Apóyanos

Champaña es una sola, otra cosa son los vinos espumantes

Serie “Encuentro semanal con los garabatos de mi archivo” por Antonio García Ponce. Décimoprimera entrega: “Champaña es una sola, otra cosa son los vinos espumantes”

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Cuando Soledad Mendoza dirigía la revista Pandora, suplemento dominical del diario El Nacional, un viaje a la región de Champagne me permitió apreciar in situ las características muy particulares de este vino y la producción veloz de otros muy parecidos, catalogados como à la champenoise.

Recordemos. Ciento cincuenta kilómetros separan a París de Epernay, y el tren que sale de la Gare de l’Est los devora en una hora y 10 minutos. Nos reciben los señores Catherine Seydoux-Laffite y Philippe Le Tixerant en nombre del Centro Interprofesional del Vino de Champagne. La carretera a Reims pone ante nuestros ojos el valle del Marne, envuelto en una neblina sutil, vidriada. El Marne es la Gran Guerra, la de 1914, con sus largos años de persistente cañoneo, que abatió por los suelos casi todas las edificaciones de estas ciudades. El Marne son los romanos del Imperio, que bebían el vino a cántaros. El Marne es San Remigio, que convirtió en vino el agua de un tonel. El Marne son los reyes de Francia que venían, Carlos X el último, a coronarse en la catedral de Reims, erigida en el siglo XIII, tal como la vemos hoy. El Marne es el monje Dom Perignon, maestro-bodeguero de la abadía de Hautvillers, a quien se le ocurrió la idea, a fines del siglo XVII, de envasar el vino espumante de la región en botellas de paredes gruesas, tapadas con un buen corcho, sujeto por medio de alambres para que no se escapara la más pequeña gota del burbujeo de la mezcla de caldos en su seno. Aquí, en fin, durante cientos de años, los campesinos recogen con sus manos, cada temporada, las uvas maravillosas de Pinot-Noir y Meunier, negras, y Chardonnay, blanca, después de meses enteros de lucha contra las heladas, los parásitos, los rigores del clima y la mala situación.

En Reims nos recibe monsieur Pierre Lanson. Él destapa, pasado el mediodía, una champaña de la casa, a modo de bajativo: saca la botella de la cuba donde se ha enfriado con hielo y agua, la seca con servilleta, retira el bozalillo de alambre, sostiene el corcho con la mano izquierda y con la derecha le imprime al cuerpo de la botella un firme y lento movimiento de rotación que va liberando el corcho hasta que sale sin ningún ruido y sin que se derrame una gota del líquido. El señor Lanson sirve el vino sin inclinación de las copas, ni movimientos bruscos. Luego, caminamos más de una hora por las cavas donde se apilan cantidades innumerables de botellas, relucientes, transparentes, otras cubiertas de polvo, de telaraña, de humedad de esa tierra tan típica de la zona, blancuzca, untuosa, llamada craie y que se traduce por tiza, creta o greda.

―En esta nueva galería vamos a almacenar un millón de botellas y aquí otro millón, y allá otro…― repite y repite M. Lanson, hasta que se detiene al llegar a ocho millones. Vemos las cadenas sinfín que hacen el etiquetado de la botella, y su embalaje en cajas, en las que se leen sus lugares de destino: “Tahití”, “Paraguay vía Montevideo”, y la infaltable “La Guaira”.

Ya no se ve a obreros expertos ejecutar, a razón de 30.000 botellas por día, el movimiento de remoción (un octavo de vuelta a la derecha y un octavo a la izquierda, más uno de trepidación) sobre cada botella, encajada con el cuello hacia abajo en los pupitres para desplazar el sedimento de la fermentación del vino hacia el pico. De seguidas, venía el movimiento de dégorgement, o descarga, para extraer el poso. Eso pueden verlo ahora los nostálgicos del pasado o los ojos de turistas. Son las máquinas los ejecutantes, con mayor rapidez, con mejor eficacia, con resultados mejores en cuanto a calidad, y porque así lo impone la competencia, la necesidad de abaratar los costos. Impuesto está el proceso electrónico de embotellamiento y el uso de grandes cubas de acero inoxidable. Las explicaciones de M. Lanson son firmes, y llama en su apoyo hasta a Louis Pasteur. Y lo rubrica todo mediante una copa de Lanson rosada brut: es que son las 6 de la tarde.

Una bandera venezolana ondea en la entrada de la casa de Veuve Clicquot-Ponsardin, en Reims.

―Dos esferas como esa se toman ustedes los venezolanos al año ―dice monsieur Louis-Marc d’Harcourt, jefe de relaciones públicas. Cada globo de acero se parece a los tanques de gasolina que se ven a lo lejos en el trayecto de la autopista Caracas-La Guaira. Cada uno contiene 600.000 litros de champaña. La venta venezolana de la Viuda superaba en esos años las de Moët, Lanson, Tainttinger, y ocupó en 1982 el segundo lugar entre todos los clientes mundiales de la Viuda.

El secreto de la calidad de la Viuda parece estar en esas enormes catacumbas, como galerías de un templo pagano donde el vino duerme su sueño de Baco. Ayudan esos personajes de nariz roja, bata blanca, rodeados de pipetas y matraces que hacen la cuvée y logran el punto de sabor característico de cada muestra.

Pasamos al comedor del hotel de la rue du Marc, construido a comienzos del siglo XIX por Edouard Werlé, el socio famoso de madame Clicquot. En la fachada del edificio resaltan los huecos de la metralla de los pasados combates.

―Aquí estuvo una vez Adolfo Hitler, cuando la ocupación alemana de 1940. A él le gustaba el lugar― nos dice el conde Alain de Vogüé, ejecutivo principal de la Casa. Le acompaña su esposa, la condesa Leticia de Vogüé, quien habla un perfecto español, por ser su padre mexicano. Durante el almuerzo corrió con generosidad la Grande Dame 1975.

Visitamos la casa Pol Roger. Nos recibe Christian Billy, presidente y director general de la firma, al lado de su primo, Christian Pol-Roger. Nos enseñan, como si fuera una joya, un ejemplar del menú del banquete que ofreció la reina de Inglaterra, en junio de 1982, a los esposos Reagan, donde se sirvió la champaña Pol Roger 1969. Y agregan que Winston Churchill se desayunaba con media botella de champaña (Pol Roger, por supuesto), almorzaba con una botella de scotch y se iba a la cama con tres tragos de cognac. Toda su conversación la hace Billy en un español machucado por haber visitado Caracas hacía unos días.

Probamos otras marcas: (Blanc de Blanc de la casa Deutz, millesimé de Louis Roederer 1975). Están surgiendo casos de piratería: la Víctor Clicquot y la Eugene Cliquot han querido pasarlas como si fueran Veuve Clicquot. Hay una Paul Roiger que no es la Pol Roger.

Víctor Vasarely diseñó la botella de la champaña brut 1978 de Taittinger.

La cuvée Cristal de la casa Roederer fue creada en especial para el zar Alejandro II, aquel que los anarquistas hicieron volar en pedazos con una bomba.

De la producción total de la champaña de denominación controlada, el 66% corresponde a las grandes casas conocidas, y el 34% a recolectores y cooperativas.

Ya entrado el siglo XXI, la calidad de las marcas de algunos vinos espumantes de España, Chile, Argentina, California e incluso Francia, aunque no son Champagne, tienen un gusto delicioso y no puede decirse que sean vinos de segunda categoría. Claro, tiene razón quien diga: ¡Champaña es Champagne!

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional