
Reconocido crítico de cine, periodista, ensayista y creador del portal Ideas de Babel (2006), Alfonso Molina ha publicado American Splendor. El cine de EEUU en el siglo XX. Las dos primeras décadas (Barralibre Editores, 2024), en el que comenta 170 películas producidas entre los años 2000 y 2020
Por NELSON RIVERA
—Usted ha producido crítica cinematográfica desde 1974. ¿Ha percibido en estas cinco décadas cambios en las formas cinematográficas de narrar? ¿Hay novedades narrativas, especialmente en el cine de Estados Unidos?
—Los años setenta del siglo pasado observaron la consolidación de los nombres que han hecho historia en el cine estadounidense. Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, George Lucas, Woody Allen, Stanley Kubrick, Bob Fosse, Martin Scorsese, Terrence Malick, David Lynch, Jonathan Demme, Clint Eastwood y otros que con sus filmografías muy particulares tomaron el relevo de creadores como Orson Wells, Alfred Hitchcock, John Huston, Billy Wilder o Arthur Penn. Los “nuevos” ofrecieron en las siguientes décadas formas de narrar más particulares, tanto en sus historias como en el uso de la fotografía, los efectos especiales y el montaje. Spielberg, por ejemplo, va de la fantasía científica de Encuentros cercanos del tercer tipo al drama histórico de La lista de Schindler, de las aventuras de Indiana Jones al respeto de la Constitución de su país en Puente de espías. Podríamos hablar de la poesía de Malick o la irreverencia de Lynch o los innovadores musicales de Fosse o la violencia de Scorsese o de la alternancia dramática de Allen o la capacidad de filmar en otro idioma de Eastwood en Cartas de Iwo Jima. Es decir, cada uno de ellos dio su paso de avance. Luego el inglés Christopher Nolan revolucionó el montaje multitemporal en la producción norteamericana con Memento y el mexicano Alejandro González Iñarritu combinó tragedia y poesía en 21 gramos. Innovaciones muy personales, cierto, pero creo no hay de otro tipo.
—¿Y qué decir del público del cine? ¿Son detectables algunos cambios? ¿El streaming, cine en casa a través de Internet, está cambiando el perfil del público? ¿El espectador de pantallas desplazará al espectador de las salas de cine?
—Creo que ya es un hecho. Como lo afirmo en la introducción de mi nuevo libro, a principios del actual siglo se suponía que los canales digitales alcanzarían a desarrollarse en las salas, pero se operó un giro importante a partir de la experiencia de HBO, Europa-Europa, AXN y Cinemax del siglo pasado y ahora el cine va directo a las casas con Netflix, Prime Video o Paramount+, por nombrar algunas de las numerosas plataformas. El cine en las pantallas domésticas. Cada quien puede ver una película distinta en cada cuarto o cada sala hogareña. Es un fenómeno universal que combina precios más bajos, mayor comodidad, inmediatez y variedad de géneros. Se potenció de forma brutal con la pandemia del Covid 19 y el aislamiento físico. Salas vacías, centros comerciales inhóspitos, miedo al contagio. El streaming reconfiguró el negocio de la exhibición. Si no te gusta una película simplemente la “tumbas” y buscas otra en cuestión de minutos. Puedes estar en pijama o vestido más formalmente. Las redes sociales se llenaron de recomendaciones sobre películas y series en las distintas plataformas. No siempre afortunadas.
—¿Son distintos el cine pensado para la gran pantalla y el cine pensado para el consumo en el hogar?
—Más que distintos en el plano estético, yo diría que diferentes en el plano de sus formatos. Hoy las series dominan con comodidad las audiencias con estructuras que van de los cuatro capítulos hasta la docena de episodios y en varias temporadas. Antes se podía ver series como CSI o Criminal Minds o House o hasta El comisario Montalbano con historias que comenzaban y concluían en cada emisión. Ahora hay que seguir un orden prestablecido en, por ejemplo, la española La casa de papel, la francesa Turpin, la norteamericana Mad Men o la británica The Crown. Hemos vuelto al formato de los seriales literarios de hace siglos. Por otra parte, películas como El irlandés, de Scorsese, estuvo unas semanas en las salas y pasó de inmediato al streaming. La misma película, sin edición especial. Igual ha pasado con Emilia Pérez, de Jacques Audiard, o María Callas, de Pablo Larraín, que ya pueden verse en las plataformas incluso antes de ser consideradas para el Oscar. Dos ejemplos de producciones latinoamericanas vinculadas con su literatura: la controvertida Cien años de soledad se concibió desde un principio como serie por Rodrigo García, el estupendo cineasta hijo de Gabriel García Márquez, mientras que el gran director de fotografía mexicano Rodrigo Prieto debutó en la realización con su adaptación de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, pensada como película. Pudo haberla estrenado en los complejos de exhibición de su país y el mundo, pero prefirió la oferta de Netflix pues sabía que iba a tener más espectadores que en las salas físicas.
—Esta percepción: se ha multiplicado la presencia de información sobre el cine en portales y redes sociales. Pero, simultáneamente, parece estar produciéndose en América Latina una merma de la crítica, del análisis cinematográfico. ¿Podría comentar al respecto?
—Con la hegemonía comunicacional de las redes sociales masivas se ha sustituido el análisis cinematográfico por el comentario breve e inmediatista. Lo denomino la “gran flojera intelectual”. No hay que pensar mucho, solo leer lo que dice fulano de tal en tres o cuatro líneas. A esta situación se añade que los medios tradicionales, impresos o audiovisuales, cada vez limitan más la presencia del análisis. Salvo en los grandes diarios de las Américas y Europa, que son los que conozco, en los demás la crítica ha ido desapareciendo poco a poco. Una columna como la mía, “Cámara Lenta”, que en 1977 era diaria, a petición de Miguel Otero Silva, ya no existe con esa periodicidad. Sergio Monsalve publica una vez a la semana en El Nacional. Héctor Concari cada 15 días en el mismo diario. Afortunadamente, algunos portales digitales especializados han asumido su preservación.
—¿Con quién o con quiénes conversa sobre cine estadounidense Alfonso Molina? ¿Mantiene intercambios con otros feligreses o con otros críticos? ¿Lee revistas especializadas, libros? ¿Su actividad es esencialmente solitaria?
—Converso con mis colegas Héctor Concari, en República Dominicana, y Gustavo Valencia, en Colombia. Ambos muy formados y coherentes. Intercambio regularmente con Luis Bond y Humberto Sánchez, en Venezuela. También con Juan Carlos Lossada y Mario Crespo, ambos en Madrid. Leo mucha crítica internacional de EE UU, España, Francia e Italia. También están los portales Filmaffinity, Perro Cine, Roger Ebert o El Antepenúltimo Mohicano, dedicados a la información y la crítica. Analizar una película o un proceso cinematográfico sigue siendo un acto solitario, como nos sucede a cada uno de nosotros. Salvo cuando dicto mi curso Todos somos críticos en compañía de sus participantes. Expongo mi método de análisis a una audiencia de más o menos 20 personas. Luego vemos un film seleccionado por su calidad. La audiencia se divide en cuatro grupos de cinco personas, quienes por separado aplicarán mi método de análisis. Finalmente, cada grupo expone sus conclusiones. Vale decir, en este caso se trata de una labor colectiva de reflexión.
—Analiza en su libro 170 películas producidas a lo largo de dos décadas. Un esfuerzo más que meritorio. ¿Hay allí algunas en las que estén reflejados, de forma elocuente, los cambios que está experimentando la sociedad estadounidense? ¿De qué hablan esos cambios?
—Son muchos los ejemplos. En Gran Torino y Los golpes del destino (Million dollar baby), ambas de Eastwood, se evidencia el cambio social y cultural a partir de las etnias y del género. En Escritores de la libertad (Freedom writers), de Richard LaGravenese, una maestra de escuela recurre al Diario de Ana Frank para reconducir la conducta violenta de unos alumnos hispanos de una escuela marginal en Los Ángeles. En La conspiración (In the Valley of Elah), de Paul Haggis, se observa la crisis personal y social de la participación militar de EE UU en Irak. La evolución de la pareja y la familia en la sociedad norteamericana se halla en Un hombre serio, de los hermanos Cohen. David Fincher aventura una aguda percepción en La red social sobre lo que son y serán las nuevas formas de comunicarnos. Son muchos los ejemplos del registro de transformaciones en la sociedad de EE UU a través de su cine.
—Quiero preguntarle por su método de trabajo. ¿Qué ocurre entre el minuto en que finaliza la película y el minuto en que pone el punto final al artículo respectivo?
—Mi aproximación a un film se desarrolla rápidamente en tres pasos: el sensorial, el emocional y el racional. Mi método de trabajo recurre, en primer lugar, a los elementos internos de lo que vemos en la pantalla: tipo de historia, desarrollo dramático, dirección de fotografía e iluminación, ritmo del montaje, pertinencia de la música, el valor de la dirección de arte y, desde luego, las actuaciones. En segundo término, analizo los elementos externos que no vemos en la pantalla, pero se sienten en la construcción de la película: contexto histórico de la situación dramática, valores culturales de cada país, trayectoria del realizador, sus posiciones políticas y éticas, etcétera. Luego estructuro una síntesis entre los factores internos y los externos que me permite entender mejor una obra cinematográfica. Hay amigos que me dicen que es un método complicado, pero ese es el que me brinda mayor conocimiento. Es el mismo proceso de análisis que utilizo cuando leo una novela o veo una obra de teatro. Todas las creaciones tienen factores internos y externos. Simplemente hay que identificarlos. El proceso de escritura de la crítica fluye con libertad.
—¿Qué pasa con usted cuando se sienta en una gran sala de cine y las luces se apagan? ¿Cuáles recuerda como los mejores espectáculos que le ha deparado el cine estadounidense?
—A pesar de que hoy veo muchas películas en streaming, aprecio mucho la soledad personal de la sala oscura, no importa si está llena o vacía. Pero más allá de esa experiencia íntima, ir al cine es un acto social para mí, pues trato de ir con mi esposa o mis amigos. Esto implica conversar luego la película tomando una copa, conocer las opiniones de las otras personas, descubrir situaciones que no había percibido y un largo etcétera que es casi siempre muy grato. ¿Experiencias notables en mi memoria cinematográfica? Recuerdo la vez que vi Apocalipse now, de Coppola, en la enorme pantalla del Ziegfield de Manhattan, que lamentablemente ya no existe. También la primera vez que vi El séptimo sello, de Ingmar Bergman, en la vieja sala de la Cinemateca Nacional dirigida entonces por Rodolfo Izaguirre. O cuando más recientemente volví a admirar Chinatown, de Roman Polanski, en el Trasnocho Cultural, al cumplir 50 años de estrenada. O la primera vez que vi Il sorpasso, de Dino Risi, en el viejo cine Arauca de Los Rosales, en Caracas, en 1962. O cuando en 1980 vi L’Impero colpisce ancora, o sea, El imperio contraataca, de la saga inventada por George Lucas, en una vieja sala de Roma cuyo nombre no recuerdo, que en verano abría su techo para evadir el calor. Son tantos recuerdos.
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