George Steiner / Clarin.com

Esplendores y cicatrices

Fue el último libro suyo que leí entero: la antología de sus ensayos en la revista The New Yorker. George Steiner escuchó el siglo XX como un profuso rumor de páginas leídas. Su propósito fue compartir el botín y señalar las zonas de oscuridad. Con modestia pidió ser llamado cartero. Como mensajero Steiner tuvo una larga lista de remitentes a los que servir. Daba la impresión −y quizá en ningún otro lugar como en esos textos periodísticos− de conocer sus gracias y mezquindades, sus insanias y goces. Supo ponerlos −con qué grave agudeza− en relación.  Parecía reconocer con ironía el lado histriónico de toda vida.

Uno tiene la impresión de que Steiner comprende mejor que nadie esas vidas (las semblanzas de Louis-Ferdinand Céline y de Simone Weil me vienen con frecuencia a la mente) a la vez iluminadoras e insensatas. Una sospecha persistente: las humanidades no necesariamente humanizan, incluso cuando lo intentan. La cultura ha sido −es− una forma de iluminación para muchos, sí. También de ocultamiento o es complicidad. En Steiner esta constatación benjaminiana adquirió el contorno de un enigma.

No lo olvido: Steiner fue un europeísta confeso, ya se ha dicho nostálgico o es idealista. Europa, por así decirlo, representaba para él el patrón oro de la cultura. Un continente vivaz, a veces hasta la exasperación, pero también algo amurallado. Su juicio derogatorio de la cultura (no de la política) norteamericana, la ausencia casi exhaustiva de voces de otras latitudes, se basó en esa estática economía cultural. Su ideal fue entrever aquella Viena iluminada por la interrogación del lenguaje, tan judía (algo de este cuestionamiento de sesgo talmúdico se advierte en su concepto de literatura extraterritorial: la diáspora cuya única ciudadanía posible es la palabra). A Viena, «la capital de la era de la ansiedad», vuelve con preguntas y sombras. De ella regresa con recurrentes encantamientos y desolación. Esa misma ciudad que saludó con arrebato mesiánico a un tal Hitler, no exactamente un forastero. Su padre, cuando una tropa nazi pasó frente a su casa, le dijo: «Mon petit, esto es la Historia». Decía haber perdido cualquier temor después de aquella inequívoca lección paterna.

En una de sus reseñas anotó: «Muchas veces la totalidad de la conciencia rusa parece aflorar en un poema». Muchas veces la tensión de la conciencia europea aparece −con esplendor y cicatrices− en los ensayos de George Steiner.

LEONARDO RODRÍGUEZ


Vistas de Caracas

El perro −distinguido− hace caca en una esquina, el dueño −distinguido− finge mirar al horizonte y se marcha dejando la caca.

Pasa una motocicleta pequeña, sobre ella van el padre, la madre y el pequeño niño casi aplastado entre los dos. Lleva un casco de bicicleta; un casco demasiado grande en su  cabeza; sus ojos están tapados..

El padre surfea entre los carros y la moto se pierde en la distancia.

En la farmacia de la cuadra mendigos de todas las edades extienden las manos llorando su letanía. La palabra «hambre» suena en mayúscula.

Delante del «bodegón» un adolescente con la mochila de la patria mira hacia la vidriera. El vigilante le dice «vete o llamo a la policía», el niño no se inmuta, el hombre insiste y simula llamar. El niño se planta y lo mira desafiante.

Me marcho, no resisto más comunismo por el día de hoy.

El comunismo es un maleficio vestido de novia. La izquierda del mundo siempre cree que es virgen e inofensiva.

BÁRBARA PIANO


Ovidio en Cabimbú

En un lejano, destartalado y hoy casi olvidado país donde se decía que antaño había estado el paraíso, el poeta laureado, famoso por su Elegía a la muerte del último caballo, se negó a prosternarse a los pies del tirano, y como era de esperar del infame marrullero, el insigne vate fue desterrado a un páramo lóbrego en la cordillera occidental. Al principio, abatido, pensaba que no podría soportar semejante soledad y el intenso frío que calaba los huesos. Sin embargo, más temprano que tarde se adaptó a las incomodidades y penurias de aquella forma de vida. Veinte años después, cuando el tirano fue asesinado en una revuelta por uno de sus espalderos y arrastrado por las calles al igual que un perro, una comitiva del nuevo régimen se presentó en los predios del poeta con el propósito de ofrecerle la vuelta a casa, las prerrogativas de las que había sido despojado y todos los honores que se merecía. El poeta se negó a recibirlos pues en aquel apartado lugar entre farallones, cabras y nieblas había encontrado, al fin, sosiego y paz.

EDNODIO QUINTERO


Padre           cuerpo

ofrendado el vacío

a las uñas de su sepultura

Padre

no estará en los días

del hambre

ni de la guerra

cuerpo lo nombro

costilla rota

sangre sin empuñadura

mensajero del naufragio

y las horas perdidas

 

libre queda de mi oración

del ardor

y el musgo

en los ojos muertos

Padre

YOYIANA AHUMADA


Pasado en modo subjuntivo

Con los años, los personajes públicos aprendieron a escoger muy bien sus palabras y a ejecutar con atención sus acciones, porque se dieron cuenta de que cada mínimo movimiento influiría en la suerte de su futuro. Algo que ya sabían los físicos desde hacía siglos, los personajes públicos lo aprendieron a golpes, a insultos, sin mariposas. Era normal ver a un personaje público acurrucado en una esquina de la ciudad, lloroso, impotente porque el mundo le achacaba cosas en las que ya no creía y que, estaba seguro, no habría hecho ni dicho jamás de haber sabido de las negras consecuencias de sus actos de hace años. Y si nos acercábamos lo suficiente podíamos escuchar lo que murmuraba entre dientes mientras se tragaba las lágrimas: «¡el pasado no se borra, el pasado no se borra, el pasado no se borra!».

JUAN CARLOS CHIRINOS


Quizá

Alzan la mano en señal de despedida antes de ver a su nieto desaparecer tras la puerta de emigración.  Se miran el uno al otro a través de las lágrimas, ya toda la familia, a excepción de ellos dos se encuentran en otros países.  El sabor amargo del dolor les recorre la cara en gruesas gotas de llanto contenido.  Cuando la lágrima roza los labios adquiere el valor del pasado. A ella le recuerda el sabor de una toronja, a él le recuerda el del chocolate negro. Todos productos desaparecidos del mercado o incomprables.  Con el corazón a punto de quebrárseles emprenden el camino de regreso a la casa en medio de las calles solitarias. La ciudad convertida en ancianato sobrevive al largo silencio. Una que otra sombra se desliza entre las ruinas de las casas y los edificios deteriorados. Días después ella no despierta. Él corre de un lado a otro en busca de ayuda. Nadie responde. Sentado frente a la cama aúlla a la luna sin que nadie le escuche.  Quizá un día el gobierno protector retire los restos.  Quizá entonces se lo lleven preso para ponerle fin a la historia.

INÉS MUÑOZ AGUIRRE


Glosario del destierro: E

Edén. Somos los expulsados de un falso paraíso. Emigrados de una burbuja de privilegios artificiales que nos explotó en la cara. El Edén de la riqueza inventada, de la belleza más bella del mundo, de la guapura, de la guapetonería. Un vergel con dientes que vomitó a cuantos pudo y cerró la boca con gente adentro. De ese paraíso mortífero salimos, lengua bífida con camino de rosas, infierno caribe, infierno de sabrosura. Nuestro país era el oasis maquillado, la sucursal del cielo de utilería en la tierra. Pero la clausuraron. No pudo sostener más su trampa de despilfarro. Ahora hay monte y culebras caníbales, tiniebla programada por horarios, nueve –o más– círculos bajo tierra de minería ilegal y millones de exiliados, culpables, sin paraíso.

Endofobia. La vergüenza por los compatriotas. El desagrado que provoca reconocer la propia falta en ellos. Hay en ese rechazo una pregunta obvia: ¿es al otro lo que detesto o lo que (me) representa? Si el miedo por lo diferente es la médula de la xenofobia, aquí es el terror por lo igual. Ese «venimos del mismo sitio» que puede resultar espantoso. Compartir las taras, verlas revolotear en «el extranjero», pensar que estábamos a salvo de esos polvos alérgicos. Se puede tener miedo al paisano. Se puede no practicar la solidaridad automática. Se puede no ser afín. Y seguir siendo.

Éxodo. Cruzar el atlántico en avión, la selva amazónica con los pies, la cordillera de los Andes en autobuses, el Caribe en balsas. Instrumentos, formas de salida masiva. Un emigrado es un emigrado. Dos, tres, cinco millones es un éxodo. Salida imparable, abandono de la tierra en desbandada. El país se desangra por los cuatro costados y al mismo tiempo se reacomoda. Una hemorragia de cinco millones de historias, de vidas, de ideas y de voluntades que irán a dar a otra parte. Un éxodo es un aborto multitudinario.

Extranjero. Una condición que puede mudar matices. Aparte del extrañamiento y la ajenidad, la condición de extranjería tiene en sí misma el valor del descubrimiento, de la curiosidad, de lo no servido. El extranjero es un malabar de perspectivas: puede verlo todo con la complejidad de un caleidoscopio. La mirada foránea suele ser más rica en contrastes porque está apartada de los patrones. Es un ojo distante, libre, que escruta detrás de unos binoculares. En ese sentido, la extranjería no es un estatus de desprovisión, sino de secreta autonomía. Una soberanía sin territorio ni deudas simbólicas. Un andar sin ataduras.

ZAKARÍAS ZAFRA


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