Papel Literario

Francia en la literatura venezolana (4/5)

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Por RAFAEL ARRÁIZ LUCCA

Narrativa reciente y los ensayistas nacionales

Junto con las obras de Balza y Romero, también han crecido las de Liendo y Ana Teresa Torres, al igual que la de Massiani. Este último sumó a su éxito editorial Piedra de mar (1968) la novela Los tres mandamientos de Misterdoc Monegal (1976) y varios libros de relatos que lo confirman como uno de los más potentes narradores de su generación, entre ellos Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer (2005). Liendo, por su parte, ha trazado una línea novelística insoslayable entre El mago de la cara de vidrio (1968), Los topos (1975), Mascarada (1978), Los platos del diablo (1985), Si yo fuera Pedro Infante (1989), El diario del enano (1996), El round del olvido (2002), Las kuitas del hombre mosca (2005). Además, sus relatos han sido recogidos en El cocodrilo rojo (1987) y en Contraespejismo (2008), señalando una obra en movimiento de logros muy particulares. Ana Teresa Torres, que inició su andadura narrativa en el ámbito de la novela histórica, El exilio del tiempo (1990), Doña Inés contra el olvido (1992), luego ha indagado en otros espacios novelísticos: Vagas desapariciones (1995), Malena de cinco mundos (1995), Los últimos espectadores del acorazado Potemkin (2000), La favorita del señor (2001), El corazón del otro (2004), Nocturama (2006), La fascinación de la víctima (2008), así como ensayísticos, que hacen de su trabajo uno de las feracidades más preclaras de los años recientes.

En años recientes, también, las obras narrativas de Francisco Suniaga, Oscar Marcano, Federico Vegas, Karl Krispin, Alberto Barrera Tyszka, este último acreedor del premio español Anagrama con su novela La enfermedad (2007), han crecido notablemente. Lo mismo ocurrirá con las obras de autores de distintas edades, pero con faena en el siglo XXI, como son Atanasio Alegre, Michelle Ascencio, Israel Centeno, Juan Carlos Méndez Guédez, Fedosy Santaella, Salvador Fleján, Juan Carlos Chirinos, no así con las de Ednodio Quintero, Humberto Mata, José Pulido, Antonio López Ortega, Gabriel Jiménez Emán, entre otros narradores que se iniciaron en las últimas dos décadas del siglo XX.

El trabajo narrativo de Quintero es ya de vastas proporciones e incluye tanto la novela como el cuento, aunque en este último es donde se han dado sus más celebrados aportes. Libros de relatos como Volveré con mis perros (1975), Cabeza de cabra y otros cuentos (1993) y El combate (1995) contienen de los mejores relatos escritos en los últimos años. Esto no desmerece la obra novelística quinteriana, entre la que destaca La danza del jaguar (1991) y Lección de física (2000), entre otras.

Si bien es cierto que la novela histórica ha sido camino determinante, prácticamente una tradición, también lo es que hay otros derroteros. Por una parte, hemos contado con los que colocan el énfasis en el lenguaje ( Trejo, Lourdes Sifontes, Alberto Guaura), los que hacen de la vida urbana su único escenario (Massiani, Ángel Gustavo Infante, Centeno, Méndez Guédez), los que le rinden tributo a la literatura fantástica, aunada a la filosofía, al absurdo o a la dicción borgeana (Jiménez Emán, Quintero, Alberto Jiménez Ure), los que crean atmósferas enigmáticas, bien sea por razones metafísicas o policiales (Mata, Pulido, López Ortega), pasando por otras posibilidades narrativas imposibles de reseñar.

En fin, las posibilidades de la narrativa hacia el futuro son tantas como han sido muchos los caminos que cada quien, sin iglesias, ha ido escogiendo. La pluralidad ha sido el signo de los últimos años, aunque la búsqueda del dato histórico para levantar una fábula, una ficción, ha sido particularmente fecunda. No es fácil ubicar la influencia de la literatura francesa en estos autores. En los que han vivido en París y dominan la lengua francesa la influencia se hace evidente, es el caso de López Ortega, quien estudió en la capital de Francia y domina la lengua, pero es un caso excepcional, como vemos, ya que la mayoría de estos autores señalados, desde González León hasta Méndez Guédez, no han vivido en Francia, lo que naturalmente no quiere decir que no hayan bebido su literatura, pero en traducciones al español, lo que no impide la influencia, naturalmente, pero la morigera, sin la menor duda.

La cuna del Positivismo y los ensayistas nacionales

Abordar la relación de los hechos en el género del ensayo plantea innumerables problemas. El primero, y nada sencillo, es el de si escogemos sólo a los ensayistas que abordan el tema literario o si incluimos el ensayo de tema político, sociológico, filosófico o histórico. Quizás la respuesta a nuestras dudas se encuentre en el maestro del género: Michel de Montaigne. De ser así, no nos va importar el tema sobre el que reflexiona el ensayista sino la perspectiva desde la que lo hace y la escritura que desarrolla. No podremos considerar los trabajos científicos o estructurados con rigores académicos que no se permitan la libre divagación, las conjeturas y hasta las arbitrarias relaciones que teje el ensayista.

Al magisterio humanista inaugurado por Andrés Bello y su extensa obra no le faltó quien lo llevara adelante. Junto a él bulle la obra de otro humanista sabio en filología y lenguas muertas: José Luis Ramos. El uno en Londres y el otro en Caracas supieron sentar las bases de lo que Fermín Toro, Rafael María Baralt, Juan Vicente González y Cecilio Acosta desarrollarían a partir de su irrupción en la década que va de 1830 a 1840. Sobre Fermín Toro, Mariano Picón Salas no ha escatimado elogios: “Nadie pintó mejor lo que ahora se llama la realidad de Venezuela que Toro en esos discursos” (Picón salas, 1984: 74). Se refiere, entre otros, a su Informe sobre la ley del 10 de abril de 1834 que, según el propio Picón: “es el más claro estudio sobre los problemas sociales y económicos de Venezuela en la época de la oligarquía conservadora” (Picón salas, 1984: 74). Cercano amigo de Toro fue el más polémico y controversial prosista del siglo XIX, el ditirámbico Juan Vicente González. Un espíritu romántico que emprendió contra Antonio Leocadio Guzmán como si este fuese Lucifer. Además de su abundante prosa desparramada por la prensa de la época, González y sus pasiones atemperaban en escritos como el Manual de Historia Universal (1863). Quizás lo mejor de su obra sea la Biografía de José Félix Ribas, aunque otros prefieren la de José Cecilio Ávila, ambas escritas entre 1848 y 1858.

En las antípodas del carácter de González transcurría la personalidad de Rafael María Baralt, a quien la historia le viene reservando su puesto de preceptista, de meticuloso y hasta de excesivamente conservador en sus creaciones literarias. Sin embargo, su Resumen de la historia de Venezuela (1841) es un documento de indudable valor, así como su trabajo de lexicógrafo. Cecilio Acosta fue un académico en todo el sentido del término. No sólo por la ponderación de sus escritos sino porque encarnó el ideal de la academia venezolana que ponía las fuerzas encontradas en la balanza, buscando el equilibrio. Entre sus libros destaca la humilde y profunda sabiduría de Cosas sabidas y por saberse (1856). Su papel histórico y su magisterio se han perpetuado en el tiempo.

A estos continuadores del humanismo bellista se les sumaron los que hicieron del retablo costumbrista su mayor desvelo: Arístides Rojas, Nicanor Bolet Peraza, Francisco de Sales Pérez y Tulio Febres Cordero, pero no tardó mucho en llegar a la graciosa escena costumbrista y pastoril la lanza épica de Eduardo Blanco, quien con su Venezuela heroica (1881) retomaba el carácter guerrero de nuestros héroes de independencia. Pero tanto la escena costumbrista como la escaramuza guerrera van a cederles el paso a los positivistas que vienen galopando en el corcel de la ciencia. Son estos, muy probablemente, los analistas más influyentes en la mirada que sobre sí mismo va a tener el venezolano. Luis López Méndez (fallecido a los 31 años), José Gil Fortoul, Julio César Salas, Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, Lisandro Alvarado, César Zumeta trajeron al debate nacional la visión sociológica, buscaron más razones para explicar los hechos que las meramente individuales, y vieron en el tejido social las causas de muchas de nuestra patologías. Gil Fortoul es el autor de la famosa Historia Constitucional de Venezuela (1907); Julio C. Salas de Tierra Firme (1908) y Etnografía americana: los indios caribes: estudio sobre el origen del mito de la antropofagia (1920); Vallenilla Lanz del ya legendario Cesarismo democrático (1919) y de Desintegración e Integración (1930); Arcaya de Estudios de sociología venezolana (1928); Lisandro Alvarado de Historia de la revolución federal (1909) y de los Glosarios del bajo español en Venezuela (1929) y el de Voces indígenas (1921); Zumeta de Escrituras y lecturas (1899). Estos autores fueron determinantes en la mirada que sobre Venezuela posaron sus contemporáneos y sus sucesores. Coparon la escena universitaria, académica y convivieron, al menos en espacio y tiempo, con el movimiento modernista que fue casi contemporáneo de la mirada positivista.

No cabe la menor duda de que esta generación positivista venezolana de quien recibió la mayor influencia fue del Positivismo francés, y abrazaron con tanto fervor su prédica que prácticamente todos eran agnósticos o ateos. No olvidemos que para los cuerpos de ideas confesionales el Positivismo fue letal, ya que se inspiraba en la ciencia y desechaba la fe y las creencias como fuentes de autoridad argumental. Innecesario señalar que la generación positivista venezolana fue notable, que las obras de Gil Fortoul, Alvarado, Arcaya y Vallenilla Lanz son fundamentales en muchos sentidos, y todas apelaban a la operación positivista por excelencia: fundamentaban sus razones en pruebas científicas y no en dogmas de fe.

El Modernismo venezolano contó, como creo haber dicho en el pasaje por la poesía, con un entusiasta incontenible: Rufino Blanco Fombona, pero no estuvo sólo en estas batallas prosísticas. Pedro Emilio Coll, Jesús Semprún, Luis Correa, Santiago Key Ayala, Eloy González hacían su trabajo. De la sustanciosa obra de Blanco Fombona, uno de sus mejores textos es El conquistador español del siglo XVI (1921), en él se sienten a sus anchas su belicosidad natural y sus dotes de prosista penetrante. A Pedro Emilio Coll le honra haber sido, quizás, uno de nuestros primeros escritores-lectores. Se realizaba leyendo, tallando su cultura, por eso su obra es breve y, casi siempre, referida a sus lecturas. Hacía glosas extraordinarias de lo que pasaba por sus ojos. Las obras críticas, de lectores finos, que adelantaron Semprún, Correa, Key Ayala y González, ya han comenzado a releerse. Las generaciones más recientes han vuelto a mirarlas con respeto.

Hemos cruzado el umbral del siglo XX y, al hacerlo, nos hemos topado de frente con nuestro primer gran ensayista: Mariano Picón Salas. Su obra, que no deja de crecer con el paso del tiempo, es fundamentalmente la de un ensayista, por más que haya intentado la novela. Su escritura amenísima, aderezada de su universo de lector hambriento, es una de las experiencias de lectura más asombrosas que se pueden tener en Hispanoamérica. No exagero ni un ápice. Viaje al amanecer (1943), De la conquista a la independencia (1944) y Regreso de tres mundos (1959) son tres ejemplos magníficos que recogen su penetración histórica, su talante autobiográfico, sus facultades de biógrafo y sus condiciones de altísimo humanista. Todo el ensayo venezolano del siglo XX está signado por la huella de su impronta.

La saga de humanistas llamados a desentrañar el tema venezolano no se interrumpe con Picón, por el contrario. A ello han empeñado sus vidas Enrique Bernardo Núñez, Mario Briceño Iragorry, Augusto Mijares, Ramón Díaz Sánchez y Arturo Uslar Pietri. Venezolanistas acuciosos han sido estos hombres que nos legaron valiosas interpretaciones: La ciudad de los techos rojos (1947)  de Enrique Bernardo Nuñez; Casa León y su tiempo (1946), Mensaje sin destino (1950) de Mario Briceño Iragorry; El libertador (1964) y Lo afirmativo venezolano (1964) de Augusto Mijares; Guzmán, elipse de una ambición de poder (1950) de Ramón Díaz Sánchez. Mención aparte merece Uslar Pietri quien, en el campo del ensayo, ha hecho aportes cuantiosos. Se ha entregado a la dilucidación del tema hispanoamericano a lo largo de una vastísima obra ensayística. Basta con recordar sus libros De una a otra Venezuela (1949), Cuarenta ensayos (1990)  y tantos otros aportes del autor fallecido en febrero de 2001 a la edad de noventa y cuatro años.

La relación de Uslar Pietri y Francia, como apuntamos antes en cuanto al género narrativo, es estrecha y fructífera, pero en cuanto al ensayo alcanza proporciones asombrosas. El tomo Uslar Pietri y Francia suma 650 páginas y la lista de ensayos, artículos y crónicas es cuantiosa. Imposible referir para ustedes la cantidad de personajes, libros, obras de teatro y cine, críticas sobre artes visuales, que aborda Uslar a lo largo de su dilatada existencia. Nos atrevemos a afirmar que ningún otro escritor venezolano ha escrito tanto sobre Francia y su universo cultural y político, lo que prueba sin mayores esfuerzos que Francia incidió activamente en su formación intelectual, tanto como España, cuyo tomo también publicamos en el Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Uslar Pietri de la Universidad Metropolitana: Uslar Pietri y España. En el ámbito de la literatura, advertimos textos de Uslar sobre Montaigne, Verne, Malraux, Proust, Céline, Lautréamont, Voltaire, Rousseau, Caillois, Rimbaud, Sartre, Gide, y algún otro que no hayamos precisado.

En lo personal, resalto lo dicho en la biografía que escribí de este venezolano excepcional en cuanto a su primera estadía francesa: “Un tercer espacio de singular importancia es el de un sucedáneo de la educación formal: la frecuentación de las tertulias literarias parisinas. Se repara poco en lo sustancial de este tipo de educación en diálogo con los pares, pero es fundamental. De aquellos primeros encuentros surge la amistad de tres jóvenes hispanoamericanos en similares condiciones y con sueños análogos: el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el cubano Alejo Carpentier y el venezolano Arturo Uslar Pietri. Sobre esta amistad se ha detenido la crítica especializada con particular atención. El primero de los tres en llegar a París fue Asturias, que se instala en la capital de Francia en 1924, mientras Carpentier llega en 1928 y Uslar, como vimos, en 1929. De modo que el baquiano en el laberinto de la intelectualidad parisina será Asturias, que adelantaba a los otros dos en cuatro y cinco años de experiencia. Conocía el mapa con pertinencia. Sabía que en La Coupole se reunían unos, mientras en La Consigne, el Dôme o en La Rotonde otros, mientras entre los tres fue creciendo una comunidad de intereses vinculado con la realidad de sus países de origen, motivo central de sus desvelos y sus proyectos futuros. Los tres estaban allí con la conciencia del regreso, no buscaban hacerse franceses o quedarse para siempre en Europa. Con el paso del tiempo, las posiciones coincidentes fueron las de Asturias y Uslar, mientras Carpentier fue tomando el camino del socialismo. Sin duda, la literatura los llamaba como un imán portentoso, pero la política también.

Uslar se integró a la tertulia de Ramón Gómez de la Serna en La Consigne. Allí compartió con Jean Cassou, Máximo Bontempelli, Joan Miró, Pitigrilli (pseudónimo de Dino Segré), Jacques Maritain y Adolphe de Falgairolle, pero será a través de Max Daireux que su amistad con Cassou nazca y se robustezca, al punto que Cassou será el traductor al francés de Las lanzas coloradas. Conoció también a Curzio Malaparte, André Breton, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Max Jiménez, Luis Cardoza y Aragón y a Rafael Alberti, con quien entabló amistad y la sostuvo durante muchos años. Alguna vez coincidió con Paul Valery, pero de los poetas franceses con quien tuvo mayor vínculo fue con Robert Desnos, ya para entonces muy cercano a Alejo Carpentier. Vicente Huidobro y Alfonso Reyes también integraron el grupo de sus amigos parisinos, así como los venezolanos allá residentes: Teresa de la Parra y Francisco Narváez, quien a lo largo de toda su vida fue una presencia afectiva sustancial para Uslar” (Arráiz Lucca, 2017: 35-36).

Juan Liscano y Luis Beltrán Guerrero también han continuado la investigación venezolanista, aunque Liscano es de los primeros que aborda otros temas, menos nacionales y más ligados al destino espiritual y ecológico del hombre, siempre desde una perspectiva humanística. Guerrero, por su parte, sí ha hecho de las letras y la academia patria su teatro de operaciones. Liscano en su abordaje de la literatura francesa, por más que podamos calificarlo de francófilo, no escribió mucho sobre ella. Recordamos un lúcido ensayo sobre Rimbaud en su libro Espiritualidad y literatura: una relación tormentosa y un prólogo a la obra poética del franco-ruso Alain Bosquet.

José Manuel Briceño Guerrero, Francisco Rivera y Guillermo Sucre, los tres cercanos en sus edades, han adelantado obras fundamentales, cada uno guiado por su centro de interés. Briceño Guerrero hereda de sus mayores la obsesión por ventilar el rostro de la identidad, pero lo hace inscribiéndose en una comunidad hispanoamericana, eludiendo lo nacional. Sucre centra su obra extraordinaria en la poesía hispanoamericana y es el autor del estudio más complejo y más lúcido que se ha escrito sobre la poesía continental: La máscara, la transparencia (1975). Rivera ha traído al análisis literario su formación junguiana y así ha ensanchado notablemente el campo de visión, además de su encomiable labor de traductor. Como vemos, a medida que avanza el siglo XX el ensayo se profesionaliza y se libera de su monotema nacionalista para acercarse libremente a otras tierras de la modernidad.

En el campo de la crítica literaria, los aportes de Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta, Alexis Márquez Rodríguez, Carlos Pacheco, Luis Barrera Linares, Javier Lasarte, Víctor Bravo, Francisco Javier Pérez han sido sumamente valiosos, bien sea desde la perspectiva de la historia literaria como de la teoría, la gramática y la lingüística, además de la notable labor que estos profesores han desempeñado en las aulas de la educación media y universitarias.

En los años más recientes, el ensayo ha contado con el afán de dos estudiosos que lo auscultan. Se trata de Oscar Rodríguez Ortiz y de Miguel Gomes: ambos han emprendido la tarea de hacer antologías y estudios parciales sobre aspectos relevantes (Rodríguez Ortiz) o han publicado un estudio sobre el ensayo nacional: Poéticas del ensayo venezolano en el siglo XX (1996), completísimo trabajo de Miguel Gomes sobre este género. Además, ambos autores son ensayistas con aportes recogidos en libros valiosos: Intromisión en el paisaje (1985) de Rodríguez y El pozo de las palabras (1989) de Gomes. Pero, como dijimos antes, si algo ha ocurrido favorable a este género en los años recientes ha sido su suerte de súbita adultez de la que dan fe los luminosos textos de María Fernanda Palacios como Sabor y saber de la lengua (1988), así como de Gustavo Guerrero, Gabriel Jiménez Emán y, especialmente, las ya voluminosas obras de Julio E. Miranda y Juan Carlos Santaella.


*La parte final de este recorrido será publicada mañana, 3 de diciembre, en este mismo espacio editorial.