Papel Literario

«Después de mí?», el único poemario de Pocaterra

por El Nacional El Nacional

El “Poema paradisíaco” de D’Annunzio estudiado en cátedra francesa como uno de los exponentes del nuevo mal del siglo, al lado de Blok y Stefan George, abre la puerta de la celda 41. La celda 41 fue donde como un nicho, entre santo y héroe, estuvo Pocaterra durante la prisión del año 19, el año terrible venezolano. Desde la celda 41 miró doloroso mundo. Hizo sus cuentas. Pactó con la posteridad. Sintió lo más amargo. De la celda 41 fueron saliendo las páginas de las Memorias de un venezolano de la decadencia (1927). Allí también se escribieron hojas y hojas de La casa de los Abila, conocidas solo veinte años después. Y las de Después de mí… (1965), el único poemario de Pocaterra, que ha sido publicado por la Dirección de Cultura-UCV, prólogo de la valenciana Beatriz Mendoza Sagarzazu.

Una estrofa del poema dannunziano abre, pues, el poemario. Aquellos poemas de cárcel revelan a un Pocaterra en nada parecido al de su prosa narrativa. El violento de las Memorias, el terrible operario en la sastrería de odio y pequeñeces que es El Doctor Bebé (1918), da paso en estos versos de acrecer a un soñador de “La traviata”, de Venus italiana, de itifálica Diana, de púdica Dafne, de galantería y aventuras en Pisa, Mantua, Padua.

Pero que el tono predominante sea como de mármol italiano (como curiosidad ha de saberse que Pocaterra tradujo a D’Annunzio), no quiere decir que no brote cierto intimismo y relación de la realidad de la Venezuela del 19, en sus poesías de La Rotunda.

Apartadas las más de sus poesías de cárcel, hay otras de sabor evocativo y de tristura. “La pequeña oración” es una de ellas. Octosílabos de sencilla factura adelgazan un sentimiento de quejumbre por la madre que, según creía él, se estaba quedando ciega. Invoca a la Señora de las Mercedes, que Mercedes también era la Madre, y le pide sus favores como “Alcaidesa de castillos / Abogada del penar/”. Un fervor mercedario, como otros poetas los hay mariolátrico, inunda la intimidad de la petición mientras imagina a la Madre en agua y cinta en el tejido, visión típica de los poetas venezolanos encarcelados, como Job Pim o Andrés Eloy, y que tiene cierto parentesco ideológico con Emilio Carrere.

“Por eso mi alma te ruega:

dame dolor, sombra, grillos

¡lo que tú quieras cambiar!

mi vida toda se entrega,

Alcaidesa de Castillos

Azogada del penar;”.

“Navegación de altura”. Composición escrita cuando bordeaba los treinta años. Pocaterra nació en diciembre de 1889 y el poema alude a octubre, recuerda demasiado fielmente al poema de Alfredo Arvelo Larriva, que presumiblemente fue también escrito en la cárcel, en 1910. Comienza Pocaterra:

“Esta noche de octubre dobla mi vida

a la altura del Cabo de las Tormentas

(. . .)

¡de mis recios treinta años meridionales

todo lo adverso, en vano, mordió el acero!”.

Y dice, en “Plenitud”, Alfredo Arvelo Larriva:

“Hoy cumplo treinta años de mi vida,

y doblo de la vida el Cabo de Hornos.

Y la ruta sin altos ni retornos

hacia el futuro va desconocida”.

Si en Alfredo Arvelo hay el sentimiento de una juventud no perdida, jugada al azar, transfigurada, portadora de una nueva paz que lo convirtió en “un buen doctor en amargura”, en Pocaterra, esa noche de octubre de 1919, en el calabozo 41, encuevado, puesto a ver la muerte en aquel edificio panóptico, la juventud vivida a todo riesgo también lo ha metamorfoseado: ahora se siente triste en medio de un gran hastío existencial. Así Caracas en aquellos días de muerte. Una ciudad diezmada por la peste, la persecución y el acoso. Esa cárcel latía en ella común con un corazón sin orgullo.

Viene noviembre, siempre en la celda. En la ciudad de los presos, las celdas son el lugar del retiro espiritual. Estos monjes conocieron todas las miseraciones; estos místicos siguieron todas las escalas; estos ascetas se privaron de toda unión. ¡Y noviembre es el mes de los muertos!:

“Al eterno dolor de esta casa

todo el año es noviembre que pasa,

todo el año es el mes del penar”.

Pocaterra era un hombre de hechos, un apasionado de lo empírico y vivencial que considera casi un delito la materia especulativa. Sus narraciones constituyen documentos y siempre conceptuó lo histórico como un inmenso depósito de realidades, no como ilusión. De este modo puede seguirse la huella de la verdad en cada uno de sus versos. Los italianos debieron ser lecturas de la época, que en él fueron creando el clima propicio para estas evasiones de cárcel.

Cuando escribe su poema de octubre, Pocaterra está más solo que nunca. Los de abajo –los otros secuestrados– podían leer y escribir. Él, con su compañero de celda, vive de recuerdos y de residuos, todo aquello que su prodigiosa memoria registraba y la floreaba al mínimo esfuerzo y todo aquello que meses antes podía pasar clandestinamente por los huecos de los muros: pliegos pasados a hojita a hojita en Los pazos de Ulloa, el Benjamine de Jean Aicard y versos de Baudelaire que él traía a recuerdo para conformar una tesis sobre la novela. En esa soledad compartida apenas con los fantasmas recreados de los libros y de la memoria, está la muerte. Muere primero el 6 de noviembre, un día antes, el teniente Ramírez, uno de los comprometidos en el abortado complot de enero, cuyo cadáver fue el hallado por Manuel José Borges, negrito del Tuy, personaje novelesco de quien Pocaterra escribe una página conmovedora. En el muro después de esta muerte, a carbón, Pocaterra trazó una cruz. Octubre seguía en Caracas con su largo arrastre de convencionalismos y frivolidades. Mientras estos hombres morían, en el Metropolitano se exhibirá Pasión gitana y en el Calcaño Espasmos, la Bertini interpretará la ira como parte de la serie de los siete pecados capitales. Los conciertos en la Plaza Bolívar. Los intelectuales en sus refugios: el botiquín, la peña literaria, el silencio sordo.

Pero la muerte no es nada, dice Pocaterra, y de dos palabras –ipsaque mors– senequistas sacas el título de su poema sobre la Muerte. Días después de Ramírez, muere quien había sido su compañero de grillos, el capitán Aníbal Molina, a quien antes se le había paralizado la pierna y andaba como un animal reptante por la celda implorando, invocando, pidiendo confesiones. Una mañana, cuando fueron a verlo, lo encontraron inmóvil. Estaba muerto. Y escribe Pocaterra “van cuatro”. Esa muerte es del 6 de octubre. Y aquí en adelante Pocaterra se dedica a escribir La casa de los Abila –publicada en 1946– y los poemas carcelarios. Esos que ahora hemos visto publicados solo en Después de mí…, después de la Muerte.

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Serie Archivo Sanoja Hernández. Curaduría: Camila Pulgar Machado.