Michel de Montaigne | Autor desconocido

Por ALFREDO ANGULO RIVAS

Presumir de listo es de tontos, al final la vida se encarga de ponernos en el sitio. La dificultad es que no todos elaboramos del mismo modo la experiencia, y la sordera interior es una posibilidad que puede alcanzarnos sin más. Digo entonces que vale la pena mirar con nuevos ojos el viejo asunto de la vida ligera.

Johan Huizinga fue un espíritu libre que vio en la cultura una clase de juego con el que damos sentido a las cosas. Requerido para escribir una historia de las emociones, el escritor holandés respondió con una propuesta tentadora: la historia de la vanidad. La verdad es que nunca acometió esa tarea, acaso porque anticipó alguna seducción inconfesada entre el autor y su tema.

¿La vanidad es una distorsión de la comprensión que menoscaba la prudencia y perjudica el interés propio? Objetará el lector que nadie está hecho de una sola pieza, y que cada quien es una prolijidad de seres. Así y todo sigue en pie la definición del bien que refrena al monstruo que nos habita; esto es  la prudencia de no llegar a ser todo lo que uno es. Luego habrá que insistir en que una vida sin examen es un llamado al autoengaño, la complacencia convertida en destino irremediable.

Leo en mis notas que la vanidad se emparenta con el espejo que forma el yo, y que su presencia parece estar adherida a los sí mismo, al egoísmo, y a cuanto sea idéntico. De esos costados del ser humano ha dado cuenta el pensamiento moral, que el asunto es sabido, y que también la sed de originalidad para escribir puede terminar en un terreno baldío. Así que este es el envite: en la repetición es posible encontrar la diferencia.

Si un ensayo es la combinatoria de un par de temas, vanidad y escritura son asuntos entretejidos por lo humano. Escribir supone alguna dosis de narcisismo, tener algo que decir y vigilar las trampas de la conciencia. Así por caso el abrazo que nos dan los prejuicios. Uno es suponer que el vanidoso escribe con palabras rebuscadas, que no es así. Los conceptos del lenguaje culto son una garantía para realizar la comunicación general.

Vanidad es citar a muchos autores o no aludir a nadie en particular. Acudo a The Cambridge Dictionary of Philosophy, busco qué es el concepto, encuentro que son ideas, estados mentales, palabras aplicadas a una entidad, y es una habilidad para clasificar. Más que una realidad física, aquí el discernimiento es moral. La vanidad, tal cual  los hechos de la cultura y la sociedad, supone acuerdos intersubjetivos y un lenguaje compartido. Su realidad es epistémica, y en absoluto descifra una proposición ontológica.

Se atribuye a Evagrio el Monje la autoría de la primera relación de ocho grandes pecados, un inventario en el que incluye la pasión de la vanidad. Que el pontífice Gregorio Magno redujera el contenido a siete pecados capitales nos permite suponer que todo catalogo es un recurso falible. Clasificar orienta, ordena, sirve para discriminar, y acaso para ser formulado y fijado por un alfiler en nombre de alguna forma ideal.

Convengamos pues en que el concepto es el arte de la mente humana construyendo condensados de sentido. Pienso en Reinhart Koselleck, el historiador germano para quien los conceptos eran campos de batalla semánticos y concentrados lingüísticos temporales que depositaban las experiencias históricas de las sociedades. Pero la vanidad, más que un ámbito contencioso, es la imbricación de significados en el dominio de la comprensión humana.

Ah vanidad, en tu dominio moran los actos salientes de una historia de oro, y en tu herida se labra el origen de iras y caprichos. Si ha de ser cierta tu existencia ubicua ¿cómo engastar en la fijeza de un concepto los trozos demolidos del ser que vamos siendo?  

La distracción de la anécdota

Hay una tensión interna muy grande, escribir sin presumir. Una parte supone la comunicación ideal, la otra al lector soberbio. ¿Qué propósito mueve al escribir?, ¿soñar con la admiración del lector o suscitar la contenida interrogación modesta? Puestos en esa disyunción, escribir es una elegía al amor voluble. Porque aquel es un oficio a la altura de Sísifo, el pulso sin una victoria definitiva. Ah, ese frío y ladino verbo escribir, ha dicho con puntería Anne Carson.

No, no es posible contar todo como presume el historicismo. Pensemos en que la historia es en esencia una práctica significativa. Desde hace cuatro siglos, valga suscribir al francés Michel de Certau, hacer historia ha conducido a la escritura, a un modo que fabrica guiones capaces de organizar un discurso que sea comprensible. Hacer la crítica historiográfica en lugar del dato histórico, redime al ser humano de la distracción de la anécdota. Y del pasado que nunca pasa.

La idea es plausible: hubo más que un único lugar en el origen del primer fuego que calienta la existencia. Occidente es hoy una forma rechazada, sus críticos objetan que es una dominación decadente del macho blanco cristiano. El polo ha perdido influencia, si bien mantiene su potencia explicativa. Mirar a Atenas y Jerusalén, al cruce de helenismo y judaísmo, es asumir una tradición y un repertorio argumental. Es el que elijo.

Enfermedad sagrada llamó Heraclito a la vanidad. Cabe suponer que con sus palabras se refería a un estado de insania mental y a una potestad divina que sobrepasa al promedio humano. El hebraísmo a su vez concedió a la vanidad una existencia omnipresente. Temprana además porque  Abel, hijo de Adán y Eva, aliento y soplo, fue también encarnación de la vanidad, así llamado por su corta vida y súbita muerte.

Tucídides, el guerrero caído que supo convertir el exilio en escritura, hizo bien al desconfiar de su propio juicio: Coincidimos en que fue esto lo que vimos, así dijo con sana precaución metódica, para luego postular las tres motivaciones del poder: el interés, el miedo y la vanidad, la fórmula concentrada de una filosofía de la historia rebatida por quienes ven en esta discontinuidad, ruptura y variedad de escalas en el tiempo.

Aunque el engreído es capaz de hacer daño reconocible, en Ética a Nicómaco el vanidoso es más tonto que malvado. Necio e ignorante de sí mismo, asume empresas honrosas para luego quedar mal. La nuez dura del asunto es que Aristóteles se refería así a un tipo específico y no a la humanidad en su  conjunto. Aquí la vanidad es una pasión discernible entre la variedad de la especie humana.

A más de ser un libro de principios éticos,  Eclesiastés señala la incertidumbre de la existencia. Vanidad de vanidades resume la convicción de la fatuidad de las cosas, la vida humana unida sin remedio a la muerte. Por su origen etimológico, el significado de fatuo se relaciona con un estado de delirio profético, un fenómeno psíquico que aún pervive en el habla alucinada de quienes padecen del síndrome de Jerusalén.

Una a otra, en la tradición grecorromana la vanidad es una pasión enferma. Desconocer la finitud es nocivo, daña por la inflación del ego. Narciso carece de experiencia porque está aislado. Impedido de meditar sobre su nada, queda asfixiado por su propia imagen. La filosofía cristiana, a su vez, entronca la angustia del tiempo de la tradición hebrea con  el propósito  de trascendencia, de tal modo que su realidad definitiva no es de este mundo.

Acaso esta sea una consideración plausible acerca de la condición humana: Jesús en la cruz hizo un sacrificio innecesario. Pero en Imitación de Cristo, Tomas de Kempis había postulado que aquel era el modelo a seguir. Vanidad es larga vida y no cuidar que sea buena, escribió para criticar el sesgo intelectual de su tiempo. El conocimiento es el temor a dios, eso dijo el religioso, aserto con el cual ponía de manifiesto la comunicación entrañable entre ciencia y religión.

Bien pudiera decirse que más que un hombre fue un tipo humano. Agitador de visiones delirantes, Gerónimo Savonarola supo  estimular la práctica de la hoguera de las vanidades, el incendio de miles de obras de arte, espejos y libros considerados objetos de pecado. Su propósito de pureza cristiana exacerbada por el ayuno y la mortificación de la carne termina en el suplicio. El profeta desarmado resulta abatido por el principio eficaz del poder, y el concepto fue el intercambio promiscuo entre lo viejo y lo nuevo.

Entonces creyeron fijar la cifra de los propósitos humanos fallidos y secretos. Aquel era el libro total, suprimido cada noche y recomenzado cada día. Convencidos de la inutilidad de su escritura, consiguieron que toda historia es apenas el presente que interroga. De la madeja indeterminada de la realidad extrajeron el hilo de la vanidad herida. Los escribas consignaron más tarde que pareja energía  tuvo la vida vana, una metáfora de la cansada entraña humana.  

No, no es posible presumir de un ensayo sin  Miguel de Montaigne. El ser humano,  la más frágil de las criaturas dijo, presumía de igualar a dios y atribuirse cualidades divinas que elegía él mismo. Pero hay otra dimensión acaso más significativa en su escritura: ese que al hacer ensayos no puede producir resultados. Y que mejor aún propone un método de trabajo: si el tema no lo conoce bien, por eso mismo lo ensaya.

Es posible que nadie se libre de la vanidad, hay mendigos que piden con garrote, pero de ser una realidad moral unánime, sería imposible distinguirla. El psicoanálisis enseña a no avergonzarnos de nuestros apetitos, aunque la vanidad es el deseo incoherente sin convicción ni trascendencia ni cuidado de sí. Pero vamos, la superación de los agregados psíquicos de la vanidad es solo técnica de autoayuda; se trata más bien de enfrentar su recurrencia.

Quizás la cuestión última de toda historia es ¿qué es el ser humano? Uno puede distinguir la metáfora vegetal en Aristóteles, sin voz, dijo, el hombre sería apenas algo más que una planta. En Lutero, el humano es un fuste torcido sobre el que no hay modo de enderezar. Y en Isaiah Berlin, un débil junco pensante.  Así y todo, quizás la metáfora mineral encaje mejor en el proceso de llegar a ser: el humano es una piedra preciosa que debe ser tallada por el trabajo de la cultura y la educación.

Porque el sufrimiento está lejos de curar la vanidad; una desgracia demasiado grande forja un alma impasible. Y sin embargo: si entendemos por cultura algo como los lentes a través de los cuales un grupo de personas ve de modo ineluctable el mundo, entonces cultura es sinónimo de conciencia, algo absurdo por su generalización, contraria al recorte de la realidad, que es el servicio del concepto. En fin, la invitación es a pensar, no a pensar distinto, a pensar.

Y sin garrote. El cuidado de si es reflexionar sobre la propia experiencia, el encuentro con personas bondadosas y lecturas adecuadas, cuidarse del sueño del aplauso, y descreer de las falsas tierras firmes de poder, riqueza y notoriedad. Ah, pero nada de alarde de pureza ni alejarse de la vida, es fortaleza interior, contra la desesperación, la severidad y el cansancio de que todo es vano.

Cuesta bajar para el narciso de YO SOY. Se aprende así, una vez más, recuerda el español José María Esquirol, que a lo más alto no se puede acceder sin pasar por la nada. Apenas un guijarro lavado por las aguas inmemoriales del tiempo, eso concede al ser humano la metáfora mineral de la mejor poesía.

Así hallaron que el polvo volvería al polvo, barrido de la tierra por el cataclismo, la guerra, o por el paso mismo del tiempo, olvidado por la historia como otro esfuerzo inútil y pueril de aquellos pequeños seres desmesurados. Otros, insomnes, recordaron su finitud, advirtieron las asechanzas, pero su relación con la realidad había caído en desgracia, hundida la verdad en el ojo del entretenimiento.  


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