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El garrote de la desmemoria, a propósito de la novela Nada nos pertenece

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Por ADA IGLESIAS MARQUINA

«Nada nos pertenece salvo en la memoria», frase de The afterlife and other stories, de John Updike, pudo haber servido a Samuel Rotter Bechar para titular su primera novela —bien por casualidad, bien voluntariamente—. Si no existió tal referencia, al menos el enunciado sí es útil para colegir los caminos mentales del escritor, quizá porque para los emigrantes, como él, la memoria es un territorio reconocible, al alcance de las decisiones que la recuperan, aunque resulte laberíntica, traicionera, como un mal testigo. Como ese testigo de sí mismo en que se transforma el narrador al final de su historia.

¿Cuál es el hilo que conduce Nada nos pertenece (Caracas, Oscar Todtmann Editores, 2021)? La primera impresión, si nos atenemos a que se presentan dos estructuras muy diferentes en fondo y forma, indicaría que cada una respira por sí misma. Intentaré dirigirme por un camino más complejo, que espero acierte con la intención del escritor. De no ser así, siempre nos queda la manida frase que señala a los lectores como los dueños de la novela.

En ambos segmentos del libro la violencia más visual, efectista y efectiva da paso a la del desarraigo, a la inconformidad respecto de la nostalgia paralizante, con el daño que el narrador se infringe mental y físicamente y que le lleva a dejarse empujar por muchas ensoñaciones que le estancan.

Pero también la desmemoria, como primer mecanismo de defensa, y luego, la recuperación de los recuerdos por medio de la escritura u otros hilos conductores de la vida: música, arte. El narrador se pierde en una actualidad que apenas observa y describe, y busca los orígenes para aferrarse a su historia familiar y social, a la historia «religiosa», para encontrar un núcleo que le diga algo, que lo dirija. Ese es el eje que subyace en este territorio de Rotter: no el tiempo, no, sino el necesario dibujo de una plataforma familiar, personal y afectiva que le permita recuperarse del desarraigo, del espasmódico contraste entre un país arruinado en sus valores y otro que solo le ofrece una ventana frente a la que está o se siente solo, mero espectador de la vida de los demás.

Alguna ambición queda, y es la de explicar y explicarse, ¿trascender?: imposibilidad que nos adelanta el narrador agotado, enfermo, ansioso por la inercia de la que no sabe escapar.

Los antecedentes

La primera parte —de tres, aunque la segunda, brevísima, sirva de engranaje, de un puente que nos revela la tercera— presenta un par de leyendas que desatan la agresión, el daño, un germen del mal: la del Tirano Aguirre, quien entre la historia y la mitificación dejó un camino de sangre reconocido por el propio personaje en alguna misiva dirigida a Felipe II, descriptiva de las setenta y dos víctimas a las que por su propia mano o por otras vías de ajusticiamiento fue desperdigando en su recorrido a lo largo del territorio venezolano.

Otra posible leyenda (¿recreada por el narrador?), la de la bruja de la cascada de lágrima de danta, nos presenta a un descendiente de Aguirre, enloquecido por la ira, la lujuria, el desprecio al que le somete una «bruja», quien también había padecido el rechazo y aislamiento por parte de los moradores del lugar.

La construcción del mal proviene de un garrote («extensión de nuestro deseo y voluntad» p. 10) que ejecuta los sentimientos más ruines de sus dueños  y que explica la deriva de un país que persiste en la violencia sin que nadie haya conseguido pacificarla en su historia reciente. Ese instrumento es la representación del cainismo, de los deseos insatisfechos que propician una frustración no canalizada más que en el daño a los congéneres. Y que va extendiéndose hasta alcanzar el ánimo de los victimarios, cada vez en mayor número, por sucesivas centurias.

Es un país casi «maldito», que tiene como única misión desmadejar el daño y el origen de la ira. Pero la era criminal persiste y arrastra a los personajes hacia la desventura y la muerte.

Los herederos

Ese es el territorio en el que coexisten personajes como Carlos Solórzano, Mónika Steiner, Elisa González, Graciela Osorio, víctimas que tienden a la reparación externa, la venganza, en el caso del primero; o la interior, la del sufrimiento del que es necesario escapar, por supervivencia y por una recodificación de las acciones irracionales que padecen a diario.

Y también están los que, carcomidos por una especie de virus malvado, magnifican el daño, subvierten el orden, como el propio Aguirre, Feliciano Rebolledo en su feudo llanero, el marido que maltrata reconvertido en homicida, o el propio narrador que pena por la inercia, el abandono, la desafección. Y a cada hecho sucede la reacción: Feliciano mata y se nos recuerda que lleva encima trece homicidios. Pero muere a manos del antihéroe, Carlos, el hombre que busca sentido a su tiempo y, al no hallarlo, incluso asume venganzas que no le pertenecen.

O aquellos de los que apenas sabemos y a quienes damos vistazos, como las dos Eugenias: la que se esconde y huye; y la que llega, sin que sepamos nuevamente nada de sus futuros.

Son personajes que a veces desvarían ignorando qué les avasalla, caminantes a ciegas por veredas inhóspitas, con sosiegos muy contados (la playa en la que tres jóvenes respiran libres; los recuerdos infantiles del narrador; las madrugadas de radio de Graciela; ese espacio de un diario donde Mónika explica y diluye su desamor).

Y hay dos personajes guías, casi demiurgos, que intentan explicar, pausar ¿o confundir?: el hombre que Carlos se encuentra durante su camino-búsqueda, y Max, quien también explica y advierte al narrador. Finalmente, desisten. Ambos, de quienes ni siquiera nos consta su existencia, acaso apariciones o alucinaciones, entregan una especie de «pases» a cada uno de los viajeros: conejos, una pastilla azul, una cifra que desbloquea puertas.

Cómo se muestran las cartas

Se trata de cuadros superpuestos, como aquellas imágenes estereoscópicas de View-Master que van pasando unas tras otras y unas sobre otras, como en la escena en la que los dos jóvenes opositores al régimen dictatorial que azota Venezuela, Ricardo y Zigui, recrean en una sábana puesta de punta a punta de una calle entre dos edificios las imágenes del escarnio y atrocidades que delatan el sistema político. El público grita o apoya; mientras que ellos fuman, comen, duermen, charlan y esperan el fin de la función. Son las secuencias que van sucediéndose y enlazándose en algún punto del recorrido. Y, al igual que en el disco del aparato, al superponerse crean profundidad.

Ratas, hombres ebrios, mujeres lectoras, un automóvil. Caminan, salen, entran, están. Conforman la segunda imagen que da tejido a las historias más definidas, como los hilos de Carlos y Mónika, cruzados en algún punto, destejidos con el tiempo. Son las miradas, los recuerdos del narrador de la tercera parte del libro, quien se vale de un breve escalón (segunda parte) para emerger y dejar establecido que todo lo anterior a él, a su propio andar, era aquello que quiso escribir y desechó. Mónika, Carlos, los amigos que se quedaron, el país desmoronándose, derribado, ya constituían elementos que no significaban nada.

No hay heroísmo en el desarrollo de las acciones y menos en la muerte. Ladrones y crueles asesinos se equiparan con quienes alguna vez pretendieron idealismos. Las ilusiones de los personajes topan con la política, ante la que Carlos sucumbe y Mónika escapa, no sin resistirse. No hay rebelión posible: «Siento que no puedo sacar de mí lo que han hecho conmigo» (p. 110).

Los recuerdos de la primera parte, los textos, el diario son entregados por la madre de Mónika, la promesa de escritora, al siguiente tenedor de la palabra: Enrique Arenberg Manyak. Y ese narrador, del que ya sabemos nombre y apellidos, desnudo de ataduras del pasado que quiso relatar, atraviesa el limbo de su soledad, más bien calvario, en su nueva urbe, expuesto ante sus patologías mentales, el abandono y el oficio de escribir como única posibilidad de redención.

Hay un momento en el que ambos artistas se encuentran, pero, tras el abrazo y reconocimiento de ambos, el narrador marca su destino en soledad; de hecho, no vuelven a verse. Y él no sabe qué hacer con lo que encuentra. Transcurren trece años desde que relata esa primera parte y empieza su propio decurso: un soliloquio.

¿Acaso Enrique describe la actualidad del autor? ¿No es un cíclope capaz de cerrar ese único ojo del pasado y nadar en un presente que lo paraliza? ¿La parálisis no es la del proceso creativo?, ¿la del único lenguaje que posee para explicarse? No es el arte, no es la música, ante ellos es espectador y sensible, pero es la palabra el medio que lo reivindica: «Ahora solo espero un milagro. Emulo a un cactus con la esperanza de poder irrumpir violentamente como sus flores y crear un libro capaz de guiar al sujeto por las sombras del vacío». (p. 145).

La música, el arte, otros libros… Todos los jóvenes escritores han transitado por los referentes que acompañan a Enrique. Dan soporte a ese segundo contenido del disco del estereoscopio, al que superponen las ensoñaciones, las visiones del holocausto, el descubrimiento como vigilante del Thyssen Bornemisza, el espectro de la mujer amada, el amigo con anosmia y ageusia con quien identificarse. Secuencias sin importancia que sirven para magnificar la realidad ciega del escritor desarraigado y al que le urge convencerse de que aún está en el hilo creativo: «Admito que mi mente tiene una tendencia a hacer que los momentos no sean como realmente fueron» (p. 197).

El mar

Una vez admitido que el estancamiento, el dolor, provienen de «un grupo» de nostalgias aparentemente insuperables, hay que hallar un camino, el que sea, para emerger.

Nostalgia por el país de origen, por la infancia, por los afectos perdidos, por el tiempo malgastado.

Surge entonces una falsa pista a la que Enrique se aferra para salvarse. Es Max’s, un «sitio» que podría evocar esos espacios de ocio y perdición de las películas de David Lynch (quizá sirva recordar la atmósfera del club Silencio de Mulholland Drive), en los que se pretende recuperar el amor, la vida. Pero en el caso de nuestro narrador, la expectativa le defrauda. Asido a un pasado que solo él conoce, llega hasta esa chica que él ha erigido en mundo feliz. Y el hombre de las respuestas, Maximiliano-Max, se las da: una vez entró a una habitación y nadie supo de él. Pero Enrique no recuerda, se rebela, y solo quiere su Soledad, su tiempo anterior, la satisfacción, la risa. Ese laberinto es un vientre del que sale expulsado.

El joven inmigrante, al borde del suicidio, se desubica en su limbo. Así que el mar se le presenta estable, pacífico. Entonces, algo le hace reaccionar.

Es la necesidad por contar eso mismo la que emerge de una angustiosa y desnortada búsqueda. Los personajes que parecían encadenar historias para una gran historia sucumben ante el monstruo en el que se transformó el país que les daría sentido. Enrique, el portador de la memoria, decide obviarla, se atasca, se autolesiona como escritor, hasta que entre la nada y una posible resurrección estalle una burbuja de oxígeno que es, justamente, Nada nos pertenece: «Me acerqué al arte y los libros porque la vida no resulta muy descifrable. En virtud de ellos, que estas páginas sean un saludo de vuelta a una realidad infinitamente superior a ésta de papel y frases tiesas» (p. 221).

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