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Gustavo Valle: “Más que una novela sobre el amor, es una exploración sobre la memoria”

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Por DIAJANIDA HERNÁNDEZ/VIOLETA ROJO

Gustavo Valle es caraqueño y vive en Buenos Aires. Pasó un largo tiempo en España haciendo su doctorado. Ha publicado poesía (Materia de otro mundo, 2003, y Ciudad imaginaria, 2005); crónica (La paradoja de Itaca, 2006); cuento (El país del escritor, 2013) y novela (Bajo tierra, 2009; Happening, 2014, y Amar a Olga, 2021). También es guionista de cine. El año pasado la editorial española Pre-Textos publicó Amar a Olga, una magnífica novela en la que, entre otras cosas, hay varias historias de amor y una reflexión sobre la memoria.

—Amar a Olga no es solamente el relato de varias historias de amor, sino también el de tu amor a Caracas y al Ávila, que también podemos ver en otros libros tuyos. Queda claro que la ciudad que amas está destrozada, pero eso no es nada para el amor verdadero. Llevas muchos años viviendo afuera, pero los recorridos del protagonista por la ciudad muestran un conocimiento total de muchos rincones.

—Es como aprender a montar bicicleta, uno no se olvida. Y el amor tiene esa potencia, permanece en el tiempo y trasciende. Por supuesto, con los años la memoria se viste, se desviste, altera escenarios y construye nuevas imágenes, los recuerdos van evolucionando hacia una especie de tercer ámbito que no es el que viviste, ni tampoco el que crees recordar sino otra cosa: la materia anfibia de la imaginación, que se nutre de la memoria sensorial, pero también de aspectos más cercanos a la sensibilidad, como la intuición y las emociones. Todo eso junto va a determinar lo que recordamos y cómo lo recordamos. Está claro que el dato científico, histórico o comprobable no es lo que predomina, sino la sensibilidad, que además es lo que mejor podemos compartir con los demás, porque la memoria es una construcción colectiva. La memoria no es algo que quedó atrás. Está vivita y coleando y se nutre de nuestra imaginación y también de la de los otros. Pues bien, creo que esto me pasa cuando hablo de una ciudad en la que no vivo desde hace muchos años y que, sin embargo, sigue latiendo en mí, quizás por eso me tomo el atrevimiento de narrarla. Hay un ánimo que se resiste a morir, que permanece y que viene marcado por los afectos. A pesar de los años afuera, se cuela en la imaginación y en las preferencias temáticas y estilísticas. En el fondo, no es algo que puedo controlar.

Además del interés por temas como el amor y Caracas, Amar a Olga también muestra un interés por los asuntos del pasado y la memoria, de nuestra relación con esos tópicos.

—Más que una novela sobre el amor, es una exploración sobre la memoria. Cómo nos condiciona, de qué manera nos subordina a sus exigencias y fantasías. La novela en ese sentido es extrema, pues convierte a su protagonista en un esclavo de la memoria y de sus caprichos. ¿Qué cuentas pendientes tenemos con el pasado? ¿Qué lugar ocupa en nuestro presente? Pero, además, no solamente el pasado irrumpe en nuestro presente; es el presente, con sus accidentes y episodios, lo que tantas veces activa una vuelta al pasado. La memoria es un ser vivo, es como nuestro magma mental, y siempre está borboteando, al igual que la lava que arde en las profundidades de un volcán. Parece demasiado obvio decirlo, pero la acción de recordar siempre ocurre en el presente. Creo que por comodidad cartesiana se dividió nuestro tiempo en pasado, presente y futuro. El hombre creó el reloj y los calendarios para poder tener la ilusión de dominar el tiempo, o el menos organizarlo. Pero el tiempo es incontenible. Ya nos enseñó la serie Dark: todo forma parte del mismo torrente.

—El relato de la novela es fragmentario, como entradas de diario, anotaciones en cuadernos, entradas de bitácora, cartas, que siguen un hilo: el del desmoronamiento de una relación. Es un texto de la vida interior pero, de pronto, deviene en un thriller que nos arroja a los lectores al vacío. ¿Podrías hablar de ese trabajo con la estructura de la novela?

—La parte fragmentada de Amar a Olga corresponde a la etapa de la separación del protagonista. En algún momento del proceso de escritura pensé que la experiencia de la separación debía narrarse de manera separada, en fragmentos, de modo de hacer coincidir la ruptura de la experiencia con la ruptura del discurso. Esa parte me permitió profundizar en la intimidad del personaje y su situación. El protagonista debía primero construirse desde adentro para luego construir su afuera. Es una visión clásica, sin duda, pero que me sirvió para los propósitos de la novela. La única forma en que este personaje podía vivirla peripecia en la que luego se vería involucrado era primero sumergirlo en una peripecia íntima. Son problemáticas propias de la escritura con las que uno se encuentra en el camino. La palabra estructura muchas veces se asocia con una relojería o con un esqueleto finamente calibrado, pero en lo personal creo que, al menos en esta novela, la llamada estructura respondió más a una dimensión intuitiva. Yo percibo dos tipos de estructura, una ósea y otra muscular. La estructura ósea está, digamos, en el índice, en la división por capítulos o partes, en la segmentación de los materiales y párrafos; la muscular, en cambio, es más parecida a lo que en poesía se llama la rima interna de los versos, algo un poco menos evidente pero que establece un ordenamiento más intrínseco.

—La novela transcurre en la Venezuela actual, queda claro que lo que se está viviendo no es fácil, pero ni hay Venezuelas plaining ni porno miseria y eso, quizás, hace que tu novela sea más crítica y dura sobre lo que vivimos.

—Es que la novela militante, provenga de cualquier arco ideológico, me aburre profundamente. La tentación de acercarnos a nuestra realidad trágica puede poner al escritor al filo de un abismo expresivo. Excedernos, regodearnos en nuestras desgracias, decir lo que ya todos sabemos, explicar, mostrar nuestro punto de vista, etc. Para eso están las columnas de opinión, el discurso político o cierto trabajo periodístico, pero la literatura es otra cosa. Los escritores no podemos escapar a esa vibrante realidad que nos atormenta como ciudadanos, pero no debemos permitir que nos seduzcan sus manifestaciones y exhibicionismos. Hay que torear la realidad, bailar con ella, pero hacer nosotros nuestra propia coreografía. Cuando un escritor escribe desde ese lugar lo está haciendo desde un afuera, desde el lugar de los titulares y no desde el magma de su imaginación y delirio. Eliot decía que había palabras que contenían mucha más carga de sentido que otras. Y la adecuada administración de esas palabras en el texto era fundamental para lograr el verdadero impacto que tienen. Por ejemplo, si en un poema aparece la palabra muerte demasiadas veces, el efecto buscado se desinfla por exceso, pero si reservamos esa palabra para un momento puntual del texto, su capital semántico se potencia y el texto gana en significación. Pienso que algo así habría que hacer con la realidad del país a la hora de abordarla desde lo literario, dosificarla como los buenos venenos.

—La prosa de Amar a Olga tiene descripciones magníficas, buenos diálogos, un buen desarrollo, con un lenguaje muy criollo. No has perdido nada del acento criollo en la escritura.

—Hace muchos años entrevisté al gran escritor argentino Juan José Saer y le pregunté cómo, después de treinta años viviendo en París, podía seguir escribiendo esas novelas tan argentinas, y específicamente tan santefecinas, tan conversadas, con la oralidad propia de los habitantes de la zona. Saer me dijo algo que jamás olvidaré (cito en extenso): “Es cierto que esto es un problema, pero yo creo que, a pesar de que la lengua cambia rápido, lo que cambia es el vocabulario, no las estructuras. Las estructuras de la oralidad argentina siguen intactas. Hay palabras, sin embargo, que aparecen, se ponen de moda, duran un tiempo y desaparecen, otras persisten. Hay términos circunstanciales, expresiones que vienen de la publicidad, de la televisión, de los diarios, de la música, etcétera. Pero las estructuras del habla yo creo que se mantienen. Lo que yo trato de hacer es mantener esas estructuras, no el lenguaje transcrito de manera naturalista”.

Pienso que algo de eso me pasa. No sé si mi lenguaje sea muy criollo, o no. Pero sí creo que cuando los personajes son de Venezuela, hay que hacer el noble esfuerzo para que hablen con esas estructuras, con esa sintaxis que nos caracteriza. Yo no soy lingüista ni filólogo, no me relaciono con el lenguaje desde la perspectiva de un especialista, y no sabría decir con exactitud cuáles son las características diferenciadoras de nuestra sintaxis. Pero sí estoy seguro de algo: una estructura de lenguaje no es más que una forma de sensibilidad compartida. Y mientras compartas esa sensibilidad tu escritura no será sino una consecuencia de eso.

—En Amar a Olga se tocan temas duros, pero con tal maestría que se elude la novela de tesis, la crónica y el discurso político. Quizás por tu delicadeza en describir situaciones o personas de tal manera que el lector va descubriendo dolores y sacando sus propias conclusiones.

—Las palabras no deben pesar más de lo que dicen. Es el imperativo ético del escritor: hacer un uso lo más exacto posible de ellas. Esa es nuestra religión como escritores; a esa fe nos debemos. Y quizás eso que llaman delicadeza sea un deliberado empeño en no sobrecargar las palabras, hacer sangrar los dedos hasta que digan lo que tienen que decir y punto, o al menos aproximarse a esa utopía; el lector se encargará del resto. Por otro lado, eludir la novela de tesis, la crónica o el discurso político quizás sea la consecuencia de seguir las inquietudes de los personajes, no hacer más de lo que sus emociones nos dictan. Además, si queremos decir algo complejo es conveniente elegir palabras simples. Así, los temas duros son mejor expresados con palabras blandas.

—¿Podrías hablar un poco de los autores y lecturas que cruzan tu novela, además de la obvia referencia a Juan Sánchez Peláez?

—La novela tiene un origen en la lectura de El sentido de un final, de Julian Barnes, una novela donde el protagonista sale en busca de un amor de la adolescencia. De modo que la piedra de toque de Amar a Olga se la pedí prestada a mi admirado Julian. Pero, además, en algún momento me di cuenta de que varios autores leídos y también admirados orbitaban alrededor de los temas e inquietudes que los personajes me exigían. Por eso están allí Kureishi, Quignard, Barthes y otros más. También debo decir que durante mucho tiempo el texto tenía otro título, bastante más pretencioso, Breve tratado de la intimidad amorosa. Por suerte opté por otro, pero ese tentativo título ampuloso me sirvió de guía durante un buen tiempo, y me abrió la puerta a introducir breves citas de autores queridos, aprovechando además que el protagonista es un escritor de reseñas para una enciclopedia española. Ahora bien, por encima de todos esos autores, sin duda el que mejor gravita en la novela, el que tiene un peso específico, es el epígrafe de Juan Sánchez Peláez, a través del epígrafe que encabeza la novela. La elección de un epígrafe siempre me ha parecido una de las más importantes operaciones de la escritura de un libro. Y el poema de donde extraje ese epígrafe me ofreció, además, una atmósfera y una dimensión, me sirvió como el afinador de mi instrumento. Además, ese poema me llevó a otro: el famoso Coloquio sentimental, de Verlaine, un poema en el que una pareja habla de su pasado amoroso mientras caminan por un parque.

—Hay una pregunta difícil y valiente que hace tu novela sobre qué siente el victimario en las situaciones de violencia, cómo alguien puede destruir lo que ama.

—Destruir lo que amamos es un tópico de las historias de amor. Pero en el contexto de la violencia de género hoy en día cobra una dimensión controversial, pues se nos dice que el que destruye lo que ama en realidad no ama aquello que destruye. Yo no tengo una opinión construida al respecto, pero sí sé que el amor no es una dimensión pura, el amor es una totalidad que alberga también las bajas pasiones, las furias, las miserias. La novela trata el tema de modo un poco tangencial, pero me parece que si una función tiene la literatura es la de abrir puertas a las preguntas y al debate, a los cuestionamientos, y no cerrarse ante la simplificación de las certezas o las nuevas verdades.

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