Papel Literario

El futuro como origen de la historia

por El Nacional El Nacional

Por ASDRÚBAL BAPTISTA

I

El curso del vivir venezolano, en su marcha más contemporánea, posee y exhibe dos señales o hitos. Ello sobresale, particularmente, si la mirada escoge fijarse en lo que son sus arreglos económicos y políticos. Puesto que esta escogencia guía lo hecho aquí, resultará quizás conveniente que, a la tarea asumida, esto es, abrirse a la historia por acontecer, se la juzgue desde esta posición de referencia.

El primero de esos hitos, posesión ya de lo puramente historiográfico, acontece en 1917. Aunque se lo aprecia y entiende como del presente, lo es bajo el estricto carácter de ser del pasado, o según lo ha enseñado la mejor reflexión histórica, es un hecho de lo pasado. El segundo, en su turno, no es de la historiografía, aunque una señal suya puede aún serlo. En tal sentido y en rigor es de la historia, a la que hemos siempre de comprender como el tiempo por crearse, como el ámbito de lo que aún no existe, como el decurso que sólo puede ser en cuanto materia de nuestra propia e irrenunciable voluntad. En tal carácter, por lo tanto, pertenece a lo futuro.

En 1917 sucede en Venezuela un acontecimiento que, en sus mil y una ramificaciones o consecuencias posteriores, hubo de marcar el carácter de las décadas largas que habrían de venir luego. Aludo al hecho de que es entonces, y nunca ello había ocurrido antes, cuando la economía venezolana, por vez primera, envía al extranjero un objeto mercantil peculiar que allí se necesitaba, por el que el comercio mundial estaba dispuesto a pagar sustantivamente y al que se lo tenía aquí virgen, en el seno de esta tierra, en cuantías que probaron pronto ser enormes y pródigas. El desarrollo o despliegue de aquello, huelga decirlo, fue determinante para el correr de los años siguientes del vivir venezolano.

Baste decir, y todo lo demás es acaso subalterno, que de aquel episodio se desprende, y en un plazo brevísimo, el masivo desplazamiento de ingentes masas poblaciones desde sus rincones rurales hacia centros urbanos que les proveen nuevas formas de vivir. Pero igualmente, y jamás de segundo orden, aquel conglomerado humano, moldeado a fuerza de voluntad caudillista, ve surgir, en menos del plazo de una generación, las reglas primordiales del supremo arreglo político objetivo que la humanidad ha encontrado para ordenar la convivencia, dirimir los conflictos y garantizar la integridad el territorio, tanto como una razonable paz civil: el Estado.

Ahora bien, si todo ello se obviara, más por incomprensión de su significado que por desconocimiento de los hechos, y a sabiendas de que ya se ha dicho más de lo suficiente, convendría precisar un par de detalles adicionales. Los números existentes, que prestan sustento científico al discernimiento que aquí se propone, dan cuenta de que en 1920 la economía de Venezuela distaba largamente de lo que era la condición material por habitante del mundo llamado desarrollado (algo como seis veces menos, en términos comparativos), pero también de lo propio del mundo más cercano, a saber, las grandes sociedades de América Latina. Cuando estas comparaciones se hacen unas seis décadas después (¡apenas seis décadas!), con similares métodos, resulta que la economía de Venezuela está casi a la par de aquel mundo desarrollado en términos per cápita, y obviamente se ha separado de sus vecinos a distancias de leyenda. Ante aquello, ¿cómo no había de escribirse –y así lo hizo un distinguido hombre público con ocasión del aniversario de El Nacional, hacia finales de los años 1970–  que, cuando expirara el siglo XX Venezuela se hallaría camino de la estratósfera?

Y hay algo más, que no es más que una consecuencia, pero que carece de iguales en el universo de los indicadores económicos por su simplicidad. Pregúntese el lector cuántos bolívares debía haber entregado para comprar un dólar, digamos, en 1920. Y vuelva a hacerse la pregunta, pero para otro momento, por ejemplo, sesenta años después: 1980. Quiero decir, él, en su condición dígase de nieto adulto, le dirigía tal pregunta a su abuelo, ya cargado de años. La respuesta, óigasela bien, pues la misma cantidad, sobre unos cuatro o cinco bolívares. De tal situación no hay ejemplos comparativos. Acaso el franco suizo, quizás.

II

No desprenda el lector que se quiere dibujar un mundo casi idílico. En modo alguno. Y por si hicieran falta, en el acervo de quien esto escribe moran episodios familiares remotos que son la expresión más viva de hasta dónde lo humano atroz fue capaz de llegar. Pero este texto no es testimonial. Acaso, y nunca por modestia, busca ser científico. Pues bien, el impulso que causó aquel episodio de 1917 transformó de raíz la vida del país. Quedan, desde luego, y en la punta de la pluma, muchas consideraciones que sería imprescindible añadir aquí. Sea suficiente decir que las cuatro o más décadas que le siguen, camino de 2017, en lo primordial contemplarán la emergencia y desarrollo de lo político, puesto que lo económico tenía su propio rumbo y permanecía silente y a la zaga, tal era el apabullamiento del crecimiento material. Una acotación es aquí útil. La complejidad del tiempo histórico yace justamente en esto: en su intrínseca heterogeneidad, en su reunir planos diferentes de la vida que se disputan entre sí la preminencia: bien el tiempo político, bien el económico, según las circunstancias. Por lo demás, el tiempo propio de los científicos naturales es uno y homogéneo. El de quienes piensan acerca de los arreglos sociales, antes bien, es entonces múltiple y heterogéneo, quiere decirse, mucho más complejo.

Aquel primer gran impulso histórico se agota hacia los finales de 1970. El tiempo que adviene luego destruirá las estructuras políticas que habían monopolizado el escenario del Estado, y la vida material descubre que el pivote de su estabilidad es juego de un intríngulis de fuerzas. Los partidos políticos se hacen polvo, pero no menos la tasa de cambio del bolívar. Más aún, valga recordar que en diciembre de 1958 (por el llamado Decreto de Sanabria), los arreglos petroleros, quiere decirse, las relaciones entre las concesionarias y el Estado venezolano, sufrieron un súbito cambio que prefiguraba lo que sería realidad unos años luego: la nacionalización del petróleo.

Los veinte años que llevan desde 1970 a 1997, más los que llevan hasta 2017, verán pues hacerse añicos fundamentos políticos de la Venezuela precedente. En el centro de lo histórico venezolano con todo estaba, y como no podía sino ser, la cuestión petrolera. En el tiempo más cercano dos orientaciones emergieron, que signaron el tiempo a cuenta del petróleo: una externa, novísima; la otra, interna, marcando con un sello propio lo históricamente establecido. Por la primera, Venezuela se hizo importante actor en el ámbito de las relaciones políticas internacionales. Por la segunda, esto es, la orientación doméstica, y no menos cargada de significación política, acaece un cambio radical en lo estrictamente económico. A saber, el destino primordial de los proventos petroleros del Estado-propietario sería en adelante el desarrollo del pueblo (el consumo) y no más ya el desarrollo del capital (la inversión).

Pues bien, en 2017 los balances contables del universo económico del petróleo venezolano exhiben, por vez primera, un valor negativo en una partida suya, que como ninguna pulsa el estado del negocio. Era una inequívoca señal, para todo fin histórico, de que el siglo petrolero de Venezuela yacía en sus estertores.

Inmensos frutos quedan de los caminos petroleros. ¡Inmensos, cómo puede dudarse! Pero ya no restan más por experimentar, con prescindencia de que en aún yazgan millones de barriles que podrían bien extraerse.  Pero téngase aquí la suficiente claridad para tender el puente que se requiere. Con dichos barriles, ciertamente, se cuenta y habrá de contarse, aunque acaso como sostén, mas no como resorte. ¿Sobre qué, entonces, afincar el impulso que abra el futuro?

III

Una encrucijada tan compleja como la que atraviesa la vida venezolana no podrá aprovecharse en sus posibilidades, que ha de tenerlas, si la lucha entre facciones se desborda. No puede ser el caso iluso de clamar por una concordia que este cruce de tiempos difícilmente puede prohijar y sostener.  ¿Habrá, entonces, un grado de discordia, de gran política, que pueda concebirse y al que se lo pueda tener, quizás extrañamente, acaso como válvula de escape? A sabiendas de que la fuerza bruta yace siempre emboscada, esa gran política no puede ni debe cejar en buscar tenerla a raya pacíficamente. Una gran acechanza es que Venezuela y su historia por vivir se conviertan en el terreno de prueba de tensiones y facciones que sean externas, o que no sean, como pudiera haberse dicho con razonable confianza unas pocas décadas atrás, nacionales. Si éste fuera el caso, y valga aquí una personalísima confesión, el pensar vacila y se queda sin mayor soporte.

El complejo tránsito entre el más cercano presente y un tiempo de razonable estabilidad y confianza en la marcha de las cosas, tiene precondiciones por establecer, a la par que exige redefiniciones mayores en nuestros arreglos constitutivos. Se quiere afirmar que resulta impostergable asumir nuevas y decisivas precisiones.

IV

El asunto del petróleo, en su papel de sostén y no más de resorte, lleva en su interior un punto tan simple y transparente, que puede colocarse a buen resguardo con unas pocas referencias. Por todo lo que sabemos, con la razonable solidez de probados hechos cuantitativos, sacar un barril de petróleo del seno de la tierra requiere un cierto monto en valor de herramientas, equipos, medios de producción, en suma, de capital. Venezuela tenía para 2017 unos 146 millardos de dólares en capital petrolero, y con ellos extrajo algo cercano a 1,9 millones por día de barriles de crudo. Este monto de capital por barril, que es una referencia invalorable en su significación, fue entonces un monto cercano a 72 dólares. Si el ejercicio del caso se hace, digamos, para 1950, este último monto fue sólo de 3,2 dólares. Lo que se quiere puntualizar es que el negocio petrolero, y dependiendo de mil circunstancias, exige cada vez más y más capital. Es decir, dicho capital, al tenérselo, no sólo debe mantenerse operativo, sino que año tras año, y por razones del carácter de la actividad extractiva misma, debe por fuerza acrecentarse. En suma, tal condición de mero sostén y ya no de resorte significa meros gastos de mantenimiento, y éstos, en 2018, rondaron o debieron rondar los 8 o 9 millardos de dólares.

Esto último, debidamente apreciado, refuerza la primera gran conclusión por adelantar. El Estado venezolano no puede ya llevar sobre sus hombros la tarea de hacer funcionar óptimamente el negocio petrolero, ni siquiera en el papel al que está llamado, y menos, si se quieren imaginar “vueltas al pasado”. La propiedad de los yacimientos bien puede quedarse como está, y siempre debidamente remunerada, mas la práctica del negocio, la de extraer y vender, de arrancar cada céntimo de posible ganancia adicional, debe en adelante entregarse al mejor postor. Luego de 2017 las razones para así pensar sobreabundan. Se deberá bien afirmar que el petróleo en adelante seguirá siendo de Venezuela para su desarrollo, pero no como lo fue, para su crecimiento.

La recta apreciación de todo lo que sigue hace precisa una consideración, que será siempre necesario tenerla en mente. La medición del petróleo en las cuentas de la nación, no la que sirve a los fines del SENIAT, o para informar a los posibles compradores de papeles comerciales en el mercado financiero mundial, sino la que por décadas ha hecho el BCV, tiene tras de sí el abolengo de ser herencia de calificadas generaciones, nacionales e internacionales. Con todo, puede argumentarse, y así se ha hecho desde hace años, que dicha contabilidad adolece de una falla que la hace impropia para los fines de definir el papel asignado al petróleo en nuestra marcha económica. Sus criterios, así, ignoran paladinamente el hecho de que la tierra petrolera es propiedad de alguien, en este caso, del Estado, y que por ello éste tiene derecho a cobrar un ingreso. Téngase entonces la claridad de distinguir lo que el Estado cobra como impuestos, que no es materia de propiedad sino de simple soberanía política, de lo que cobra por ser un mero propietario, e identifíquese esto último. Al hacer lo conducente con esta elemental consideración, los números resultantes son mucho más reveladores, y por ende pertinentes, para la materia bajo consideración.

V

La cuestión del desarrollo envuelve, en nuestro entender, la más rigurosa definición de lo público. En esta encrucijada, por lo demás, sería facilísimo extraviarse. Lo público y el pueblo son tan hermanados que cualquier diferenciación es romper lo unitario en aras de una distinción que acaso le pertenece al inasible encanto de la sofistería. El desarrollo es para lo público. Y si se ha seguido con buena fe el argumento, es entonces también popular. Admítaseme un dejo de nostalgia. Por años sin fin busqué argumentar que la inversión de la renta del petróleo tenía a su favor mil buenas razones, pero que se debía ser cauteloso. El mejor pensamiento nacional nunca dejó de orientarse en esta recta dirección, por lo demás. Alguien muy perspicaz, y en general preterido por nuestros manuales de historiografía económica – aludo a Manuel R. Egaña – hizo una acotación certerísima e imprescindible. Lo cito de memoria, a falta del texto relevante “ … la inversión de la renta, desde luego, es lo deseable. Pero condicionada a que su rendimiento y uso no dependa de la renta misma”. Y me permitiría acotar: el desarrollo, a cuenta de que lo el petróleo pueda en adelante rendir, ocurrirá y se profundizará por la expansión de la base material a la que obliga el mayor consumo público por excelencia, v.g., la seguridad ciudadana, las vías de comunicación, la dotación de agua y electricidad, las edificaciones escolares y hospitalarias, los espacios colectivos de esparcimiento, el ocio y la recreación, así como de estímulos al genio artístico, a la contienda deportiva, a la creación científica.

Pero, y entonces, ¿qué decir acerca del universo del crecimiento material, por el que se satisfacen necesidades que el mundo moderno crea y recrea de mil maneras, y que se llegan a admitir casi que como connaturales a lo humano mismo?  Esto es, ¿de la inversión que hace posible la producción de todo objeto o mercancía para generar ganancias, empleo productivo, rendimientos mercantiles, sin todo lo cual pues no hay crecimiento? La respuesta es simplísima: ello es materia de lo privado. Los hombres de negocios son los que saben de esas cosas, y sobre sus hombros recae esta cuota de responsabilidad por vivir en esta sociedad, y sin que cuente su acaso excluyente afán de cuidar y velar por sus intereses propios. Su prosperidad es la recompensa de descubrir qué y a quién venderle, y cualesquiera límites vendrán de su genio y astucia.

Una acotación final es aquí importante. Los años posteriores a los 1970 vieron decaer en significación la tarea privada de invertir. En su clímax la importancia relativa de la inversión de los privados llegó a ser cerca del 80% del total. En tiempos recientes esa cuantía relativa es mucho menos que magra. ¡Hace tiempo que los privados no invierten! Huelga decir que hay razones, tras de su acción o inacción, imposibles de soslayar. Pero deberán volver a hacerlo, admitiendo con buena conciencia que al así proceder satisfarán propósitos muy suyos. Quizás conviene acotar aquí que la exigencia de ciertas condiciones antecedentes, que aseguren a la empresa del negociante una cierta viabilidad económica, puede lucir atinente, pero no menos, puede resultar muy equivocada a la postre. La verdad que la historia atestigua abundantemente aquí, es que las condiciones las crea la inversión misma, a medida que madura, fructifica y se hace importante o imprescindible.

VI

Que el futuro es el origen de la historia, como alguien certeramente escribió, ¿puede dudárselo? El curso de lo por hacer es tarea que recae sobre las generaciones en camino, pero nunca menos, aunque su papel es de otro carácter, sobre quienes cumplieron lo suyo en el correr ido de las décadas. La admisión de lo colectivo de la tarea, desde luego, no alivia las cargas, aunque acaso sí coadyuva a liberar el espíritu creativo.