Papel Literario

Flores de fuego para quien lea estas páginas

por El Nacional El Nacional

¿Adónde se dirige la poesía de Raquel Abend van Dalen? La pregunta me persiguió desde poco después de empezar a leer el manuscrito de este libro; me acompañó hasta su última página sin admitir la simetría de los orígenes, relativamente obvios: el quehacer de esta joven autora nos llega desde una violencia primigenia, un paroxismo sagrado que le ha dado la valentía para no esquivar lo que la sociedad literaria establecida considera estridente, sea en la expresión o las materias. Esa energía dispuesta al exterminio, tan palpable en Lengua mundana (2012) y quizá algo menos en Sobre las fábricas (2014), sigue activa en el presente volumen –a fin de cuentas, su primera parte recoge y reescribe la colección de 2012–; no obstante, la impulsividad precedente se somete ahora a una sintaxis generosa en recapitulaciones y meditación acerca de la formación del sujeto lírico. La poeta se relee, se critica, se corrige, elimina poemas, altera lo escrito y, no menos, lo vincula a textos inéditos posteriores –la segunda parte, la tercera– que infunden un sentido distinto a los versos antes publicados, supervivientes al castigo del juicio, a la criba de quien para nada acepta el descanso y sigue humanamente recomponiendo, limando, sumando, lejos de la actitud patriarcal de un Yavé que decreta el sábado, satisfecho con su creación.

He insinuado una persistente, casi obsesiva, exploración de la identidad; una especie de fábula del yo. Elijo llamarla fábula por ser imprescindible recordar que nos adentramos en el reino de la ficción: la primera persona del poeta lo es, aunque vestigios decimonónicos, románticos específicamente, estimulen a ciertos lectores a dudarlo o a ansiar medias tintas –con la anuencia de Käte Hamburger o, en los últimos años, de Jonathan Culler–. Hay una veta narrativa en los poemas de Abend, aunque se manifiesta con la suficiente apertura como para dejar el lirismo intocado. La anécdota, por otra parte, preserva la necesaria abstracción que eleva cada uno de sus componentes a un plano de experiencia no individual sino virtual: una autobiografía de la voz; y esa voz puede pertenecernos. La oiremos vacilar entre los marcadores maternos y paternos; entre los reflejos de su propia imagen provenientes de espejos literales o de las reacciones o las expectativas de los demás; ante las turbaciones de la sexualidad; ante la urgente gramática del cuerpo, con sus reglas tangibles o intangibles, ominosas o benignas. El ser que se busca –y a través del cual nos buscamos gracias al milagro del lenguaje, que nos despoja de lo que juzgamos nuestro para confundirnos con el Otro– en última instancia se encuentra, se reconoce como encrucijada del verbo y la vivencia, nunca mejor cristalizada que en uno de los poemas en prosa:

“¿Estás ahí, Padre, escuchándome cantar? Yo escucho tu respiración. Huelo ese aliento a lengua disecada. Es como la carne de vaca, pero más dulce.

¿Y esos ojos de vaca, también son tuyos? Te he visto en las estampitas, en los cuadros y estatuas. A veces los tienes azules. Otras, negros. Son redondos, rasgados, caídos, dos pelotas que se desbordan por una ranura, un trazo, un corte en la piel.

Tu lengua perdió su sangre hace mucho. Yo lo sé. Está conservada. La he visto. No ha envejecido un día. No se descompone”.

El no descomponerse de este entendimiento de la poesía sugiere una cualidad arquetípica en la fábula a la cual me refiero, lo que explica los trazos oníricos de su imaginería, que brota del personaje de la poeta concentrada en fundir espíritu y carnalidad, evanescencia y somatismo. Las inclinaciones de Abend en este punto recuerdan las de cierta Blanca Varela, pero lo moderno de su aceptada inmersión en las fuerzas del inconsciente da lugar a una poética ucrónica, tan de hoy como de ayer. De hecho, un poema signado por la ironía, sobre todo por la dislocación semántica del título, “Antología”:

“Fumé cigarillo

luego tabaco

después pipa

y la vida pasó”[,]

de pronto echa raíces en lo eterno, al hallar su correlato en una arcaica tradición, fuera de la sociedad y la época de la autora de carne y hueso. Véanse, por ejemplo, resonancias de las mismísimas inquietudes en la poesía prehispánica, tal como traduce Miguel León Portilla un antiguo canto otomí:

“El río pasa, pasa:

nunca cesa.

El viento pasa, pasa:

nunca cesa.

La vida pasa,

nunca regresa”.

Lo fundamental es reparar en que en la zona cartografiada por los poemas de Abend, espacio, tiempo y sujeto obedecen no a la voluntad de la conciencia o a caprichos de un yo absorto en la superficie de sus circunstancias y su personalidad, sino a fuerzas que convierten la escritura en puente, en vía de acceso a discretos modos de trascendencia. “Lo masculino, creo, es más interesante que el hombre”, se nos confiesa en algún momento; enseguida se completa la idea: “lo masculino en la mujer”. Tales diálogos con el Animus ponen en claro la necesidad de reunir lo escindido. Los opuestos se encaminan a un orbe donde se produce un balance o los conflictos se atenúan hasta casi borrarse. Hay en esta poesía anhelo de comunión; deseo que persiste en reconducir la multiplicidad al Uno genesíaco perdido. Como en la Trinidad a la que tantas veces se alude, la aritmética abandona el imperio de la razón para entregarse a un pathos –dulce pathos, como conviene al misticismo– que le permita abolir las diferencias. Flores de fuego en las tramas del ser. Pero no se tema el espionaje de una religiosidad boba: las reuniones exigen en Abend un trascendentalismo laico. Por eso los arrebatos metafísicos acaban invariablemente aliados con el guiño, la provocación, la sonrisa. Y por eso el abrupto sentir, la violencia que he mencionado, jamás abandona la inteligencia.

¿Adónde va esta poesía? El no saberlo a ciencia cierta me da pie, ni más ni menos, para celebrarla. En esta época de metas burocráticas, misiones ejecutivas y persecución del éxito, nada hay en ella de planificado. Estamos ante una poeta dispuesta a obedecer los dictados de un inconsciente que a todos nos domina. Sería mucha soberbia pretender imponerse a él. La hybris, mal usual entre escritores –y una de las enfermedades menos diagnosticadas por la medicina moderna–, no le tiende trampas a Raquel Aben van Dalen. En sus páginas hay violencia, pasión, trinitarias encendidas y una humildad ejemplar.

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Una trinitaria encendida

Raquel Abend van Dalen

Sudaquia Editores

Nueva York, 2018