Papel Literario

La Dama de la Ternura. La poesía de Lilia Boscán de Lombardi

por El Nacional El Nacional

La ternura es la pasión de los inocentes –me dije–, impregnado de la exquisita fragancia de sus visiones y sus sentires, en la penumbra de la paloma, como llaman los hebreos a la iniciación del atardecer, un día encantado en que el olor a lluvia me hacía evocar, disfrutando su poesía, la figura de mi madre.

Mi memoria, en su largo peregrinar, se deleitaba con sus imágenes, su música y las cicatrices frescas y olvidadas de su alma. Ella mitiga la sed de la naturaleza heredada de mis orígenes, con la hechizada armonía de sus palabras y la actuación de sus tinajeros, sus ríos, sus voces marinas, sus aguas, sus jardines, sus caracoles, sus mares, sus puertos y todos sus silencios y ausencias, para…

“Vivir un nuevo instante

en las orillas

de tanta soledad,

de tanta espuma,

de tanta muerte grabada

en las piedras, en el agua”.

Quizá porque su naturaleza está impresa en el verde, en el color del agua y en la proximidad de las orillas, y la mía en el amarillo, en el viento seco y cortante, en las alucinaciones de la sequía y en la lejanía, mi ontológica pasión la siente en cada ramificación de su prosa, que celebra la humedad de su ternura cuando escribe:

“Lejanas voces marinas

repitieron nuestros nombres

cuando sobre la arena

el agua nos abrazaba”.

No me cansa su belleza, ni el reiterado aroma de su canto cuando se desnuda en su unívoca condición de mujer-niña-madre…

“Si de niña

me rodeaban las muñecas,

si del baúl nacían

historias irreales,

juguetes sorprendidos,

manos enredadas en los sueños,

si de niña

mi mundo de cristal

se iluminaba

es porque yo era madre

siendo niña”.

Dicen que las ausencias las padecemos desde que venimos al mundo y vemos la luz. La desnudez habla de la primera orfandad y el llanto es el anuncio onomatopéyico de la otredad. Nuestra tragedia ha comenzado. Asistimos a un escenario inédito que es la vida, donde todos somos actores y cada quien con su poco o mucho arte ejecuta su performance. Pero el sufrimiento solo se hará realidad cuando algo muy preciado que forma parte de nuestra existencia desaparezca del entorno o se marche para siempre.

“Huellas del pasado

gravitan en mi mente

no hay un solo día

que no agonice

por tu ausencia…”.

Es la misma orfandad que experimento como padre por la ausencia temporal de mi hija, que ya se hace eterna y que no puedo reconstruir ni recobrar como parte del tiempo perdido. Pero sé que la tengo de nuevo en cada ocasión que vuelvo a su obra…

“Una sombra

atravesó el instante,

una sombra

devoradora

que acrecienta el dolor

de no tenerte”.

Ausencia también eterna, la de su padre, insignia de dolor, desapego del otro que se va esta vez en orden cronológico para transformarse en memoria sagrada, en un poema. Aceptamos con resignación que se vayan, pero los celebramos como si todos los días nos esperaran con el café o el jugo para darnos la bendición o despedirnos con las buenas noches. Nunca se marchan; siempre se paran a nuestro lado cuando caminamos, cuando comemos o rezamos por un amargo sabor de ausencia….

“Sangra el oscuro recuerdo

como una herida abierta,

busco tu palabra sabia,

busco tu mirada alegre

en el centro de la plaza”.

Para mí es madre, siempre tierna quien se despidió de cada uno de sus hijos, confundida frente a un laberinto de espejos, pero plena de amor para repartir a todos, incluidos los pájaros que plenaron su cuarto trayendo mensajes celestes del camino de los indios muertos…

Inmensa su alma para acunar grandeza de amor y a su hijo predilecto la ternura, la parte más sublime de la que está hecho aquel. El amor no es otra cosa que un río misterioso y caudaloso que tiene miles de desembocaduras que nutren el espíritu humano cuando sonríe y cuando sangra, cuando contempla o cuando vive. Es tan étereo y a la vez tan real como la presencia de Dios. Está en una y en todas las cosas y se expresa de múltiples formas, pero es su percepción del amor lo que hoy ha vuelto a enamorarme…

“Palabras

grabadas sobre mi piel

mirada fugaz

siembra de espigas

campo de sueños”.

Soy un buen hijo de la ternura desde que siendo muy niño la descubrí por una vivencia que solo confirmaría en mi juventud, cuando leí y me conmovió el más precioso de los pasajes para ilustrarla, en el primero de los libros de En busca del tiempo perdido, titulado Por el camino de Swann, del francés Marcel Proust, quien comentaba su vida los primeros años…

“…Este cuarto, que estaba destinado a un uso más especial y vulgar, y desde el cual se dominaba durante el día claro hasta el torreón Roussainville-le-Pin, me sirvió de refugio mucho tiempo, sin duda por ser el único que me servía para encerrarme con llave para aquellas de mis ocupaciones que exigían una soledad inviolable: la lectura, el ensueño, el llanto y la voluptuosidad…

…Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Y por eso llegué a desear que ese adiós con que yo estaba tan encariñado viniera lo más tarde posible y que se prolongara aquel espacio de tregua que precedía a la llegada de mamá”.

Ese pasaje yo lo había vivido en carne propia con trémula emoción tantas veces, cada vez que experimentaba algún resfriado u otro síntoma de alguna enfermedad infantil que hacía que madre abandonara todas sus obligaciones con el resto de la tropa para sentarse a mi lado y con su voz suave y chiquita y su mano milagrosa lograr que la fiebre o el dolor se marcharan espantados por la magia de su ternura. Nada más placentero que sentir la suavidad de su mano sobre mi frente o sus pequeños dedos frotando con algún ungüento mi pecho para calmar la tos. Nada me resultaba más agradable y anhelado que su presencia cuando me sentía en pecado o cuando cometía una travesura. Muchas veces llegué a fingir algún malestar con tal de sentir su proximidad y confesarle mi devarío, que ella perdonaba con una suave sonrisa.

En cada ocasión que en una de mis sesiones de silencio y meditación hago aquellas escenas de nuevo mías, ellas superan con creces en intensidad las más emocionantes y ensoñadoras de mi infancia: la espera de San Nicolás con el último modelo de tren, la pistola del Marshall Dillon, mi primer triciclo azul o el singular olor de los libros, los cuadernos y los lápices de color de los primeros días de escuela.

No me cabe duda de que la ternura tradicionalmente ha sido un don femenino: es mujer, es hembra, es sutil, sublime, delicada, rasgos negados a lo masculino en Occidente. Es inherente a la entrega, a la condición de dar a luz, es decir a la parte que engendra porque recibe, a la maternidad, simbólicamente a la gracia de ser madre, y eso la corona como parte de la otredad, que algún día tendrá que aflorar en cada uno como expresión de un íntegro desarrollo humano. Hoy es inherente a la condición sagrada de ser mujer; un día lo será también a la genérica de ser humano.

Lilia, para mí, encarna la ternura, en su múltiple vida de mujer, niña, hija, compañera de vida y madre, y especialmente en su poesía; por eso celebro su creación y en nombre de la belleza que prodiga me atrevo a llamarla: Dama de la Ternura.