Por RUBÉN MONASTERIOS
En casi todo el mundo el 14 de febrero es el Día de los Enamorados, o de San Valentín.
Muchos piensan que la institución es de origen reciente, impuesta por intereses comerciales; no deja de ser verdad lo de los intereses, pero lo cierto es que tiene raíces muy antiguas. Y en su origen remoto nada tiene que ver con la idea de romanticismo más generalizada ni tampoco con los negocios; más bien corresponde a sexo exacerbado, orgías y hasta a prácticas sadomasoquistas.
Todas ellas giran en torno a las Lupercales: fiestas en las que los hombres jóvenes se iniciaban en el sexo. El nombre se debe a que la celebración comenzaba en la cueva conocida como la Lupercal, en la que de acuerdo a la tradición una loba amamantó a los fundadores de Roma, Rómulo y Remo.
Las Lupercales se celebraban el 15 de febrero. Un oficiante daba comienzo a la fiesta del sexo sacrificando a un cordero en honor al dios de la naturaleza. Según algunos historiadores, en épocas más antiguas se realizaban sacrificios humanos. Con la sangre del animal se untaba la cara de dos jóvenes que representaban a Rómulo y Remo; a continuación estos salían de la gruta medio desnudos, cubiertos apenas con la piel del animal muerto, y portando látigos; y recorrían las calles de Roma. Corrían, gritaban obscenidades y daban latigazos a las personas que se les cruzaban, primordialmente a mujeres que se exponían para recibir castigo suponiendo que así serían purificadas. Los elegidos para encarnar a Rómulo y Remo actuaban bajo el efecto de alguna droga, así como los centenares de jóvenes sumados a la celebración. Más adelante llevaban a cabo ritos orgiásticos; los abusos sexuales no eran raros en ese desenfreno multitudinario.
Con toda probabilidad, la Iglesia cristiana estableció el 14 de febrero el Día de los Enamorados con el propósito de contrarrestar el atractivo que ejercían las Lupercanales en la población joven de Roma; vale decir, fue una maniobra política en el juego por el poder. Lo instituyó el papa Gelasio I en el año 498, argumentando que la celebración del amor amparado por el vínculo matrimonial era más espiritual y civilizado que las bárbaras prácticas propias de las Lupercales y en cuanto a tal, compatible con los valores de la Iglesia. Y lo consagró a San Valentín por estar su martirio asociado al amor y al matrimonio, y a la rebelión contra el paganismo.
El aludido san Valentín (Terni, 226-Roma, 273) fue, en efecto, un médico romano que se convirtió al cristianismo y se hizo sacerdote, en tiempos difíciles para la nueva religión, sometida a represión. Claudio II, emperador de Roma (268-270), prohibió el matrimonio de los soldados a partir de la idea de que el vínculo familiar les restaba eficacia en el combate. El mandato entraba en contradicción con la sacralidad del matrimonio, según el cristianismo; en consecuencia, Valentín lo desobedeció y continúo casando soldados clandestinamente. El gesto de protesta fue apoyado por miles de personas, dando lugar a tensión en la colectividad romana; el rebelde líder de esa acción fue hecho preso; torturado y finalmente decapitado.
Entre los cristianos Valentín se reconoce como patrono de los enamorados, sin embargo, no corrió con la suerte de que se adoptara su imagen para identificar el enamoramiento; la preferencia de la gente se inclinó por un personaje pagano, un pilluelo gracioso y un tanto malvado y de final menos tétrico; aludo al semidios mitológico de los romanos, Cupido, también conocido como Amor, cuyo equivalente en la teogonía griega precedente se llamó Eros.
A Eros-Cupido-Amor se le representa ─según el mensaje subyacente pretendido por el artista─ a veces como un niño, en otras como un preadolescente. En las imágenes que acompañan este texto muestro los dos tipos. El niño pintado por Botticelli en La Primavera (finales del s. XV) es gracioso y pareciera corresponder al carácter picaresco o travieso atribuido al personaje. El pintado por Bougnereau con el título Cupido en búsqueda (1888) es un casi adolescente de sospechosa belleza; sospechosa, digo, de ser un mensaje estético efebófilo.
Invariablemente es un ser alado, y sus señas de identidad son un arco y flechas; en ocasiones figura con los ojos vendados, para dar a entender que «el amor es ciego». Otros no toman en cuenta esa condición y, muy en sentido contrario, le atribuyen excelente vista que el personaje usa con propósitos un tanto malignos.
Cupido-Eros-Amor también se representaba portando un carcaj con dos clases de flechas, con las que hería a dioses y humanos; unas era de oro con plumas de paloma que encendían un amor instantáneo, y otras de plomo con plumas de búho cuyo efecto era provocar indiferencia. Siendo un niño travieso, a veces, sólo por diversión, flechaba con una de las primeras a un hombre y con otra de las de plomo a la mujer de la que el galán se había prendado, o viceversa, creando así enamoramientos que jamás se verían realizados.
¡Todavía hoy el carajito sigue haciendo esa maldad!
En cualquier caso, la función de Cupido era hacer que una persona se enamorara instantáneamente a partir de su flechazo. De ese acontecer proviene la sentencia «El flechazo dura un chispazo».
Un equipo de psicólogos sociales quiso averiguar si tal supuesto era verdad; a tal efecto, observaron cientos de parejas en la situación social que en el castellano venezolano llamamos «intentar un levante», vale decir, el momento en el que al cruzarse las vidas de una mujer y un hombre, se despierta en esas personas el «interés de intención erótica por el otro».
Comprobaron que el tiempo de erotización súbita en la mujer, o sea, el flechazo, dura el breve tiempo de 120 segundos (2 minutos) a partir del primer contacto visual con el hombre que la ha impresionado favorablemente; o dicho en otras palabras: que ha pulsado su líbido. En el discurrir de ese tiempo, identificaron un instante crítico de sólo 6 a 7 segundos, en el cual la mujer se vuelve máximamente vulnerable, en el sentido de reducir las barreras psicológicas que obstaculizan aceptar la aproximación de un sujeto desconocido a su espacio personal.
Es muy raro que la mujer, aun sintiéndose estimulada, tome la iniciativa de iniciar la interacción; en nuestra especie, y en casi todas las demás, le corresponde al macho hacerlo. De intentarlo el varón en el instante crítico, es muy probable que tenga éxito, en el sentido de ser aceptado por la mujer en su espacio social personal inmediato; ella responderá con una sonrisa o cualquier otro gesto amistoso. Se inicia entonces una segunda fase del ritual de cortejo humano, la de evaluación recíproca, con la que nada tiene que ver Cupido.
Ya lo saben: el amor es un juego en el que cada movimiento exige la reacción precisa en el momento justo.
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