
“Antes de esa etapa de penumbra, jamás imaginé que seres queridos habrían de morir en absoluta soledad, en el despeñadero que engullía la libertad, la paz y la vida en muchos casos. Las noticias cada día eran peores, amigos impedidos de asistir al funeral de sus personas amadas, por la cuarentena en casa que, si bien nos liberó de compromisos sociales y de la necesaria comunicación cara a cara, nos obligó a aceptar la amenaza de un asesino invisible”
Por CONSUELO HERNÁNDEZ
“Y si queriendo alzarte nada has alcanzado / Déjate caer sin parar tu caída…”
Vicente Huidobro
Entre la duda y el desgano, rememoro después de cinco años una de las épocas más oscuras que hemos atravesado: los años de pandemia de reclusión, de desorden, de miedo, y de soledad impuesta, con la inminente amenaza de la muerte a cada instante. Un período en que la poesía y la escritura fueron la imagen de una tabla de salvación, de una puerta de emergencia y, a la vez, un testimonio del modo en que viví un ciclo que ni en delirios hubiera podido imaginar.
Los primeros meses de esta temible experiencia vivimos la incertidumbre y, aún en compañía, la más absoluta soledad forzada por un virus que navegaba feliz en las caricias, los estornudos, los ataques de tos, los susurros, los abrazos y los besos; cada persona era un enemigo potencial donde la muerte podría camuflarse. Según la OMS hasta noviembre de año 2024 habían muerto 7 millones. Al revisar la historia se ve algo similar en la peste de Atenas que arrasó con un tercio de la población (430 A de C.). El imperio romano vio morir el 10% de sus habitantes por la peste Antonina (165- 180 d. C.), y en el siglo XIV la peste negra diezmó la mitad de la población europea. Las pestes no han dado tregua: la gripe española (1918-1919), el sida se ha llevado más de 30 millones y la tuberculosis sigue activa, aunque es curable desde 1925.
Al inicio del el nuevo virus, COVID 19, no hubo más que reclusión obligada y medidas de higiene redentora cada 20 minutos. Personalmente, me sentía una con agua y la espumosa caricia del jabón que me recordaba poemas de Francis Ponge. Todavía conservo la imagen de la piel reseca parecida a la piel de cocodrilo. Las noticias eran cada día más terribles y ansiábamos guías sabios que pesaran sus palabras y dijeran la verdad, pero estábamos huérfanos de auténticos líderes a izquierda y derecha y el centro brillaba por su ausencia. Queríamos saber si el virus era chino, como decía el presidente, o una mutación del SARS del 2003, y anhelábamos la cura para este mal que sobrevivía, aunque sus anfitriones ya estuvieran muertos. En el país donde vivo, los inmigrantes llevaron la peor parte y todos mirábamos el abismo al que fuimos lanzados sin para caídas, al mejor estilo de Altazor.
Intenté encontrar un refugio en los estoicos como Séneca, y en Montaigne, también en Sócrates y Platón, Nietzsche y el dalái lama. Volví a lecturas ficcionales sobre el tema como: La peste (1947) de Albert Camus, que inicia con la aparición de una rata en una calle de Orán y termina invadiendo toda la ciudad. Ensayo sobre la ceguera (1995) de José Saramago, en la cual un hombre queda ciego víctima de “la ceguera blanca” que se propaga sin control: una alegoría social similar a la de Camus, pero aquí es la invidencia el factor paralizante, no las ratas. Leí de George Orwell Animal Farm (1945), o Rebelión en la granja, una crítica incisiva a la Rusia de Stalin y al comunismo. De Thomas Mann su Muerte en Venecia (1912), la historia del hombre que buscando a un jovencito del que está enamorado y encuentra la muerte por la peste en Venecia. Además, volví a leer Story of my life (1913) de Helen Keller, una historia de tenacidad en medio del devastador desastre personal. El amor en los tiempos del cólera (1985) de Gabriel García Márquez, que tiene poco del cólera y mucho de perversión pedófila y, quizás, de lo que antes se entendía como amor. También aproveché para leer de Vargas Vila Aura o las violetas (1889), que me intrigaba desde niña cuando vi a mi mamá quemarlo junto a otros libros por orden del cura del pueblo para poder ser absuelta en su próxima confesión. Para mi decepción es un libro más sobre el amor de dos jóvenes, frustrado por el terrateniente que se enamora de la joven y ella, para favorecer a su familia, se casa con este viejo rico sin darle ninguna explicación a su novio. Volví también a una de las novelas ejemplares de Cervantes, El celoso extremeño, cuya trama machista sería hoy inverosímil, pero en su momento era una realidad frecuente. Me sorprendió en el desenlace la reacción de los protagonistas al descubrir la traición.
Sin embargo, ni mis lecturas ni meditaciones lograban serenarme, hasta una simple tos en la noche era peor que una alarma de incendio. Tuve que buscar en mis precarios recursos interiores y como siempre me salió al encuentro la poesía y la escritura para conjurar la desolación de la hecatombe que se nos venía encima, para la cual nunca nos habíamos preparado, y que usted como lector también la sufrió conmigo. Al mismo tiempo que nacía la semilla de un nuevo poemario, publiqué Wake of Chance/ Estela del azar (2021), que con sentido premonitorio había escrito cinco años antes. Pronto llegará el momento para sacar a la luz ese poemario que habla del modo intenso en que viví ese período que me parecía inacabable.
Antes de esa etapa de penumbra, jamás imaginé que seres queridos habrían de morir en absoluta soledad, en el despeñadero que engullía la libertad, la paz y la vida en muchos casos. Las noticias cada día eran peores, amigos impedidos de asistir al funeral de sus personas amadas, por la cuarentena en casa que, si bien nos liberó de compromisos sociales y de la necesaria comunicación cara a cara, nos obligó a aceptar la amenaza de un asesino invisible. Encerrada en casa, me engañaba pensando que era una dádiva disponer de los días para pensar y para seguir rutinas más estables. Pero las horas se me escapaban como arena entre los dedos con mi música favorita, meditaciones, yoga y la ilusoria fusión con las ondas del aire y los rayos del sol.
El 26 de mayo de 2020, para agravar más la situación, un policía de Minneapolis mató a George Floyd, un hombre negro. Este abominable suceso detonó protestas antirracistas, organizadas por Black Lives Matter, que exigían: cese de la violencia policial, igualdad de oportunidades y de salarios y acceso a la vivienda. Colateralmente hubo saqueos, destrucción de propiedades y violencia. También esta triste situación me impulsó a escribir para tratar de darle un sentido a lo incomprensible.
Mi vida, como la de toda la humanidad, cambió radicalmente. Si necesitaba tomar un taxi, el conductor antes de dirigirse al destino me medía la temperatura y me fumigaba con desinfectantes. El silencio de la casa sólo lo interrumpía alguna ambulancia con un lamento estremecedor que me llenaba de preguntas sin respuestas, pues habíamos llegado a un acuerdo comunal de alejarnos de sitios de congregación, pues sobrevivir ahora era cuestión de aislarse y de ver en cada semejante un peligro inminente.
Durante esos meses, me volví adicta al jardín, a sus veredas y recovecos, vigilaba el crecimiento de las plantas y que el árbol podado en otoño reverdeciera. Mi jardín era el lienzo donde cultivaba acuarelas florales que llenaban la intimidad del hogar. Asomada a la ventana veía pasar una pareja con mascarilla, su perro y una niña de la mano de su padre saltando alegre en la acera, ajena al desastre que acechaba. Llamaba a mis amigos y desde su soledad o su silencio decían gozar de la privacidad al alcance del deseo y sufrían cada día más la inseguridad del día siguiente.
Con el paso de los meses, se me fueron borrando los recuerdos de videos, canciones y mensajes convertidos en clichés que llegaban múltiples veces al día, me acostumbré a las calles del mundo libres de paseantes y carros. Distantes quedaban los días cuando consultaba las estadísticas con la misma obsesión con la que cuidaba el jardín. Cuando el presidente daba su reporte, añoraba su tono de voz y su optimismo que parecía desconocer nuestras crueles circunstancias, me asombraba oírle decir: “Mejor que nunca antes,” “el mejor país del mundo”, “abriremos el país más pronto de lo que piensan,” “disfruten su tiempo en la sala de su casa”, mientras queríamos saber cuándo retornaríamos a la ansiada libertad. Me disgustaba que un día terminara igual al anterior y luego llegaba la noche arropándome con su manto y sumiéndome en un insomnio irremediable.
Llegué hasta sentir pánico de tener un médico en nuestra familia, tan acostumbrado a sanar enfermos y de pronto él también a la intemperie como el personal de primera línea que, a pesar de su equipo protector y de seguir todos los protocolos de seguridad, podría terminar su turno contagiado después de atender pacientes a quienes sólo les quedaba el consuelo del teléfono en alta voz para oír voces ahogadas de familiares en casa, agolpados unos contra otros para gritarle cuánto los amaban antes de emprender el viaje definitivo. Recordaba a los numerosos ancianos muriendo en los asilos, los indocumentados que perdían sus empleos y los desalojaban de sus inquilinatos según publicaban periódicos locales. Pensaba en las largas filas de ataúdes donde imaginaba rostros queridos para otros que serían sepultados como seres anónimos, sin el adiós de una cara conocida, en cementerios comunales, en alguna isla o en una fosa común como NN. La muerte sucedía a puerta cerrada con la ausencia como cómplice.
Me convertí en una versión reducida de mí misma, sólo necesitaba alimento y ropa cómoda, lo demás se me volvió superfluo y un ritmo meditativo se instaló en mi rutina, casi diría que era un ritmo comunal. En las filas para fines esenciales parecía muda como todos los demás, mientras adentro me agobiaban incendios, terremotos y tsunamis y a regresar a casa me sometía a otra rutina de asepsia rigurosa: toallitas con cloro, agua y jabón o vinagre; gárgaras de sal, bicarbonato y limón. Y desinfecté manillas de puertas, teclas de computadora, teléfonos, iPads, todo lo que había tocado o me rozaba.
Me maravillaba la nueva sintaxis que habíamos inventado, así como los neologismos y eufemismos; en lugar de encierro decretado dijimos confinamiento obligado, aislamiento voluntario, cuarentena, distanciamiento social, nueva normalidad; mascarilla, tapabocas o barbijo y aplanamos curvas, alcanzamos picos y enriquecimos el diccionario: coronavirus, virus chino, Covid19. kung flu, covideo, bioseguridad y “hazlo viral” no se pronunció más. Matamos el tiempo en computadores, en YouTube y nos apaciguamos recibiendo cien veces en un día “Cuando pase la tormenta”, “resistiré”.
En los hogares no todo fue paz y amor, la violencia tomó puesto y las primeras víctimas fueron mujeres que en el amor de su vida habían descubierto a un peligroso enemigo. Asistíamos en Zoom a reuniones, fiestas y funerales, y experimenté la algarabía de quienes les quedó grande el silencio y el anonimato. Muchas veces me pregunté dónde viviría la paz, la salud y el balance y la pureza entendida como cada fuerza en su sitio…
Vino el primer abril de pandemia y nadie compró la moda primaveral, pero subieron las ventas de la ropa deportiva, las sudaderas y las piyamas. Las clases sucedieron a distancia con precisión electrónica y corazas para absorber lo imprevisible. Los estudiantes universitarios encerrados en casa pausaban los besos, los abrazos y los encuentros eróticos en los dormitorios. Se suspendió el cara a cara de los salones y sin sonrisas frescas se impartían clases a un grupo de nombres, una información algorítmica, eficaz explotación del enseñante monologador de masas y productor de fortunas.
La devastación económica fue obvia: desempleo, pobreza, gente sin techo y sin seguridad sanitaria. Caminábamos sobre un terreno movedizo, éramos anfitriones de una catástrofe en nuestra civilización que con cuerpo y el alma divorciados había asesinado el equilibrio con ambición, y había lanzado al basurero la ética y ahora despertábamos ante una calamidad pública. El paliativo fue el encierro; separarnos para protegernos. Así, sin voluntad colectiva tragamos entero y obedecimos como rebaño, confiando en que la cura no podía ser peor que la enfermedad. Mientras tanto los líderes cuidaban su economía, las bolsas de valores y puestos de poder. El pueblo y su vida eran secundarios, nos sentimos piezas de descarte, pues como en la antigüedad cuidar era más costoso que reemplazar. El caos venía desde arriba: usar o no usar máscara era cuestión de partido, autoridades estatales tomarían las decisiones… no, mejor las federales. El miedo nos encadenaba al futuro existencial: salud, vivienda y alimento. La economía florecería como sol en el zenit —decían los optimistas. O caería al abismo —decían los pesimistas. El virus prosperaría según los expertos.
Llevábamos casi un año de desasosiego y aún sin remedio para el virus que atacó estructura, infra y superestructura para decirlo en términos de Althusser. Entre tanto, yo sólo deseaba abrazar a mi gente querida y me era totalmente irrelevante si el virus venía de un murciélago, un laboratorio o de un mercado de animales en Wuhan, China. Estaba cansada de verdades a medias. Una medicina era aceptada allá y no aquí. ¡Inyectarnos desinfectantes podría ser una idea brillante! Era imposible permanecer indiferentes sin tomar partido. Los ancianos en asilos recibían narco-gomitas, remedios para la artritis, las licorerías prosperaban como siempre en épocas de crisis, las drogas recreacionales paliaban las enfermedades mentales y el cannabis se confundió con las dosis de insulina. Un país no hablaba de pandemia u ocultaban a sus muertos, en otros todo el que moría era del coronavirus para gozar —decían— de beneficios fiscales y dejaban la impresión de que la implacable verdad también andaba enmascarada.
Los conspiradores decían que las vacunas nos marcarían con cristales, con dibujos subcutáneos que modificarían nuestra genética y la fertilidad… yo no sabía qué pensar: habitaríamos Un mundo feliz de Huxley aceptando la esclavitud con agrado o tendría razón Illich y su iatrogénesis en lo del daño causado por la medicina a la salud. Y con diáfana claridad vi que el cuerpo es mi único medio para expresarme y que la salud puede ser usada como arma de sometimiento o como una opción para prescindir de lo “inservible”
Durante la pandemia fue común adoptar perros y gatos; las mascotas gozaron sus mejores días acompañadas de sus amos durante el confinamiento. Las corporaciones compraron y vendieron acciones sin arriesgar sus ganancias, billones para la industria de seguridad nacional y para evitar la revuelta el dinero llegó al pueblo, los negocios pequeños recibieron auxilios y sin ningún compromiso también las aerolíneas, industrias y restaurantes recibieron prestamos millonarios. Y se pensó en imitar a líderes del pasado para reactivar la construcción de autopistas, escuelas, parques de recreación, puentes y represas. El dilema siempre el mismo: hacer más ricos los ricos o comodidad para el promedio, pues había que imaginar una economía “posvirus” y resucitar las ciudades que heridas de muerte estaban.
El virus se llevó anécdotas, transformó los espacios y aprendimos a calcular las distancias, a saltar a otra acera si alguien pasaba muy cerca. Las mismas cuatro paredes atestiguaron nuestra vida, mirando sólo partes del rostro sin tocar ni ser tocados protegiéndonos de la enfermedad que acechaba. Nos hicimos más conscientes de lo público y lo privado, de los ricos y los pobres, de la ciudad y del campo, ante el virus omnipresente que nos tenía arrodillados y podía vivir en todas partes aun dentro de nosotros mismos.
Hoy quisiera pensar que lejos están los días cuando flotaba por las calles en medio del vacío y de la incertidumbre, cuando nos convencíamos de pasar al otro día sin que la muerte nos viera. Pero hoy las memorias toman turno y me confunden y, aunque fuera de ese peligro, me saturan otras amenazas y el mismo dolor y la misma nostalgia que sentía cuando soportaba sin quejarme ni llorar ansiando otro momento de paz y de abundancia y generosidad para estar juntos, abrazarnos y brindar.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional