Papel Literario

Gustavo Díaz Solís: Relatos como serpientes

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Por VÍCTOR BRAVO 

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Entre 1940 y 1963 Gustavo Díaz Solís (1920 – 2012) publica cuatro libros  de brevísima extensión (Marejada, 1940; Llueve sobre el mar 1943; Cuentos de dos tiempos, 1950; y Cinco cuentos, 1963). Sus textos han sido recogidos en posteriores  antologías de su obra (Cachalo, 1965;  El niño y el mar, 1967; Arco secreto y otros cuentos, 1973; Ophidia y otras personas, 1997. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1995.

Libros de cuentos de una cautivante intensidad, aquella que se alcanza en expresiones singulares del género.

Obra breve e intensa que atraviesa las resonancias de la América y la Venezuela estéticas y literarias: la naturaleza y sus ámbitos de alteridades, de belleza y acecho, tal como se desprende de la obra de Horacio Quiroga; tal como se huracana desde la obra de José Eustasio Rivera; tal como se enhebra en la obra de Gallegos desde la pureza salvaje y desde la desolación y la crueldad;  así la extraviada y obcecada aventura a El Dorado, como en momentos estelares en Úslar; así la callada lucha de mutilada ilusión y crueldad como en escenas de los campos petroleros en atmósferas narrativas de Ramón Díaz Sánchez. Díaz Solís es hijo de su época narrativa; y el cuidado labrado de estos textos lo hace alcanzar, como en las obras de los autores señalados, expresión con valor de universalidad, las dos más altas realizaciones de la estética, siendo ésta, la estética,  el más humano de los milagros, si los hay.

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Brevísimos cuentos los de Díaz Solís, impulsados algunos de ellos, acaso “Detrás del muro está el campo”, acaso “Todo esto antes era agua”, hacia la respiración de la novela; de allí quizás la creación de atmósferas narrativas propias de este género; pero a la vez, como en el dibujo de una paradoja, hacia su contención: relato de atmósferas propias de la novela en situación de contenida expectación, donde el relato, de pronto, concluye en confluencia de intensidad y brevedad. El relato, en un movimiento, en una situación de intensidad e inminencia, confluye,  candente, y éste es uno de los encantos del relato de Díaz Solís, ante el lector expectante.

Y la Naturaleza está allí, contundente, gravitando con sus ramajes y piedras siderales, delineando y borrando los caminos por donde una pareja  tropezándose en el deseo o un cazador pasan. La selva emergiendo, en correspondencias de brillo y talento,  de las páginas de Quiroga, en tensión de acecho y muerte, en el brote como fiebre del sentimiento que, según nos ha dicho Blanchot, es el más entrañablemente humano: el del estremecimiento.

Así como en Quiroga, el acecho  y la inminencia de la muerte alcanzan la más reiterada de las representaciones en los cuentos de Díaz Solís.

En hermosa frase, Heidegger nos dice que la piedra es “sin mundo”, el animal “pobre de mundo” y el hombre “configurador de mundo”. En la narrativa de Díaz Solís animal y hombre, como ocurre de antiguo en los ámbitos creadores del relato, establecen los vasos comunicantes que la metamorfosis retórica permite y propicia,  hace de la piedra el hábitat palpitante de  vida, de, por ejemplo, alacranes en acecho, guarida de la serpiente, con su sigilo que viene de antiguo, atravesando los horizontes simbólicos de los hombres y de los dioses, acecho sinuoso de enemistad y engaño que, por ejemplo, humanizándose en el imaginario de Díaz Solís, acecha y mata como en Ophidia, impecable texto de tensión  hacia el acto de ataque, acecho en la intensa inminencia que crece hasta la última línea del texto, tenso arco hacia la venganza que se realizará, según se desprende de la expectación, en la siguiente línea no escrita del texto. Límpido cuento como muchos de Borges donde la venganza es diseño y perfección ejecutoria en el relato, para asombro y delicia del lector.

Quizás sea en La efigie donde no en un proceso de humanización sino de sacralización la serpiente alcance su gravitación de absoluto para la destrucción del otro.

El cazador en busca de su presa, por el camino visible en un instante y borrado en el otro, penetra en la selva detrás del guía, indio taimado y silencioso. El lector lo sabe, el cazador no lo sabe: el indio es adorador de la sagrada serpiente. Una escena es suficiente  para hacer brotar el rencor silencioso del guía: en un movimiento repentino del ramaje de un árbol asoman apenas dos pequeñas serpientes. El cazador hace amago de disparar y el guía, en la distancia ya es irremediablemente el enemigo. El cazador desviará el objeto de su caza, era acaso un ciervo, y matará una gran serpiente, y entonces la selva toda, como un cuerpo enemigo, irá contra él y será el pantano como una gran boca intentando tragarlo y así el guía con el machete tratando de asesinarlo. Es escena de espléndida sabiduría narrativa el escape de la boca del pantano por sobre el cadáver del indio que se hunde. Aún el cuento nos dará esa última línea narrativa de la inminencia que colocará al cazador frente al ritual indígena: ante la serpiente muerta, el cazador  dará un paso adelante, quizás ante la inminencia de su propia muerte.

El relato en Díaz Solís, enhebrando su principio de composición para crear atmósferas  como cuerpos vivos que protegen y tragan, que mutilan o sacralizan y que colocan al personaje en una situación de intensidad e inminencia, haciendo de la promesa de una intencionalidad narrativa el inesperado cierre en brevísimo texto.

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Podríamos decir con Valery que la frase es un relato y el relato una frase; de este modo es posible afirmar que el lenguaje al decir el acaecer trasforma éste  en un relato, que no es sino el orden como relato de ese acaecer. El acaecer cumpliéndose y cumplido alcanza en la representación del relato, sentido y destino. La conciencia reflexiva y el relato crítico de la modernidad realizan una distanciación  (irónica, paradójica, humorística…), una puesta en evidencia de las incongruencias que es revelación de los engaños del poder y de los rostros descarnados de la verdad, para poner en evidencia que el acaecer es en realidad, como intuyera Pascal, “una aventura informe”.

El principio de composición  de uno y otro de los textos de Díaz Solís nos reproduce la relación amo y siervo,  imponiendo o fabricando el destino de la hija del hacendado, lejos de todo interés vital, en fábulas inauténticas respecto a las idealizaciones de, por ejemplo, Cheíta en “Detrás del muro está el campo”, quien asumirá la mutilación de su deseado destino. Situación de carencia extrema, pozo de la pobreza, imposición de jerarquías, muerte de los derechos en el brillo  de los privilegios donde en una orilla se celebra la fiesta de los trajes y las risas y en la otra se ahogan las ensoñaciones. Así, en el centro de estos cuentos, en doloroso realismo, el pozo de la pobreza enhebrando las relaciones de dominio y la callada crueldad de los destinos humanos. Así la mutilación racial en el negro y en el indio; así la expoliación y la exclusión. Pobreza y destino. Brillo apenas de ilusión de vida ante el látigo, ante el muro y el precipicio. Ante los cuerpos amontonados desde siempre, como escaleras para el ascenso de los privilegiados.

La vida como aventura informe.


El niño y el mar*

Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

“Si tuviéramos que resumir en tres líneas de fuerza que animaron la cuentística de Díaz Solis, diría que una es la espacialidad marítima (tan clara en “El niño y el mar”), otra es la recreación histórica (“Llueve sobre el mar” y “Hechizo”) y una tercera es la refiguración paisajística o ambiental (con piezas tan hermosas o intrigantes como “Cachalo” o “El cocuyo”). La primera quizás tenga que ver con el referente biográfico, pues la marítima Güiria, situada a pocos kilómetros de la legendaria Macuro, primer punto continental que pisa Colón en su tercer viaje de 1498, ha debido de ser para 1920 poco más que un caserío. La narración casi minimalista, de precisión cinematográfica, que despliega Díaz Solís en “El niño y el mar”, responde a sus vivencias de infante en un espacio sin fin, sin limitaciones, en el que cada nuevo día fijaba al azar una aventura distinta, un tejido de relaciones entre Natura y el infante silvestre. El niño simboliza en este hermoso relato la unidad frente a la multiplicidad que puede representar el mar, la pequeñez frente a un rostro de mil caras, finalmente la individualidad frente a una otredad que todo lo contiene: belleza y horror, armonía y desazón, vida y muerte y reconcentrados en el esfuerzo de un niño que solo aspira a cazar a un cangrejo “airado”. La tensión que se logra en esta breve pieza, las imágenes de un mar que llega hasta olerse, la infinita soledad del infante frente a su propio empeño de afirmación, lo convierten en una pieza única, memorable por sus imágenes irrepetibles y su minuciosidad descriptiva”.

*Fragmento del ensayo “Gustavo Díaz Solís: un arco secreto”, publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, número 742, abril de 2012.