PRECARIO
Una manera de aguantar el hambre es comiendo en intervalos de un día de por medio. Hay varios casos de personas que se las arreglan con algún alimento sólido, y pasan el día siguiente en ayunas o van a los centros de atención médica primaria para que les administren un suero en la vena.
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El hambre ha sido históricamente el argumento para definir modelos políticos y varios programas de emergencia. También fue la gran coartada que permitió el enriquecimiento súbito y la corrupción más grotesca que podíamos imaginar. Luego sobrevino la putrefacción, toneladas de comida agusanada, irónicamente pasaron a engordar los bolsillos de los jerarcas. No se reparó el hambre, todo lo contrario, se multiplicó, se reprodujo de manera incalculable; hambre de comida, pena por hambre, humillante hambre, hambre de venganza, hambre que así como destripa a un animal a llano abierto, vuelca un camión en plena autopista, hambre, hambre que no medirá la forma de saciarse.
Xiomara Jiménez
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EL ERRANTE
El tormentoso Poseidón levanta contra ti el océano
furioso revuelca tu nave en el oleaje
agonizante a brazo partido
te ases a una tabla de salvación.
Tu jactancia encrespa al cíclope salvaje
burlado por arte de tus famosos ardides.
Paseante por las plantaciones narcóticas de loto
pruebas la desmemoria, el instantáneo aquí.
Tu errancia por el vasto universo será como este, interminable,
extraviada la imagen de tu isla,
extinto el fuego del lecho nupcial.
Alba Rosa Hernández Bossio
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BECKETTIANA
Durante sus tempranos veinte, Beckett pasó largas estadías en la ciudad de Kassel. ¿El motivo? Su prima Peggy Sinclair, de quien estaba completamente enamorado. Un único retrato de la joven se halla en Internet: tiene una bufanda de colores echada sobre los hombros y una falda muy larga ajustada a la cintura con una gruesa pretina. Murió de tuberculosis en 1933, año en el que Beckett, como es lógico, detuvo sus visitas a la ciudad. Más tarde le dedicaría unas líneas muy crueles en su primera novela y otras de considerable afecto y ternura en Krapp’s Last Tape.
Hace unos años estuve en Kassel y digamos que, un poco por ocio, un poco por estupidez, me acerqué hasta el número 5 de la Landgrafenstrasse, donde vivía la prima de Beckett. Encontré una calle ordinaria y silenciosa, como casi todas las calles de Kassel, con el piso colmado de hojas doradas y bordeada de altos robles. Me detuve ante un modesto edificio de ladrillos iluminado parcialmente por una luz tibia. Pensé en tocar uno de los timbres, pero me conformé con tomarle una foto a la fachada. Cuando ya estaba a punto de irme, escuché un ruido a mis espaldas.
Vi salir a una joven del edificio: tenía el pelo mojado; lucía un oscuro abrigo de solapas anchas. Le hice una seña con la mano y me acerqué. Me miró con desconfianza. En mi escaso inglés, alcancé a preguntarle si conocía el número de la familia Sinclair, donde vivía la prima de Beckett. Me dijo que la calle Samuel Beckett estaba unas cuadras más arriba. No, le aclaré, me refiero a la familia que Beckett solía visitar en este edificio. La chica tenía los ojos salpicados de briznas marrones: en su mirada hallé un signo de piedad, parecía realmente lamentar no poder ayudarme. Me conozco a mí misma, me dijo, pero eso es todo. Luego sonrió y me dio la espalda. La frase quedó repicando a lo largo de toda la calle.
La vi alejarse mientras en mis pensamientos redundó durante un rato aquella antigua creencia que revela a los muertos demorados en la eternidad, permanentes, imperturbables, sin tiempo.
Carlos Ávila
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BORGES EN CARACAS
Al cumplirse 120 años del nacimiento y 33 años de la muerte del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) vienen a mi mente dos recuerdos: que el peronismo lo nombrase “inspector de aves” solo corroboraba su vínculo con lo fantástico; ese Borges a quien se dirigiera el nombramiento probablemente existe en otro plano de realidad. El otro recuerdo, es de la tímida y silenciosa joven que fui, quien se asomó una tarde de 1982, a la puerta de la desaparecida librería Lectura, y vio un anciano transparente, lívido, casi irreal, que firmaba libros, y no se atrevió a acercarse a saludarlo, era Borges.
Beatriz Alicia García
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EL ESPLENDOR HUMILLANTE
“La miseria ya no debería sorprendernos”. Una frase que me repito a mí mismo para evitar recordar lo que me pasó ayer al mediodía. Sin embargo, sé que “todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas”. Así que iba caminando del mercado a mi apartamento y, por un tropezón con un barrote invisible, el cartón de huevos que llevaba cayó de mis manos desnudas, con esa intimidad de alcoba, en el suelo de la calle Vargas. El fin de algo. La trama puede ser metafórica: la inflación es ovípara y pone huevos en la realidad mamífera y fúnebre (es decir, un período de inflación de 10 millones y 30 huevos aplastados en medio de la calle). La atmósfera: un gulag en el trópico. La música en mi cabeza: un tambor y su taquititá-taquititá estoico y burlón. El héroe podría ser, como siempre en Venezuela desde 1811, un sátiro. Dicen que el petróleo es la causa; otros dicen que el pueblo venezolano no aprecia el trabajo. ¿El plot? ¿Y si la normalidad es el verdadero dictador? Para mí esto es un cuento de hadas: el esplendor humillante de la vida en el suelo de la calle Vargas y unas ganas de someterse a los hechos.
Rubén Darío Carrero
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LOS RECAYENTES DEPLORABLES
Muy a pesar de lo que la inmensa industria de la felicidad pregona en todas partes, como si de una suerte de austera e inflexible religión se tratara, no obstante solemos abominar de sus virtudes. Porque siempre habrá algo –ignoro con exactitud el hecho o las razones– que nos obliga a tomar el camino equivocado, la ruta perdida o las palabras inexactas. No hay modo de cambiar este destino inmerecido y por ello nos apresuramos a elegir derroteros que culminan en el abismo, en los esperados tópicos de siempre. Escuchaba recientemente el conmovedor testimonio de una mujer y sus hijos que, en camino hacia Chile, huyendo del hambre bolivariana, se quedaron atascados en Lima en virtud de la imposibilidad de entrar al país de Neruda y de Gonzalo Rojas. La vida les cambió a mitad del viaje, el fracaso los sorprendió con toda su obscena crudeza.
Existe, con premeditación y descaro, gente infame, seres provenientes tal vez del infierno, cuyo secreto oficio no sea otro que conjurar tétricas ceremonias en honor de aquello cuyo destino es caer. Julio Cortázar los denominó, con modesta ironía, los recayentes, los que tienen una insobornable tendencia a caerse sistemáticamente en la vida. No los elogia, porque no se puede elogiar, así no más, lo que siempre está a punto de irse al suelo; pero al menos los comprende y hasta trata de reivindicarlos. Los cultores de la positividad se horrorizan ante estos espectros de lo cotidiano y los martirizan con impracticables manuales de autoayuda. Los torturan (la búsqueda fanática de la felicidad es otro modo de tortura) de forma implacable, obligándolos a colgarse el san benito de la estulticia y la vergüenza. Es que la gente feliz ignora las recaídas y los desfallecimientos del alma y, por desconocerlos, persigue a estos objetores del buen ánimo. El grado cero de la felicidad es, sin duda, un crimen de conciencia cuya insostenible evidencia es punitiva. Los recayentes, en efecto, miran hacia adelante pero enseguida se devuelven.
Juan Carlos Santaella
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EL ESPEJO ROTO
Allá, de donde yo vengo, unos tipos armados con armas largas saltaron un muro, entraron a una cárcel y liberaron a 3 mexicanos narcotraficantes.
Allá, de donde yo vengo, a un capitán que estaba en custodia del régimen, lo torturaron hasta matarlo.
Allá, de donde yo vengo, ya no queda país. Es un solar, un descampado, un potrero yermo donde no hay ni luz.
Allá, de donde yo vengo, mis seres queridos sobreviven día a día. Se inventan una vida todos los días. Cultivan una esperanza que es regada con sangre.
Cada mañana y cada noche, reviso las noticias de allá, de donde yo vengo, y mis raíces quedan colgando en el aire.
No hay país, no hay origen, no hay tierra para sembrar las raíces. Todo es yermo y ya ni los que permanecen, ni los que salimos, sentimos que queda nada nuestro allá, de donde yo vengo.
De allá, de donde yo vengo, llegan ecos de no-país. Trozos de un espejo roto que ya no nos refleja. O nos refleja con distorsiones. Nos deconstruye en un absurdo.
Golcar Rojas
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NOSTALGIA POR LA CONVERSACIÓN (FRAGMENTO)
I
La efímera revista Maltiempo editada en Barquisimeto (apenas 4 números y otros que se quedaron en el tintero) nació, digamos que formalmente, en un café llamado La Nova 74, muy cerca del Conservatorio de Música y la panadería La Orquídea en Barquisimeto. Al lado de la inevitable avenida Los Leones, eje transversal del este de la ciudad, por donde caminaban a menudo los miembros que la fundaron. Yo vivía apenas a unas cuadras de aquel café, en unas residencias únicas por su diseño en la ciudad. También estaba cerca del diario El Impulso, con el que colaborábamos de vez en cuando los poetas que conformamos la revista. Todos venían de talleres sueltos por ahí, incluso la poeta María Auxiliadora Chirinos, todavía participaba en otro grupo cultural, aunque este no se declaraba así, pero ahí estaba. Casa de las Letras Antonio Arráiz, Huellatinta, etc., eran los orígenes primarios de este grupo.
El primer número salió hace unos nueve años atrás, era apenas una hoja doblada en cuatro partes. Luego creció a 8 páginas y de ahí saltó a 16. Crecía y los escribanos de aquella aventura eran llamados a opinar sobre temas literarios. En oportunidades se armaban colaboraciones temáticas para la prensa local y comenzamos a participar en eventos culturales.
La Nova 74 seguía siendo el lugar de encuentro, allí se discutían temas para la revista, o simplemente íbamos a cenar y a libar libremente. Sin pretensiones de nada. Los mesoneros de aquel lugar emblemático de la ciudad nos admiraban, nos servían lo que se les antojaba, todos ellos liderizados por el viejo capitán de mesoneros, nativo de La Guaira llamado Pedro Mayora. Todavía está allí, en el mismo lugar con nuevo nombre y su aséptica oferta. Confidente de parroquianos, galán de puertos, padre de músicos y suegro de Jorge, su yerno, al que en secreto le decíamos “Largo” por su extrema altura, medía como dos metros, Mayora era como otro miembro del grupo. Comentaba las salidas en medios, sea en televisión, radio o prensa escrita. Hacía seguimiento a sus clientes famosos y nosotros éramos famosos en aquel mundo de dos o tres manzanas. Al lado de la mesa de los de Maltiempo se reunía un grupo de vikingos que encabezaba Luis Aparicio, sí, el mismo que está en Cooperstown, el del Salón de la Fama de las estrellas del beisbol. Un ídolo que los barquisimetanos tratan como propio, con la indiferencia y el respeto que él necesita para tomarse un trago cualquier sábado de estos sin ser molestado por la fanaticada. En esas mañanas sabatina él recuperaba la tranquilidad del anonimato. En la ciudad encontró la filosofía de los Cardenales, acostumbrados al fracaso y la indiferencia.
Julio Bolívar