultura política venezolana que nos permitan ser optimistas ante la necesidad de cambio? ¿O es razonable la sospecha de que el deseo de un poder clientelar y distribuidor de subsidios sigue siendo un paradigma de una parte importante de la sociedad?
Uno de los mayores daños infligidos a Venezuela en estas dos décadas ha sido la siembra sistemática de una cultura de la dependencia. La crítica a la dependencia petrolera ha coincidido, contradictoriamente, con el fomento sistemático de una perniciosa cultura de la dádiva, del clientelismo, de la sumisión, cultura alimentada en las consignas de país rico, de Estado todopoderoso, de ciudadano con derechos y sin obligaciones.
Contra esta cultura que alimenta el facilismo, la irresponsabilidad, la tendencia a culpar al otro, al sistema o al destino, se impone alimentar la del trabajo, del esfuerzo, de la superación, de la responsabilidad individual en el mantenimiento de los servicios y de los bienes comunes. Cambiar esa cultura costará más que aplicar medidas de ajuste en el sistema financiero. La recuperación del tejido social y sus valores va a tomar mucho tiempo, una intensa y bien dirigida acción educativa, la creación de unas condiciones económicas y sociales que permitan evidenciar el contraste entre esas actitudes y sus contrarias. Sería una lástima que no hubiésemos aprendido la lección.
En el modo de ser venezolano hay, desde luego, energías positivas que alientan el optimismo frente a la posibilidad de cambio: la vivacidad, la flexibilidad, la apertura a la novedad y a la diversidad, la conciencia colectiva sobre el valor de la educación –ahora puesto en duda–, la tolerancia, en cuanto favorece la convivencia, no cuando se convierte en indiferencia o conformismo.
¿Fuerzas como la polarización, el revanchismo, la dificultad para escuchar opiniones distintas y la fragilidad de los liderazgos, deben preocuparnos? ¿Pueden ser factores que afecten la perspectiva de cambio?
Deben preocuparnos y con razón. Un cuadro con esas características hace pensar en un país enfrentado, incapaz de desarrollar sus potencialidades, presa del desorden y de la anarquía. La polarización, el revanchismo, la dificultad para escuchar opiniones distintas y la fragilidad de los liderazgos se agravan ahora por la acción de los medios alternativos y de las redes, convertidos en aliados de la crítica insana e irresponsable, las posturas extremas, el enguerrillamiento, los falsos liderazgos, la mentira y la tergiversación, la ofensa o la venganza. El nuevo difícil reto es apoyarse en ellos para construir el cambio en positivo.
Se dice que el desafío que enfrentará Venezuela tras el cambio de régimen es inédito. ¿Comparte usted esa afirmación? ¿Venezuela debe enfrentarse a lo inédito?
La historia de las grandes recuperaciones debe servirnos, nunca para copiarnos pero sí para recordarnos que es posible, difícil pero posible. Sin ser único, el caso venezolano tiene más de una especificidad y muchas complejidades, que no pueden ser ignoradas, ni menos resueltas con fórmulas prestadas. Es preciso dar con nuestra propia respuesta, atendiendo las causas por las que llegamos aquí, ponderando los daños causados, proponiendo soluciones realistas y realizables, organizando equipos de trabajo para dirigir las acciones, conectando con la gente para escuchar, creyendo en ella y estimulando su capacidad de participar, de actuar.
El buen diseño de un plan no puede dejar de pensar en la complejidad que supone su aplicación en una sociedad en la que se mantendrán por no poco tiempo los traumas, las necesidades y la presencia de fuerzas encontradas más allá de las diferencias ideológicas o partidistas. Más que una ingenuidad, sería un error fatal no anticiparse a una oposición fuera de las reglas y a los intereses de actores que van más allá del país, con enorme peso y códigos propios. La penetración ideológica en las fuerzas armadas regulares, la convivencia con movimientos irregulares, la entrega de armas a grupos civiles fuera de control, la presencia del narcotráfico y del terrorismo internacional añaden al caso venezolano complejidades de tal dimensión que sería un grave error no tomarlas en cuenta.
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