Papel Literario

De la expresión americana y su corriente sumergida

por El Nacional El Nacional

O para decirlo en un lenguaje más académico: estas son anotaciones para un posible estudio sobre la cultura criolla a partir de los escritos, visiones e imaginaciones de José Lezama Lima.

Podría decir que esto tiene un propósito, no un objetivo. Se trata de una intención o una inclinación que fue apareciendo y se me fue haciendo consciente a medida que leía a Lezama como eje principal de un curso de “Necesidades Expresivas”: una asignatura obligatoria del área de Literatura y Vida en la Escuela de Letras de la UCV. Esta “materia” trata de acercarse a la imaginación poética y a la fantasía creadora por necesidad –o por instinto. La pregunta que pone en marcha este recorrido (estudio) en la literatura sería ¿qué (me) está fabulando o imaginando? A partir de esa pregunta se abren los puentes que enlazan la imagen poética con la tradición, con la historia, y con la vida de todos los días. Puentes con el sustrato colectivo de las imágenes (mitos, símbolos) y puentes con una interioridad que desconocemos, con esa Desconocida que imagina y fabula, que olvida y recuerda, que huye, espera o desespera en algún lugar interior. Malte (o Rilke) decía: “tengo una interioridad que ignoraba”, pero sospechamos que era ella quien lo tenía a él, sujetándolo como necesidad. Entrar en “necesidades expresivas” supone leer en la imagen y dejar que ella movilice nuestra interioridad. Decimos imagen como quien trata de situarse por debajo (no antes, ni por encima, ni aparte) de la literatura, como quien apunta a realidades no verbales; como anota Lezama Lima: “Vi lo que no vi / pero ¿el ojo? / Precisó”.

Pero en Paradiso, la patrona de Licario, resume ese otro peligro, que sería el de no ver lo que vimos: “–Toma la llave y reconstruye lo que allí puede haber pasado, a veces la filología se hace presente de inmediato, sin mirarnos, y es cuando ustedes los sorbonianos se quedan perplejos. Son capaces de derivar más precisiones de la roca donde se sentó Mario en las ruinas de Cartago, que de un cuarto a su lado en el Gay Lussac contemporáneo. Por eso no encuentran nunca trabajo y la gente ríe”. ¿Será que podemos entrar en el cuarto de la izquierda?

“¿El misterio toca?

Se ríe, saluda

Y vuelve a su misterio”.

Leer a Lezama es, pues, un ejercicio de perplejidad, una inmersión en el misterio de la poesía (no en la poesía del misterio); un aprender a escuchar con otro oído y a mirar con otros ojos (Lezama habla de un entreoído y una entrevisión) para captar las evaporaciones de la imagen: el rumor, la huida o la estela de la realidad penetrada por la imaginación. Entre el sigilo crítico y la vigilia acrítica, la verba de Lezama teje un continuo entre la flexión de las palabras y la reflexión sobre la palabra: imago e historia, era imaginaria y vivencia oblicua, súbito, resistencia, adherencia o devoración, su escritura rehúye las clasificaciones excluyentes, el gastado dualismo y las tediosas problemáticas en que suele enfrascarse la crítica literaria.

Partiendo, pues, de ese recorrido “en función docente”, la lectura fatalmente va inclinándose y haciéndose intencionada, creando caminos o itinerarios de lectura dentro de Lezama. Aquel curso fue dejando una memoria-paisaje, la corriente sumergida de una cultura, la nuestra, la criolla, americana.

Esta afirmación de Lezama: “He ahí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada sino problematismo, cosa a resolver (sic)”, podría convertirse en la provocación primera. El “problematismo” como piedra de toque o piedra de tranca para la expresión.

La obra de Lezama Lima, tanto su ensayística como su poesía y su narrativa, prolifera a partir de un núcleo cultural preciso: la cultura criolla del Caribe y sus peculiaridades cubanas; a partir de allí se fue segregando una visión del “hecho americano”. ¿Qué es lo peculiar, lo distinto, lo “sumergido” de esa visión? Que es la intuición poética la que traza continuidades y conexiones ignoradas o desatendidas por el discurso histórico y antropológico.

Creo que lo más justo es decir “mi fantasía” y no mi proyecto. Mi fantasía, entonces, se mueve alrededor de racimos de intuiciones lezamianas (intuiciones poéticas) hasta convertirlas en puertas o caminos para entrar en el territorio de la psique criolla del Caribe y de algunos de sus complejos más tenaces: caciquismo y caudillismo, sentimentalismo e idealismo, picaresca y heroísmo, maternalismo, puerilidad y virginalidades del vivir.

Los complejos mencionados –que podrían llamarse de otro modo, o quizá no sean del todo “complejos”– forman, en todo caso, parte esencial de la urdimbre vital de nuestra cultura: aparecen en nuestra mitología y nuestra historia; hacen y deshacen nuestras primeras instituciones, llámense estas familia, escuela o nación; y tejen lo que Américo Castro llamó “vividura” –la nuestra, la del hombre criollo.

En el arte y la literatura los complejos históricos, esos sustratos colectivos, hablan con elocuencia, se muestran con la sorpresiva verdad de la belleza y con una distancia que propicia una reflexión desapasionada, de modo que, a la larga, estaríamos impulsando una cierta conciencia de nuestras zonas más sombrías. Por eso creo que vale la pena intentar recorrer el camino de nuestros complejos siguiendo esa estela lezamiana que él mismo definió como el “hilado de la imagen en la historia”, su dibujo invisible, esa otra corriente sumergida.

Si convenimos con Lezama en que “lo desconocido es casi nuestra única tradición”, este interés por nuestros complejos históricos, cargado como está de fantasías, de expectativas, intuiciones y memorias, no resulta entonces tan descabellado. Después de todo, los complejos (psíquicamente hablando) son algunos de los componentes más elusivos y dominantes de una cultura, cuya manifestación cristaliza con frecuencia en imágenes. A ellas va el rechazo que está detrás de nuestras necesidades más imperiosas y la necesidad que está bajo nuestros rechazos más vehementes.

Hablemos de método, es decir ¿cuál es la ruta? Diré que se trata de una “lectura de imágenes” aunque, ya se sabe, la imagen es aquello que en el lenguaje no se deja leer, pero sí recorrer. No busco la comprensión, sino la reflexión después de haber sido estremecidos por una emoción, una señal de reconocimiento, un llamado, un estupor que parte de esa intuición poética.

Fragmentos a su imán se llama el último libro de poemas que publicó Lezama, y ese título es ya una metodología (es decir, un camino para el logos): la imagen sería como ese centro que reúne lo disperso, por atracción magnética, sin pretender centrarlo en una construcción. Dice Lezama: “La discontinuidad es la única manera de aproximarnos a la reaparición incesante” (“X y XX”); y en “Las imágenes posibles” advierte que “la imagen al verse y reconstruirse como imagen, crea una sustancia poética, como una huella o una estela que se cierran con la dureza de un material extremadamente cohesivo”. Así, en la imagen, la materia raigal, asiento y fundación, es también sustancia volátil, impulso para la huida o inalcanzable horizonte. De allí que una lectura de imágenes podría suponer la re-visión, por inmersión de, al menos, tres nociones “canónicas” que han sido hasta ahora instrumento de análisis en los estudios latinoamericanos: las influencias, los sincretismos y la identidad. No para construirlas ni deconstruirlas sino para sumergirnos y bucear por debajo de la zona que ellas han ocupado. Leyendo “en” la imagen toda certeza se vuelve pregunta y esa pregunta es nuestra única certeza. Así, siguiendo el hilado de la imagen en la historia podría intentarse, junto con Lezama, salir del énfasis en las culturas para entrar en las “eras imaginarias”; sustituir el mecánico “sincretismo” por el “espacio gnóstico”; abandonar el aburrido problematismo de la “identidad”, para escuchar la risotada baritonal de un toro sacudiéndose la blancura y la abstracción. Se trata, en fin, de tomarse en serio la apuesta metafórica para bucear en esta evasiva interioridad con la esperanza de acercarnos a “la gran tradición, la verdaderamente americana, la de impulsión alegre hacia lo que desconocemos”.

Hasta ahora, de un primer recorrido lezamiano han quedado algunos núcleos o constelaciones de imágenes, que agrupo en cuatro órbitas convergentes.

La primera, llamémosla del espacio gnóstico. Ella gira alrededor del mito y la memoria: la captación por el asombro y el espasmo fruitivo. Trata de la envolvente oscuridad de un paisaje ansioso de expresión: la pobreza y el botín; el desdén y la crueldad de hombres “sin insistencias humanísticas”. Un territorio donde se insinúan delirios y retóricas titánicas, fulgores y pre-sentimientos. Pero también atrapa la resonante expansión de la égloga clásica y del jardín arcádico. En esta órbita, dirá Lezama, “la realidad y la irrealidad están tan entrelazadas que apenas distingo lo sucedido, el suceso actual y las infinitas posibilidades del suceder”.

La segunda nos conduce al daimon cognoscente y gira alrededor de la historia en la memoria. Desde aquí podría uno acercarse a la dificultad americana de extraer jugo de sus circunstancias, y sospecho que la historia de Opiano sería un portal adecuado para iniciar un paseo en reversa, por la huida, el destierro y el encierro, entendidos como tres formas de un mismo complejo, el reverso del gran escenario bolivariano: la frustración, la mula y la celda. Cuando la memoria absorbe la historia, del silencio de las ideologías brota ese “hecho americano” cuyo destino, para Lezama, “está más hecho de ausencias posibles que de presencias imposibles”.

La tercera es una lenta inmersión en la tristeza de la piedra y es la órbita donde la historia “triunfa” como ciudad: forma alcanzada en “un vivir satisfecho en la lejanía”. Humores y estados, antes que complejos o sentimientos: el calor, el hastío, la desgana, y el “montuno”; sensualidad, melancolías y guayabos criollos.

La cuarta es la conversión de la ciudad en casas o sitios de ocio bien llevado y de la casa en verba o venturas criollas. Es el paso de lo soterrado popular a lo conversable familiar: “esa sabiduría voluptuosa que al expresarse redondea un gusto en el secreto de una costumbre”. Aquí se haría patente por qué en el trópico todo depende del estilo de la siesta.

La quinta órbita es la del acarreo invisible de los animales más finos, donde en la voz del padre cobra vivencia la frase “andar por el otro camino”.

Lo criollo que aquí va apareciendo no se confunde ya con esencia nacional alguna: nada típico, ninguna idiosincrasia, ni representativo de nada. Son imágenes de una sustancia interior, en todo caso un estilo, formas y vivencias. No virtudes ni valores, sino climas y humores.

En sus “eras imaginarias” Lezama propone estudiar no porciones de tiempo, ni períodos históricos cronológicamente circunscritos sino la huella memoriosa, cifras de una conjunción: la de lo abolido y lo prefigurado, lo que evapora lo perdido del pasado y lo que se construye en la añoranza de lo porvenir.

Parece que para Lezama la “fortaleza invisible de lo criollo” es medieval y gira, como un clavo ardiente, alrededor de un núcleo poderoso: la familia. Trasplantada de España hasta América, la fortaleza cambia el roquedal castellano o el patio andaluz por la lejanía del horizonte y de la playa o lo inabarcable de la tierra adentro. Quizá por esto, la patrona de Licario le echa en cara: “Claro, usted es suramericano y tiene una fabulosa reserva para permanecer ocioso. Y si se decidieran a trabajar ¿qué harían? Lo que tienen enfrente es la selva” (Paradiso).

Pero en la Colonia, la pérdida se levanta como una edificación: el pasado no es ruina sino lejanía, un sentimiento que se nutre de espera, a caballo entre la esperanza y la frustración. Donde el español aprendió desengaños, el americano siembra decepciones.

Pertenecer a un lugar, reconocerse y regresar; pero también partir, fugarse y desprenderse son vías para entrar en esta corriente sumergida y hacer paisaje: el paisaje debajo del paisaje; el que progresa de noche, mientras dormimos, soñamos, olvidamos o morimos. Como dijo Lezama hablando del criollo Miranda: “Se mueve por toda Europa, pero hasta que no halla su centro de nuevo en un calabozo, donde reconstruye a su país por ausencia, no se siente de nuevo venezolano esencial. Su paisaje tiene ya la suficiente fuerza, para que en cualquier escenario donde se desenvuelva, y abarcó uno de los mayores de la época, vuelva sobre él, lo retome y lo ponga en el centro de su calabozo”. Se trata, entonces, de recorrer los poemas como quien espera, ya sea en un calabozo o en una mesa, ante un cenicero, “esperando una visita, / o no esperando nada”.

_____________________________________________________________________________

Caracas, Escuela de Letras, 1999.