Por SLAVKO ZUPCIC*
Disfrazar, vestir al curador, para aumentar su poder terapéutico o impedir su herida, siempre ha sido menester de la medicina. Desde el barro pintado que cubre la cara del chamán en las culturas primigenias de Indoamérica hasta los actuales equipos de protección que impiden la propagación del coronavirus, pasando por la máscara picuda rellena de hierbas que se usó para alejar la peste negra en el siglo XVII y la bata blanca que por años ha sido insignia del ejercicio. Debería recordarlo el médico al vestirse y desvestirse en la actualidad pero la situación no lo permite. Hay quien habla de vocación y entrega, los vecinos del hospital aplauden, pero el médico travestido suda y sufre. Está tan turbado que para vestirse y desvestirse se hace guiar a pesar de haberlo hecho ya decenas o cientos de veces. Primero se coloca las botas desechables: ¿acaso al perder el contacto con el pavimento deja de tener los pies en la tierra? Luego enfunda el mono o la bata de polipropileno. Quizá después los primeros guantes, luego los segundos: con estos, el sentido del tacto ya está abolido o por lo menos disminuido. Las gafas, las mascarillas, el gorro y la pantalla. La cabeza deja de mirar el techo (el cielo) y si el médico fuese palmera su cogollo dejaría de relacionarse con el sol. No es literatura: igual entre gafas y pantalla, empañadas ambas, ya ha perdido el cincuenta por ciento de la visión.
Una vez travestido, se pretende seguro, pero también se está incomunicado, aislado. Las manos comienzan a sudar, luego le sigue el resto del cuerpo. Las gafas se empañan, la respiración se dificulta, los miembros al moverse crujen, hacen ruido, y cuando pronuncia la primera palabra o da los primeros pasos el médico no se reconoce a sí mismo. Suena como un robot, parece un robot, camina con la rigidez de un robot, su boca es invisible o inexistente y su voz ha sido ya filtrada por la válvula de la mascarilla, por la segunda mascarilla e incluso por la pantalla. El médico habla, retumba como Darth Vader y el paciente se compadece de verle y escucharle. Cuando intenta colocarse el fonendoscopio, entre el gorro, la pantalla y algún resto de alcohol pendiente de evaporarse en los ductos del instrumento, la audición es mínima. Pasa lo mismo con la visión cuando empuña la linterna para explorar la orofaringe o cuando entuba casi a ciegas. También con el tacto cuando palpa el abdomen o comprueba algún pulso.
Esas circunstancias, que parecerían insoportables hace tres meses, más que válidas son necesarias porque los equipos de protección que las generan permiten que la medicina, no solo su saber disciplinar sino también sus técnicas, se acerquen al paciente, lo aborden y ayuden, permitiéndole en ocasiones revertir el curso natural de la enfermedad y en otras acompañarlo minimizando el sufrimiento que la patología produce. El médico ha servido entonces de vehículo para trasladar el saber que ha incorporado, pero es posible considerar que la deprivación sensorial, la disminución cognitiva y las múltiples barreras que lo separan del paciente intentan alejarlo como ser humano de la experiencia. Se necesitan, son imprescindibles los equipos de protección, pero no puede ignorarse que su uso, su bendito uso, ha sido también programado por un modelo médico, el del siglo XXI, que minimiza la semiología y privilegia distanciar al médico del paciente y abordar la patología desde la evidencia que muestran resultados de laboratorio e imágenes de radiodiagnóstico. La enfermedad y el modelo médico actual programan y favorecen el distanciamiento y, juez y parte, valoran como precario el acercamiento humano del médico y apuestan con mayor fuerza por la medicina a distancia.
El médico en el circuito COVID, también llamado zona sucia cuando se habla con palabras de andar por casa, no se diferencia mucho del médico de la peste negra. El atuendo descrito por Charles de Lorme en el siglo XVII incluía, además de anteojos y máscara picuda con hierbas, sombrero, un abrigo revestido de ceras aromáticas, guantes de piel de cabra y botas de caña alta. Además, para no tocar pacientes ni cadáveres, una vara que le permitía distanciarse de la realidad. Esa indumentaria fue hace cuatrocientos años un adelanto del distanciamiento médico y la distancia entre la punta de la vara y la mano del médico el primer metro de una telemedicina que cada vez se practicará más. Solo cambia la introducción del plástico y que, gracias a la pantalla, la cara de pájaro es ahora chata, aplastada, de robot.
Ya entonces la medicina supo refundarse para sobrevivir. Lo hará también ahora y, a pesar de los cambios o gracias a ellos, encontrará la forma de acercarse nuevamente al paciente, por lo que no es necesario sentir miedo por ella. Ese sentimiento tan humano lo lleva el médico consigo y aparece nuevamente cuando se separa del paciente y, habiéndose quitado botas y gorros, bata, pantalla, gafas, máscaras y guantes, deja de estar travestido y se topa desnudo con los vapores de la enfermedad.
* Slavko Zupcic (Venezuela, 1970): Médico y escritor. Trabaja en el Hospital Provincial de Castellón, España. Autor, entre otros, de Cementerio de médicos y Curso (rápido y sentimental) de italiano.