Papel Literario

La Caracas del s. XIX amó a sus sopranos y tenores y lloró a Gilda Taragna

por Antonio Sánchez García Antonio Sánchez García

Un grato recuerdo dejaron en la mente de los caraqueños las temporadas de ópera que se escenificaron en sus teatros durante el siglo XIX. Todavía en los primeros años del siglo XX podían verse en las paredes de los pasillos, salas y recibos de las casas de familias de clase media carteles con escenas de Tosca, y hasta el pobre hijo de nuestra aya cantaba, no el original de la famosa aria de Rigoletto que dice:

“La dona è mobile

qual piuma al vento

Muta d’accento

E di pensiero”,

sino el siguiente trabalenguas, muy popular:

“Doña panchívida se cortó un dévido

con el cuchívido del zapatévido

y su marívido se puso vrávido

porque el cuchívido estaba afilávido”.

A la capital arribó, a mediados de 1883, una compañía de ópera italiana bajo el nombre de Empresa Lírica del Primer Centenario del Libertador Simón Bolívar, contratada por los señores Toledo Bermúdez y Michelena para realzar las fiestas programadas a todo trapo, alrededor del 24 de julio, bajo los auspicios del gobierno del general Antonio Guzmán Blanco.

En la compañía destacaban artistas de reputación. Mencionemos a:

Libia Drog, soprano dramática. Había actuado en Estados Unidos y varios países latinoamericanos antes de visitar Caracas.

Ersilia Malvezzi-Stella, soprano ligera.

Maria Bianchi-Fiorio, mezzo-soprano y contralto. Conocida en los teatros americanos.

Andrea Antón, primer tenor absoluto.

Raniero Baragh, primer tenor absoluto.

Fernando Michelena, venezolano, primer tenor absoluto.

Michele Danisi, primer barítono absoluto.

Silvio Zanardini, también primer barítono absoluto.

Enrico Serbolini, bajo profundo.

Luigio Bergami, bajo cómico.

Vittorina Baccarini, soprano; Oreste Benedetti, tenor, y Amilcare Ramondini, bajo, los tres como partes comprimarias.

Leopoldo Sucre, venezolano, era maestro del coro.

Entre los integrantes del coro, a las que se les daban el nombre de coristas, estaban Gilda Taragna y su hermana Giustina; María Benedetti, Teresa Ramondini.

El maestro director de orquesta era Fernando Rachelle.

El éxito de la compañía fue rotundo, a juzgar por las reseñas periodísticas. Recibió elogios el tenor Andrea Antón, a quien el público obligó a repetir el famoso do de pecho de la cabaletta “Di quella pira” del final del tercer acto de la ópera de Verdi, El trovador, y también tuvo que repetir el do de pecho de la romanza “Spirto gentil” del cuarto acto de la ópera de Donizetti, La favorita.

La soprano Libia Drog fue muy aplaudida en las arias “L’insana parola”, del primer acto de Aída, y “Purti riveggo, mia dolce Aida”, del segundo acto también de Aída, de Verdi.

La mezzo Maria Bianchi-Fiorio fue muy aplaudida en su papel de Amneris, sobre todo en la escena del juicio, de Aída.

El coro fue aplaudido, aunque el columnista de El Siglo señaló que en sus primeras actuaciones, “las entradas y salidas del coro fueron tardías por falta de ensayo”, refiriéndose al montaje de la ópera Linda de Chamounix, de Donizetti.

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Han pasado los meses. Estamos ya en septiembre. La trouppe se había alojado en varios hoteles de la ciudad, primero El León de Oro, en junio, y luego, el St. Amand, el Ferdinand, el Hotel de France; al parecer incomodados los artistas por el calor y la plaga.

Una desgracia revolotea sobre la compañía. Una joven de 25 años llamada Gilda Taragna, soltera, natural de Turín, cae enferma de gravedad. Grandes escalofríos y un intenso dolor de cabeza la hacen guardar cama. Vomita con frecuencia. La fiebre sube a 40º. Arrecia la cefalea. A causa de su gravedad, a Gilda la trasladan a una casa de habitación, perteneciente a la señora Sofía R. de Pecchio, profesora de música, que vivía de Reducto a Puente Miranda, Nº 53, a la sazón muy cerca del teatro, en ese entonces llamado Guzmán Blanco (hoy Municipal). La enferma mejora un poco.

Pero al quinto día de su enfermedad, empeora a ojos vistas. La piel y las mucosas se tornan amarillas, los vómitos se suceden con más frecuencia y toman un color achocolatado, casi negro. El diagnóstico de los médicos es rotundo, muy sombrío: ¡fiebre amarilla! Es una enfermedad que cobra la vida de muchos extranjeros sin defensas en una ciudad donde se ha hecho endémica. La noticia hace cundir la desazón en la compañía operática. La prima donna Bianchi-Fiorio cae enferma de tristeza. Por esta causa, no puede montarse Aída, escogida su repetición en función a beneficio de los pobres de la capital. En su lugar, se organiza un recital con los otros cantantes.

Gilda se agrava, ya no orina, su cuerpo azafranado se llena de moretones y entra en coma. Muere el 21 de septiembre de 1883, a las 2 de la tarde. Ningún diario, o revista, publica su nombre. Apenas la menciona el parte policial de las defunciones del día.

El público sigue llenando el teatro. Las funciones pasan de treinta y seis, mientras los restos de la corista italiana Gilda Taragna se vuelven polvo en la fosa Nº 1.281 del tercer cuartel corriente del Cementerio General del Sur, según datos que obtuve aplicando mi método de necrodemografía, elaborado para mi tesis de grado en Historia.

Las siguientes temporadas de ópera no tuvieron la desgracia de esta, salvo un incidente por el cobro de honorarios que planteó el tenor Pietro Buzzi a la empresa Rachelle-Hannus en noviembre de 1889. Según argumentaba Buzzi, él debería cobrar Bs. 8.250 por toda la temporada, más Bs. 366,50, correspondientes a los gastos de viaje de Milán a La Guaira, con escala en Burdeos. De nada le valió al tenor el beau geste de interpretar un canto sagrado en la velada del Asilo de Huérfanos de Caracas, dedicada a festejar la primera comunión de 22 huerfanitos. El pleito trascendió al público, sus funciones se convirtieron en una guachafita. En una de ellas tuvo que intervenir el prefecto de Caracas y el gobernador del Distrito Federal.