CARLOS PÉREZ ARIZA, CORTESÍA DEL AUTOR

Por NELSON RIVERA

Me resulta inevitable preguntarle por la investigación que soporta su novela. ¿Cómo la hizo? ¿Con cuáles fuentes? ¿Se convirtió usted en una especie de experto en el oficio y las artes de la navegación del siglo XVI?

—No soy en absoluto un experto en navegación actual ni mucho menos en las artes marineras del siglo XVI. Aunque he aprendido bastante. Pero para encarar una narración sobre un hecho que sucedió realmente, tenía que empaparme de la cultura de aquellos años de descubrimientos del Nuevo Mundo. Fue una tarea de investigación en la que me ayudaron mis conocimientos adquiridos en la dura tarea de la Academia, que te enseña esas artes cuando inicias la senda del doctorado —Periodismo en mi caso—.

La investigación empezó por conocer al personaje, Andrés de Urdaneta. El periplo de su vida me cautivó. Fue la motivación de embarcarme en ese viaje. Recomendamos a nuestros alumnos de doctorado que para afrontar una tesis doctoral les tiene que gustar mucho el tema que eliges. Con Urdaneta y su hazaña vi que había una historia que contar. Una vez que investigué las diversas fuentes documentales sobre el protagonista y su tiempo, tuve que seleccionar los diferentes aspectos. Cuando comienzas una investigación centras el tema nuclear, pero ese camino se bifurca en diversos senderos.

Así, al empezar a escudriñar las artes de navegar por alta mar, conocer sus instrumentos para medir solo la latitud —aún no se sabía medir la longitud—, la velocidad en nudos, el oficio de orientar los trapos, la pericia del piloto, que aún no tenía un timón como los actuales, sino una caña larga y dura. Los conceptos de eslora, manga, babor (izquierda), estribor (derecha); los nombres de los tres palos, las velas menores, foques, la bodega y el arte de la estiba, la sentina y las bombas manuales de achique. Entre tantos otros conceptos que conocen los marineros de antes y de ahora. Asimismo, al adquirir esos conocimientos, me hacía otras preguntas: ¿qué comían?, ¿cómo se aseaban? ¿Qué pensaban aquellos marinos, de qué hablaban en la oscuridad del océano nocturno? ¿Cómo era la disciplina a bordo? ¿Por qué iban en esa nao casi 200 personas entre tripulación, infantes de marina, artilleros?

En uno de esos documentos se me dijo que habían fallecido una treintena de la tripulación, confrontado con otras fuentes de viajes de la época, me parecieron pocos. En la narración utilicé ese dato para justificarlo, dando a Urdaneta el valor de haber conseguido unas bajas tan escasas, gracias a sus conocimientos de los remedios americanos. El escorbuto era la principal causa de muertes en aquellos largos periplos oceánicos. También el tifus, fiebres por insolación, entre otras causas.

Las preguntas se acumulaban y había que encontrar respuestas antes de armar el argumento general. Leí todo lo que hay sobre Urdaneta y su histórico viaje. Las fuentes fueron algunos ensayos de historiadores sobre él. Una tesis doctoral de un ingeniero naval me ayudó mucho. Consulté en el Archivo de Indias y la Biblioteca Nacional los documentos sobre Urdaneta, en especial el testamento de Elcano, donde aparece la firma de un joven Urdaneta, que fue su aprendiz y protegido. Elcano le dictó a Urdaneta ese testamento, cuando el joven guipuzcoano estaba a su lado en su lecho de muerte. Además, tuve que investigar sobre su vida personal para entender mejor al complejo Urdaneta. Supe que fue un representante docto del Renacimiento español y europeo: un intelectual de su época. Remontó su vida desde un explorador, soldado, conquistador, amante, esposo y padre a convertirse en un experto navegante, cartógrafo, matemático y, finalmente, un más fiel cristiano al dejar su mundano vivir y ser ordenado como fraile agustino.

Que haya emprendido ese Tornaviaje a los 55 años da fe de su capacidad para culminar con éxito la primera navegación desde Filipinas a la Nueva España (México). Unió tres continentes: Asia-América-Europa en la primera ruta comercial interoceánica. Otro aspecto a investigar fue por qué no se había encontrado la ruta de vuelta a América por el Pacífico. Las pesquisas me enseñaron que había habido cinco intentos fallidos antes del Tornaviaje de Urdaneta. Con la ayuda de un amigo, capitán de veleros aquí en Málaga, me enteré que las corrientes y las derivas magnéticas son similares en los dos océanos: Atlántico y Pacífico. Colón lo había descubierto y algo sabía, según las últimas tesis, para cruzar de ida y vuelta el Atlántico. Pero el Pacífico se mantenía hermético, hasta que Urdaneta supo que había una corriente al muy elevado norte —paralelo 42/45— que, con vientos favorables soplando por popa sobre sus velas cuadradas y el favor de Dios, llevaría a su nao hasta las costas de las Californias y de allí siguiendo la línea costera hasta el seguro puerto natural de Acapulco.

¿Por qué Acapulco? Logré que mi investigación me dijera el porqué. En ese puerto había fundado Hernán Cortés el primer astillero de América y Urdaneta lo sabía. Sumando detalles de lo investigado pude pensar en crear un relato sobre el personaje, su vida y su Tornaviaje. Urdaneta trazó la Carta de Marear que, tras ser revisada por los expertos de la Casa de Contratación de Sevilla —allí se guardaban como documentos secretos—, fue la que se utilizó en el conocido Galeón de Filipinas, de Manila o China como se le conoció durante los tres siglos siguientes. Así fue hasta que México proclamó la independencia de la Corona española en las primeras décadas del siglo XIX. Desde la nao San Pedro de 500 toneladas de Urdaneta, el último barco, de inicios del siglo XIX, tuvo 2.000 toneladas. A esas naves las conocían como “Catedrales del mar”.

—Uno encuentra en su libro a un hombre excepcional: Andrés de Urdaneta. ¿Cómo es posible que no tengamos noticias suyas, que no sea uno de nuestros héroes como Magallanes o Elcano?

—Urdaneta es otro de los grandes desconocidos de la Hispanidad. No se estudia en la escuela básica. Sólo los historiadores saben, y no demasiado, de él. Eso es una marca del olvido muy presente en España, que descuida a sus personajes más emblemáticos. Hay solo dos estatuas de Urdaneta en el mundo, una en su pueblo, Ordizia, y otra en Filipinas. Estoy seguro de que si Urdaneta hubiera sido británico o francés ya habría dos películas y una miniserie en Netflix. Por ser ese inmenso desconocido, yo me propuse rescatarlo del olvido. Al menos con este humilde homenaje-novela que he ceñido a la verdad histórica de su vida y hazaña.

Lo descubrí desde la Cátedra del Mestizaje que creó la Universidad de Málaga y de la que fui director académico. Desde la investigación que iniciamos sobre el proceso del mestizaje entre España y América en su más amplio aspecto, se me presentó Andrés de Urdaneta, de quien no había oído prácticamente nada. Él mismo fue uno de los protagonistas del mestizaje. Tras su viaje con Elcano —segunda circunnavegación al globo— Urdaneta permaneció 11 años en las Filipinas como explorador al servicio de la Corona. Eran años de conquista y pugna con los portugueses por el dominio de las islas Molucas, centro del codiciado comercio de las especias. Allí, Urdaneta aprendió a entenderse en malayo, chino, japonés, portugués, como para comprender el mundo que habitaba.

En esos años, conoció a una nativa con la que hizo matrimonio y tuvieron una hija, Gracia Urdaneta, el nombre de la madre de Urdaneta. Fallecida su esposa y sintiendo que su vida de aventuras no era la ideal para criar a su pequeña hija, decidió volver a España y dejarla para su educación a su hermano mayor y a sus padres en Ordizia. Esa vuelta a la patria no la hizo Urdaneta por la ruta del Pacífico, sino por la de los portugueses, que era cruzar el mar de China, el Índico, bordear al continente africano y remontar hasta las Canarias, las islas Afortunadas hasta recalar en Cádiz. Cumplido aquel cometido con su hija Gracia, a la que no volvió a ver, tuvo noticias ya siendo fraile agustino en la Nueva España que se había casado, tenía varios hijos, con lo cual Urdaneta fue abuelo siendo un siervo de Dios.

Volvió a la Nueva España, fue favorecido por la amistad del virrey Antonio de Mendoza y se convirtió en un encomendero. Trabó amistad con los agustinos que comenzaban a fundar conventos a lo largo y ancho de virreinato, desde ciudad de México y hacia las Californias. Llega un momento en que Urdaneta reflexiona sobre su vida. Saca cuentas y se convence de que la América española necesita más cruz y menos espada. Ingresa en el convento principal de los agustinos en la capital virreinal y es ordenado fraile agustino en edad madura, hacia los cuarenta y pocos. Allí, además de las obligaciones eclesiásticas, da clases en la Universidad, amplía sus estudios marinos, indaga en las rutas oceánicas, en sus intervenciones magnéticas, estudia cartas de navegación y comprueba todo matemáticamente.

Tras unos doce años en sus tareas conventuales y docentes, a los cincuenta y dos años recibe una orden del rey Felipe II. Carta que encontré y está reseñada en mi novela. La misiva le conmina a ir en la expedición del primer gobernador de Filipinas, una Capitanía general de Nueva España, Miguel López de Legazpi y, no sólo eso, sino realizar el Tornaviaje trazando la ruta marítima por el Pacífico hasta la Nueva España. Tras varios años organizando la expedición parten en 1565 hacia el archipiélago filipino. La idea es establecer la ruta comercial entre Asia y América y de allí a España/Europa. En ese momento, Urdaneta acata la orden de su rey y con una edad provecta para la época y en su sotana de agustino, toma el mando marino de realizar el Tornaviaje. No va desprovisto de conocimientos. Sabe, se lo han enseñado los chinos y japoneses en sus años mozos, que hay una corriente que sale de Filipinas y tornando quilla muy al norte puede llevar una nao hacia América. Claro, es una posibilidad, pero nadie lo ha hecho antes. Y el Pacífico es el océano más extenso del planeta. No hay ni una pequeña isla en ese mar donde hacer provisiones de agua. Urdaneta lo sabe muy bien. Todo podía salir mal y que su nao, la San Pedro, se perdiera en el fondo del Pacífico. Una orden directa de su rey no podía ser ignorada. Felipe II tenía noticias de que, si había alguien en su reino capaz de realizar esa hazaña descubriendo el Tornaviaje, ese era Andrés de Urdaneta. Y lo hizo. Lo inexplicable es que esta historia se conozca poco, mal o se haya ignorado.

—La búsqueda del tornaviaje es uno de los motores fundamentales de su narración. ¿Podría explicar a los lectores de qué se trata y por qué era tan relevante como objetivo?

—El Tornaviaje es el término en que se conocía, durante las primeras décadas del siglo XVI, la posibilidad de retornar a América por el Pacífico, cruzándolo desde Oriente hacia Occidente. Encontrar esa ruta marítima era fundamental para acortar el largo periplo por la conocida ruta portuguesa, que era volver enfilando por los mares orientales y dando la vuelta completa a África.

¿Por qué era necesario conseguir acortar el retorno? Porque el comercio de las especias era un lucrativo negocio y una necesidad para la conservación de los alimentos en esos siglos. Eso, además de los productos exóticos que vendrían de China. Porcelanas, cristales, abanicos, biombos, las telas de seda como el mantón de Manila, realmente fabricado en Cantón. Era establecer la ruta de la primera globalización comercial marítima. Ya el imperio turco había cortado la Ruta de la Seda, que había sido el camino comercial entre Oriente y Europa. Era imperioso establecer el Tornaviaje por el Pacífico. Fue el intento de Colón, que no logró. De allí la orden del rey Felipe II a Urdaneta.

—A partir de la investigación realizada, también ha podido escribir un ensayo histórico. ¿Por qué escogió el camino de la ficción? ¿Se siente cómodo con adscribir su novela a la llamada “ficción histórica”?

—Aquí tenemos dos reflexiones a contestar. Desde el proceso investigativo, se me planteó cómo contar a Urdaneta. Un ensayo biográfico basado en su vida y obra era el camino más obvio. Pero no soy historiador. Tengo la disciplina de investigador, pero no la solvencia de un historiador. Además hay, aunque no abundantes, algunos relatos ensayísticos sobre el tema de la época donde aparece tangencialmente Urdaneta. Pero no encontré, en los dos años dedicados a investigar estos temas, un ensayo sobre ese Tornaviaje de Urdaneta en concreto. Así que, mirándome a mí mismo como lo que soy o creo ser y lo que no soy, decidí novelar a Andrés de Urdaneta en su Tornaviaje. Entonces había que tener la pulcritud de crear una ficción creíble dentro de un hecho que sucedió con personas, datos, fechas, peripecias comprobadamente históricas.

Entonces me planteé contar lo que no se había contado. Evidentemente, era lo qué sucedió en aquella nao durante los cuatro meses y una semana que duró, documentalmente, aquel primer Tornaviaje inaugural. El cúmulo de datos recopilados daba para usarlos de una manera argumental. Tenía que armar ese puzzle. Había que crear un argumento creíble y atractivo para el lector usándolo en concordancia con los sucesos de la época, tanto los directamente presentes en aquella nao, como los que rodeaban su tiempo.

Para eso, usé lo que la investigación, paralela a los hechos del propio Tornaviaje, me facilitaron. Por una parte, las Cartas de Marear eran documentos considerados secretos de Estado. Por otra, Felipe II había creado el primer servicio de espionaje de su mundo. Tenía un secretario encargado y él mismo estaba al frente. Además, Inglaterra también tenía su propio servicio de inteligencia. Ambos reinos eran enemigos cercanos e íntimos.

Ante esos hechos históricos decidí usarlos dentro del argumento, como una subtrama que se desarrolla tanto dentro de la nao como en la corte de Elizabeth I de Inglaterra. También, cuando esta novela era apenas una idea, unas amigas me señalaron que una novela sin una historia de amor, según ellas, quedaría sosa, disminuida. Lo pensé y logré enmarcarla también con una justificación histórica y entrelazarla con las pretensiones de los espías que acechan al Tornaviaje de Urdaneta.

Dicho esto, organicé el relato de una ficción basada en hechos estrictamente ciertos en el tiempo del siglo XVI. Aclaro que yo creo en una novela que lance la imaginación creativa, sin dejar de ceñirse a la verdad de aquel suceso que dirigió Urdaneta. La llamada novela histórica que fantasea sobre una época sin respetar demasiado los acontecimientos en los que se basa no me interesa nada. Claro está que no se puede escribir una ficción histórica que al leerla cargue las tintas sobre una especie de ensayo encubierto. Eso sería aburrido. Los géneros están definidos.

Con el Tornaviaje de Urdaneta yo he intentado narrar una novela de aventuras sin dejar de lado la fascinación por la vida del protagonista ni los detalles del viaje, ni las intrigas de los palacios de aquella época. Encajé el argumento respetando, hasta donde pude, las tres unidades clásicas aristotélicas: unidad de acción, tiempo y lugar. La novela se ciñe al objetivo del viaje. Al tiempo real del mismo. Transcurre, fundamentalmente, a bordo de la San Pedro y en la corte británica. El otro ingrediente es el que me enseñó Alfred Hichtcock: el suspense: el lector siempre sabe más que los protagonistas que van en la nao. Espero haberlo conseguido.

—Me interesa preguntar por su lucha: de una parte, están los hechos históricos, lo que se sabe de ellos; de otra, la voluntad de construir una historia que resulte placentera y reveladora para el lector: ficción. ¿Son compatibles estos dos propósitos? 

—Creo que es posible compaginarlos. Yo escribí esta novela con ese propósito. A partir de una historia que sucedió, de un protagonista que existió, construir una ficción solo te da margen para agregarle un relato creíble. El lector o el espectador audiovisual se mete en la narración si se la cree, en este caso, lo que lee debe saltarle a la vista como sea posible. Además, creo que la novela sobre una historia real debe enseñar lo que fueron esas personas de aquella época. Por ejemplo, está documentado que la mayoría de los marineros embarcados en aquellos periplos no sabían nadar. Que los peligros de no volver o morir eran ciertos. Aun así, iban. En este caso, la marinería que va con Urdaneta le conocen, llevan fe ciega en él como comandante. No les da mal fario que sea un fraile, que lo vean en el puente de popa con sotana de agustino. Saben quién es. Tiene tal confianza en él que le hablan por un apodo que le han dado: fray Cosmos.

Poner el énfasis en la humanidad de aquella tripulación que padece esos largos cuatro meses solo rodeados de olas es una forma de transmitir al lector la gran empresa que fue aquella epopeya americana. Por otra parte, es importante diseñar unos personajes principales, que acompañan a Urdaneta, tal como fueron los de esos años de mediados del siglo XVI. También he sido cuidadoso de respetar el lenguaje de la época trayéndolo a la actualidad. Eso sin obviar que ya para esos años el castellano se mezclaba con palabras indígenas, que a bordo viajan no solo españoles de diversas regiones, especialmente vascos, sino criollos y un “lenguaje” nativo de México.

—Quisiera volver a Andrés de Urdaneta. A todo lo largo de la narración vemos al sacerdote y al científico al mismo tiempo. Conviven en él fe y ciencia. ¿Era frecuente esa conjunción en la Iglesia Católica española del siglo XVI o su caso fue excepcional?

—El aporte de la Iglesia católica y sus representantes de ese siglo a la idea de trasladar la civilización cristiana al Nuevo Mundo es fundamental. Sin duda, Urdaneta es un representante de esa corriente del pensamiento humanista. Los pensadores católicos son los impulsores de las Leyes de Indias, que promulgó Isabel la Católica en 1512, a veinte años del descubrimiento. Leyes que daban un marco legal para proteger a los nativos americanos, considerados súbditos de la Corona española, no conquistados. Que hubo ofensas, maltratos, abusos, los hubo. Muchos de esos españoles, que incumplían aquellas leyes, eran juzgados en las cortes de Residencia, en el mismo lugar donde habían cometido delitos. La Audiencia de Santo Domingo fue muy conocida en el Caribe. Allí juzgaron al fundador de Caracas, Diego de Losada.

Otro punto a destacar es el concepto de provincias en lugar de colonias, aunque se les suele nombrar como eso. Asimismo, el mestizaje de razas, que esas mismas leyes alentaban. Desde los primeros años los frailes presentes en las expediciones fueron celosos de consagrar a las parejas entre españoles e indias con el matrimonio y el bautizo de ellas y sus hijos. Caso a destacar, el  primer gobernador de Puerto Rico y descubridor de la Florida americana, Juan Ponce de León, quien tuvo vida matrimonial estable con una nativa y cuatro hijos con ella. Aquello fue una nueva cruzada por la evangelización de América. Sin olvidar que se dio en medio de las guerras de religión entre católicos y protestantes de la época. La Leyenda Negra española comenzó a tomar cuerpo anti-español en aquellos días. Hay que apuntar que España nunca se ha defendido bien. Sólo recientemente empieza a haber ensayos desmontándola. No creo en aquella leyenda, tampoco en una rosa, sino en colocar aquellos sucesos en su justa dimensión histórica.

Se unen los avances científicos de ese siglo XVI con la firme defensa de la fe católica. Urdaneta reúne esas dos facetas. Para dominar los dos grandes océanos era necesario reunir conocimientos comprobadamente científicos. Se acababa de probar la redondez del planeta. Él mismo había dado la segunda vuelta al mundo de la mano de Elcano, con apenas 17 años. Se había esforzado en comprender las mediciones para dominar el arte de la navegación. Era un hombre de estudios, que a través del conocimiento llegó al convencimiento de profesar los votos del sacerdocio. Ora et labora fue su lema a bordo de la San Pedro. Por tanto, fue un hombre de su tiempo: explorador, soldado, intelectual y fraile. Encarnó a lo mejor de aquellos españoles que trasladaron la cultura hispano-romana a la América española. Entendió, como Cortés, Pizarro y otros tantos, que aquella empresa era de Dios y de la herencia occidental. No en vano el más extenso, rico y poderoso virreinato se llamó la Nueva España. Urdaneta no fue una excepción de su tiempo, sino uno más de los destacados protagonistas de nuestra América a través del sacerdocio.

Además está el importante aporte de la Escuela de Salamanca. Dio impulso al Renacimiento español del siglo XVI en el área de la economía, precisamente a partir de la empresa de España en América. Fue una reunión de notables teólogos y juristas de la época. Destacan, entre otros, Francisco de Vitoria, Tomás de Mercado, Domingo de Soto, Luis de Molina, Juan de Mariana y Martín de Azpilcueta. Defendieron, con base en el pensamiento cristiano de Tomás de Aquino y otros teólogos, que la propiedad privada, la libre competencia, la libertad económica y el dinamismo de los mercados era el marco para la expansión y consolidación de las naciones. Con la llegada del oro y la plata de América, el sacerdote Azpilcueta señaló, por primera vez, que esa abundancia de dinero era causa directa de la inflación. El pensamiento de la Escuela influyó en la Europa de su tiempo. Como signo de la crítica a ellos recordamos que el gran capital rechazó la tesis radical de prohibir los préstamos con interés. Los de Salamanca dijeron que esa práctica era inmoral. Podemos afirmar que fueron los primeros liberales científicos.

—Usted salió de Venezuela en 1991 y volvió a España, el país donde nació. ¿Cuál ha sido su actividad desde entonces?

—La emigración es un asunto serio. Hoy es una pandemia universal. Venezuela la sufre intensamente. Ha pasado de ser un país de acogida a la emigración masiva. Eso fractura a un país en su mayor tesoro, el valor de sus personas. Emigrar produce un desarraigo, que lo suple adoptar otras culturas, idiomas y estructuras sociales. El régimen bolivariano ha realizado una ingeniería social, calcada del cubano, que se visualiza mayormente en la emigración.

Con 12 años me llevaron a Caracas, a finales de 1959, desde mi pequeña ciudad de Málaga. Aunque es conocido que los niños se adaptan más pronto y mejor que los adultos, eso lleva su tiempo. A mí me costó, en primer lugar, perder tiempo. Reiniciar el bachillerato en Caracas me retrasó debido a los trámites lentos de equivalencia de mis estudios en Málaga ante el Ministerio de Educación de Venezuela. Lo superé, terminé el bachillerato y llegué a la Universidad Central, que fue cerrada por un par de años, durante el gobierno de Rafael Caldera. Eso me llevó a iniciar mis estudios de periodismo en la UCAB, donde me gradué en 1975.

En 1991, tras el Caracazo, vislumbré que Venezuela podría empeorar. Lamentablemente no me equivoqué, ya me gustaría haberlo hecho. Recuperé mi nacionalidad española original y volví a mi patria de nacimiento. Ser venezolano de adopción jamás me ha abandonado desde los 18 años. Así que volví a ser emigrante en mi propio país.

Tras algo más de treinta años fuera de España, a mis cuarenta y pocos años tenía un currículo periodístico favorable, pero sin ningún contacto que me conociera. La cuesta de los años noventa en España fue empinada. No me rendí. Trabajé en el diario El Sol de Madrid, fundé con mi colega y hermana del alma, Concha Vargas, una agencia de servicios de comunicación a empresas públicas y privadas, sobrevivimos un par de años hasta que decidí volver a la tres veces milenaria ciudad natal.

Hice los cursos de doctorado en la Universidad de Málaga, mientras daba clases en el campus universitario de Wales University británica. Me contrató el alcalde de Málaga desde 2001 a 2008, como asesor de comunicación y director general de Comunicación. Defendí mi tesis en enero de 2001 e ingresé al cuerpo docente como doctor por concurso hasta mi jubilación a finales de 2017, en el cargo de vicerrector de Comunicación y del Gabinete del rector.


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