Papel Literario

Armando Rojas Guardia: Discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua

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Por ARMANDO ROJAS GUARDIA

Es lo usual en el acto de incorporación a la Academia de un nuevo individuo de número que el académico recién electo pronuncie el elogio de aquel que ocupó el mismo sillón que ahora ocupa él. Considero un obsequio de la Providencia, vehiculado por la generosidad de ustedes, mis colegas, el hecho de que fuera Carlos Pacheco quien me antecediera en la Academia, ocupando el sillón W que ahora en adelante me está destinado. Todos saben que Carlos fue no solo mi amigo sino sobre todo mi hermano: a lo largo de cincuenta años nuestra fraternidad espiritual no hizo sino crecer frondosamente, madurar y dar frutos que nos alimentaron a ambos. De modo que es un privilegio empezar estas palabras evocando ante ustedes su querida, dulce y prestigiosa presencia en la vida intelectual del país y en mi propia existencia. Escritores de la talla de Luis Barrera Linares y Oscar Rodríguez Ortiz ya nos han ofrecido enjundiosos balances del legado de la obra de Carlos Pacheco dentro de la historia literaria venezolana, su inapelable importancia como crítico y estudioso de nuestras letras y de otras de Hispanoamérica. No voy a repetir ahora lo que ellos han afirmado con una asertividad y una elocuencia mucho mayores que las que yo puedo ostentar al valorizar su obra. Mi ilustre antecesor falleció hace muy poco tiempo: su herencia intelectual no hará sino proyectarse con intensidad creciente en los años por venir, como se multiplica la sombra cuando el sol declina. Permítanme, más bien, que, apoyándome en una larga semblanza de Carlos que escribí cuando se cumplió un año de su muerte y publicaron los amigos de Prodavinci en Internet, condensé en cuatro íntimas imágenes el recuerdo que tengo de Carlos, la memoria viva que me ha vinculado, me vincula y me vinculará a él mientras yo exista sobre la tierra. La primera se sitúa en un caserío de Los Andes trujillanos llamado “Las Peñitas”. Allí, dos novicios jesuitas —Carlos y yo— nos despedíamos de los campesinos con los que habíamos estado en contacto durante una semana intensa de actividad misionera, evangelizadora. Acordamos entre los dos que fuera él, Carlos, el que pronunciaría la homilía final de nuestra estancia en Trujillo. El crepúsculo se adensaba en torno a la desvencijada capillita de la aldea. La luz de una única lámpara de gas desgarraba la niebla, tan espesa que amenazaba con penetrar al interior de la minúscula iglesia. Carlos, de pie al lado de la mesa enmantelada que hacía las veces de altar, les habló a los campesinos con coloquial elocuencia, desnuda de ornamentos retóricos, pulcra y transparente como un arroyo de aquella misma cordillera. Habló emocionado, pero sin impostar la voz, sin los estereotipos propios de la “oratoria sagrada”, sin utilizar los tópicos, los lugares comunes y las muletillas verbales de la religión oficial (que tanto él como yo detestábamos), traduciendo para aquellos labriegos, de manera directa y vivaz, su propia espiritualidad, su personal experiencia de Dios. Sus palabras arrancaron lágrimas a los ojos de todos los que en esa tarde lo escuchaban. Me asombró ver llorar no únicamente a las mujeres, sino también a los hombres. Ante tal conmoción colectiva, recuerdo que me dije a mí mismo: “¡Qué gran sacerdote será Carlos!”.

La segunda imagen es la siguiente: Carlos me anuncia por carta desde Bogotá su salida de la Compañía de Jesús. Una decisión que había ido madurando en él sin prisa, pero tampoco sin pausa durante un año y medio. La carta en cuestión me la entrega el padre de mi amigo en la entrada de un cine caraqueño. Cuando llego a la casa donde vivíamos los cinco estudiantes jesuitas que estudiábamos Filosofía, y, con la emoción del caso la leo y releo, me asalta un vívido y entrañable recuerdo: Carlos con los ojos cerrados, corporalmente devorado por la oración, sentado en un banco mientras el firmamento estrellado —eran las cinco de la madrugada— ya dejaba entrever la dulzura rosácea del alba. Alguien que es capaz de orar de esa forma, me digo, no toma determinaciones como la que ahora me comunica con frívola superficialidad: se le va en ello la vida entera de su conciencia.

La tercera imagen enmarca una remembranza muy personal: después de su regreso de Bogotá, al terminar en la Universidad Javeriana sus estudios de Filosofía y Letras, yo hacía frecuentes visitas a su apartamento en La Boyera (que en ese tiempo quedaba casi en las afueras de Caracas). En la primera de esas visitas, cuando la puerta de su hogar se abrió para mí, empezó a resonar desde el aparato de sonido, inundando todo el espacio interior del apartamento, la Fantasía para un gentilhombre de Joaquín Rodrigo, que reconocí enseguida. La bienvenida de Carlos, por obra y gracia de su exquisita cortesía, se había transformado en un homenaje. Un caballeresco homenaje. No pude dejar de constatarlo: el verdadero gentilhombre era él. Carlos era capaz de encarnar toda la elegancia espiritual de un príncipe.

Y la cuarta y última imagen anclada en mi memoria es la de la mañana de un sábado en que me llamó por teléfono para decirme que acababa de recibir la comunicación nada menos que de Augusto Roa Bastos: este había decidido que fuera él, Carlos, el prologuista de la edición que la Biblioteca Ayacucho iba a hacer de Yo, el supremo. Fue un honor inolvidable, que ensalzaba hasta el máximo posible la tarea de Carlos Pacheco como estudioso del poder de la escritura, y las escrituras del poder, así como de las múltiples interacciones entre novela e historia. Un honor comparable, y tal vez incluso superior, al que representaron el Premio de Investigación Andrés Bello, el Premio de Crítica Rafael Barret, su incorporación a esta nuestra Academia Venezolana de la Lengua y el título de Profesor Emérito conferido por la Universidad Simón Bolívar, una distinción de la que muy pocos pueden gloriarse.

Con el dibujo verbal de estas imágenes he querido retratar delante de ustedes, más que a Carlos, al fervor fraternal que siempre he sentido y siento por él. Ante el privilegio, concedido amistosamente por ustedes, que significa sustituirlo en las deliberaciones y decisiones de esta institución, invoco su comparecencia tutelar en mi vida y en la de —familiares, amigos, colegas, discípulos— los que lo amaron. La invoco para que, desde la justicia de Dios donde ahora habita, ilumine mi espiritualidad de escritor, mi quehacer intelectual y el obligante compromiso que la Academia desde hoy me impone como un reto.

Colegas académicos, amigos todos.

Hay un sentimiento soterrado, y a veces muy explícito, en nosotros los venezolanos. Más que una conceptualización es eso, una suerte de sensación, un sentimiento: la sensación y el sentimiento del fracaso. Algo profundo en nuestro sentir colectivo se relaciona orgánicamente con lo fallido, lo truncado, lo abortado, lo desgarrado, lo desviado, lo extraviado (como una flecha que no logra dar en el blanco).

Es un sentimiento que compartimos con otros hispanoamericanos. Basta recordar el “Poema Conjetural” de Jorge Luis Borges, en el que ficcionaliza poéticamente un postrer monólogo de Francisco Laprida, prócer de la independencia argentina, antes de morir asesinado por una montonera el 22 de septiembre de 1829: “Vencen los bárbaros, los gauchos vencen (…) / yo que anhelé ser otro, ser un hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas (…) / al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano”. Y Ernesto Cardenal en su largo poema “Canto Nacional” dice: “Cuántas veces hemos dicho los nicaragüenses en el extranjero / ‘somos un país-de-mierda’ en mesas de tragos, en pensiones / donde se juntan los exilados (…/) una tierra —hemos dicho— que merece mejor suerte”. Y el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda se atreve a aseverar, en lapidarios versos, hablando de su patria: “País mal hecho, / cuya única tradición / son los errores”. Es la aflicción lacerante que recorre vertebralmente el cuerpo histórico de “nuestras dolorosas repúblicas”, como las llamó José Martí.

En el caso venezolano esa sensación o sentimiento de fracaso tiene, a mi juicio, dos causas objetivas: primero, la capitis diminutio, la disminución de nuestra autoestima nacional al compararnos siempre con la gesta heroica que está en la base, en el comienzo de la vida republicana de Venezuela. Todos nos sentimos crónicamente disminuidos frente a la envergadura política y militar, y en general existencial, de aquella nuestra primera hora histórica. Ese sentir ya estaba presente en el siglo XIX: al fallecer Fermín Toro, Juan Vicente González escribió: “Ha muerto el último venezolano”. Todos nos sentimos disminuidos porque no nos percibimos héroes. Y la psicología colectiva dentro de la cual se nos educa es una psicología heroica. El resultado fáctico de este aprendizaje es que siempre nos sentimos por debajo del estatuto heroico de nuestros padres fundadores. Desde el lienzo de Arturo Michelena, que todos contemplamos siendo niños, Francisco de Miranda nos mira inquisitivamente dentro de su prisión de La Carraca: sus ojos nos juzgan, nos interpelan, nos demandan y nosotros, en nuestras pobres vidas de hombres y mujeres del siglo XXI, nunca estamos a la altura de aquel juicio, aquella interpelación y aquella demanda. La psicología del héroe tiene mucho de épica adolescente: el héroe busca autoafirmarse ante el mundo (por eso, por esa obsesión autoafirmativa, la gesta heroica es tan egótica). De modo que anclarnos como país en la psicología del héroe significa estar permanentemente retrotraídos a nuestra adolescencia republicana, negarnos a salir de ella. Pero lo crucial es que ese épico trasfondo psicológico, como referente axial de nuestra vida colectiva, no nos evita —sino, antes, al contrario, nos empuja a darnos de bruces contra él— el contraste permanente de nuestros modestos logros históricos con la magnitud de aquella edad heroica, la primera de nuestro devenir nacional.

La segunda causa objetiva de nuestro sentimiento de fracaso ha sido la enorme dificultad del acceso de Venezuela a la modernidad. Es como si no alcanzáramos a ponernos al día con la tarea de ser un país institucionalmente moderno. Y eso lo sentimos todos; repito, más que una constatación conceptual es una sensación, un sentimiento. Una sensación y un sentimiento que pueden adoptar modalidades aristocratizantes, como el finis patriae de algunos de nuestros modernistas (pienso sobre todo en Manuel Díaz Rodríguez) que se afinca en el diagnóstico de la realidad nacional como a punto de ser material y simbólicamente dominada por la barbarie, por la definitiva regresión histórica. O bien modalidades implícitamente pesimistas, que plantean una especie de acuerdo entre el afán modernizador y la áspera —y, para esta modalidad, ineludible— realidad de nuestro atraso: el “cesarismo democrático” de Vallenilla Lanz, ese flagrante oxímoron, representa, junto con la actitud de algunos positivistas frente a la situación del país, la más estruendosa aceptación de nuestro fracaso histórico. O bien modalidades estético-literarias más optimistas, aunque trágicas: es el caso de Canaima, de Rómulo Gallegos: Marcos Vargas, como personaje, simboliza en buena medida lo incumplido de nuestro destino nacional, la cita que tenemos contraída desde siempre con nuestra inacabada identidad colectiva y que no termina de realizarse (en ese sentido Canaima es una propuesta estético-literaria más complejamente trágica que la de Doña Bárbara; ésta viene a ser más esquemática y maniquea y, por eso mismo, más superficial). Pero la modalidad más frecuentada y más significativa simbólicamente que adopta en la literatura venezolana el sentimiento de fracaso por no acabar de ingresar el país a la órbita institucional moderna es el que podríamos llamar “discurso de la marginalidad”. Sucede como si el fracaso eligiera hablarnos dentro de muchos textos importantes de la historia literaria venezolana, desde el punto de vista de la periferia (precisamente lo marginal es periférico): los personajes de ”La Lluvia”, el mejor cuento de Arturo Uslar Pietri; Mateo Martán, el protagonista de Los pequeños seres, de Salvador Garmendia; la prostituta sin rostro de La mano junto al muro, de Guillermo Meneses; los dos homosexuales de La Revolución, de Isaac Chocón, o el país en alquiler o en venta de Asia y el Lejano Oriente, también de Chocrón; los personajes de Caín Adolescente y El pez que fuma, de Román Chalbaud; Cosme y Pío Miranda, respectivamente, en Acto Cultura y El día que me quieras, de José Ignacio Cabrujas; Andrés Barazarte, quien protagoniza País portátil, de Adriano González León; el hablante lírico de los dos poemas de Rafael Cadenas titulados ejemplarmente ”Derrota” y ”Fracaso”hasta el grupo de jóvenes que, en Falke, de Federico Vegas, fracasa en su sueño de poner fin a la dictadura gomecista: todos son voces marginales, todos corporizan nuestra periferia, nuestra dificultad para acceder históricamente al centro, nuestro fracaso existencial, colectivamente psicológico, institucional. La mayoría de estas voces no es heroica: muchos de estos personajes son más bien antihéroes y ello resulta también significativo.

La única manera de revertir la negatividad de nuestro sentimiento de fracaso es encararlo, no reprimiéndolo, ni disfrazándolo, ni edulcorándolo con nuevas posturas épicas que nos alejan de nuestra realidad histórica truncada. Con la psicología de las masas colectivas ocurre algo análogo a lo que pasa con la psicología individual: López Pedraza afirma que son tres los factores psíquicos que impiden que el individuo se deslinde de la óptica triunfalista y llegue a situarse en una madura y profunda “consciencia del fracaso”, más allá de la tesitura psíquica dentro de la cual la indiscriminada y avasalladora aspiración al éxito mantiene al sujeto en la imposibilidad de acceder a niveles cada vez más altos de consciencia y libertad. Esos factores son: la huella psicológica del “eterno adolescente”, con sus aspiraciones encandiladas por el brillo heroico; la superficialidad de la histeria, cuya sofocación intrapsíquica hace permanecer a la persona en un frenesí cotidiano donde no puede auscultarse de verdad a sí misma; y el comportamiento psicopático, cuyo vacío existencial sólo puede ser llenado por la imitación compulsiva de modelos gregarios.

Efectivamente, también a nivel colectivo se producen esos tres factores y, de ese modo, un sujeto social como el venezolano, no puede mirar de frente su propio fracaso y convertirlo en kairós, es decir, en oportunidad creadora. Oportunidad para repensarse a sí mismo, para escoger de manera inédita sus prioridades, para elegir, por ejemplo, una modernidad o una posmodernidad que de verdad le incumba (porque hay una modernidad triunfalista, esclava de la religión del éxito, incapaz también de una fértil “consciencia de fracaso”: la palabra loser encierra toda una mitología abyecta que predomina, en muchos aspectos y con otros revestimientos culturales, en la igualmente adolescente, histérica y psicopática contemporaneidad norteamericana).

Ramón Escovar Salón repetía, hasta muy poco antes de su muerte, que, en vez de pretender ser una potencia mundial, Venezuela debería buscar parecerse a naciones como Suecia, Noruega, Dinamarca o Finlandia, países pequeños y medianos, sin afanes históricos grandilocuentes, pero donde las instituciones y los servicios públicos funcionan de manera óptima, junto con la convivencia democrática y un clima de máxima tolerancia social. Ajustar nuestros paradigmas heroicos a ese modelo civilizatorio nos reconciliaría con nosotros mismos.

Porque “consciencia del fracaso”, como oportunidad individual o colectiva, es también seguir la ruta que nos traza el poema de Rafael Cadenas, “Fracaso, al cual yo haría una lectura obligatoria en todas las escuelas del país, para que nos sirviera de antídoto, de revulsivo y de advertencia desde la niñez: la ruta no épica ni heroica de salir de la cháchara, de la panoplia, de la frivolidad, del inmenso espejismo petrolero, hacia el paladeo gustoso de nuestros límites, nuestra menesterosidad, nuestra indigencia, para transformarlos en creatividad espiritual y madurez salvadora. Sólo así la marginalidad dejará de ser una maldición, una condena, y se constituirá en una verdadera llamada, en una genuina vocación, en una manera-otra, insólita, de acceder al centro.

Por supuesto que se puede. Cuando asumimos conscientemente la marginalidad lo hacemos, de modo tácito e implícito, tratando de transformar esa misma marginalidad en un centro inédito. Eso debería estar claro para un cristiano. Forma parte esencial del patrimonio doctrinal del cristianismo el postulado de que la salvación no viene del centro sino de la periferia. Cristo nació en un establo “porque no había lugar para ellos (José y María) en la posada”. El Verbo se hizo carne no en Roma, ni en Atenas, ni en el Sancta Sanctorum del templo de Jerusalén, sino en los arrabales de una minúscula ciudad de una provincia marginal del imperio romano; y no en una casa familiar, sino en un establo. Su nacimiento fue primero acogido por un sector despreciado de la sociedad israelita. En el evangelio de Juan se lee que, al tener las primeras noticias de Jesús, Natanael pregunta en alta voz: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”. Para el cristianismo, a Dios se lo encuentra en los lugares periféricos y marginales, aquellos que más nos obligan a “salir en voluntario éxodo hacia las afueras del yo, hacia la intemperie ética que es la acogida radical del Otro, especialmente si ese Otro es el excluido, el marginado, el que vive en la periferia de la tópica convencional. El evangelio de Lucas es explícito: “(…) sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y los cojos…”. Esta es la última y suprema invitación al banquete mesiánico. Esos “pobres lisiados, ciegos y cojos” simbolizan a todos los marginados: es la heterotopía evangélica, cuyo máximo exponente es el mismo Cristo, crucificado por la ley en los márgenes de la ciudad, entre dos delincuentes, marginados como él. Nadie puede celebrar un ágape cristiano si no invita a él, simbólica y realmente, al excluido; si no se ubica, de una forma y otra, heterotópicamente, en la periferia y la marginalidad donde viven los segregados por los que se sienten ubicados a sus anchas en el seno del discurso del poder.

La lección, no sólo histórica, sino existencial, e incluso psíquica, de todo ello es que el centro de los acontecimientos paradójicamente está en la periferia: allí donde no lo esperamos encontrar. Se trata de una lección que podemos rastrear incluso hasta en el patrimonio mítico y folklórico de numerosos pueblos y en los cuentos de hadas, tal como los recibimos de los hermanos Grimm, de Perrault y de Andersen: el hermano menor y despreciado cifra la salvación, el detalle marginal e inadvertido se convierte en el eje de los sucesos narrados, lo preterido, olvidado o puesto en la retaguardia termina ocupando el primer plano, lo último se metamorfosea en lo primero. Para decirlo otra vez bíblicamente: “la piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular”. De manera que la marginalidad, que es connaturalmente una situación incómoda y difícil, puede ser un privilegio. En Venezuela tenemos un ejemplo paradigmático de marginalidad creadora: El Castillete de Armando Reverón no es sino el lugar heterotópico y concreto del espacio mental, totalmente al margen de la vida social y artística de su tiempo, desde el cual él se ofrendó a su pintura. Y estando contundentemente al margen logró darnos algunas de las más primordiales imágenes con las que cuenta nuestra espiritualidad colectiva. Su marginalidad lo colocó, de modo inexorable, en el centro.

Creo que una vía franca para encontrar en nuestro caso la centralidad histórica consiste en dotarnos de lo que podríamos denominar una “racionalidad anamnética”. La “anamnesis” que propongo es la de recordar autopedagógicamente los hitos emblemáticos que constituyen la trama de nuestra espiritualidad colectiva. ¿Quién de nosotros valora Acto Cultural de Cabrujas o Asia y el Lejano Oriente de Chocrón como hitos emblemáticos de nuestra espiritualidad colectiva? ¿Quién percibe eso mismo al escuchar la Cantata Criolla de Estévez o Seis por Derecho de Antonio Lauro? ¿Quién lo detecta al contemplar Araya de Margot Benacerraf? ¿Quién lo pondera al recordar Las cafeteras, de Alejandro Otero, o La Comunión, de Jacobo Borges? ¿Quién, al atravesar alguna mañana del domingo las arcadas de El Silencio o los pasillos de la Ciudad Universitaria? ¿Quién lo constata al releer La mano junto al muro, de Meneses, o la prosa ensayística de Picón Salas o Uslar Pietri? ¿Quién alcanza a verlo en “Derrota”, de Cadenas, y en “Adiós a Escuque”, de Palomares? Los ejemplos. Ustedes lo saben, podrían multiplicarse: son los jalones, los iconos de nuestra historia espiritual; ellos señalizan el trayecto de nuestra psicología colectiva. Y forma parte de ese entramado emblemático la deuda moral que tenemos contraída con el procerato civil venezolano del siglo XIX y buena parte del XX: aquellos hombres que en el medio de una sociedad palúdica y a expensas de caudillos, montoneras, atraso institucional y guerras intestinas, clamaron por escuelas, hospitales, carreteras, servicios públicos decentes, pulcritud administrativa, separación de poderes, libertad de pensamiento y de expresión, juego plural de las ideas. Conviene no olvidarlos en este tiempo nuestro de militarismo ramplón, ignaro y hamponil. Aquella deuda moral se tiñe para nosotros del sentido de reparación justiciera que Walter Benjamin denominaba, utilizando el hebreo de sus ancestros, tikun olam, es decir, la noción según la cual la tarea ética y cognitiva de la historia, del recuerdo escenificado, es arrancar del olvido a los oprimidos, a los sometidos; arrancarlos de la amnesia estratégica que les ha impuesto la historia de los vencedores. Y como mi contribución personal a aquella “anamnesis” que mencioné, quiero recordar un acontecimiento histórico del que fui testigo presencial cuando yo tenía apenas nueve años de edad; acontecimiento que las nuevas generaciones no conocen pero que marcó mi vida para siempre.

Afirma Rolan Barthes que un país es ante todo la memoria de un cuerpo. El acontecimiento que brevemente voy a referir está engastado como una joya en el último cofre de mi memoria corporal, vuelto para mí verdadera carne psíquica.

En enero de 1958, la Junta Patriótica comunicó a la población, a través de volantes y panfletos clandestinos, pero que circulaban de mano en mano, la decisión de iniciar, el 21 de enero de ese mismo mes, la huelga general contra la tiranía de Marcos Pérez Jiménez. A las 12 en punto del día, para señalizar el comienzo de la huelga, todas las cornetas de los automóviles debían sonar, todas las campanas de las iglesias debían repicar, todas las sirenas de las fábricas debían hacerse oír. En el mediodía del 21 de enero yo caminaba con mi madre por una calle de El Paraíso, en Caracas. Y no tengo palabras adecuadas para describir mi asombro y conmoción interior ante la algarabía sonora en la que se transformó la ciudad. Era una enorme ola auditiva que crecía y se multiplicaba a diestra y siniestra, anegándolo todo. Mi estupefacción alcanzó el clímax al escuchar las campanadas de la iglesia de la Coromoto, en El Pinar: al niño educado en un colegio católico, que yo era, aquellas estruendosas campanadas le certificaban que los curas de mi parroquia se sumaban a la rebelión. Y así fue durante la encapsulada eternidad de media hora, de una hora, de hora y media: toda Caracas se pronunciaba masivamente. De pronto mi madre me hizo distinguir el sonido inconfundible de las sirenas de las fábricas situadas en Catia y en La Vega. Para comulgar con lo que significaba la gran emoción política de aquel estruendo, ella, mi madre, decidió salir en mi compañía a “tocar corneta” en nuestro vehículo familiar. Mientras accionaba los bocinazos allí, atravesando las calles y avenidas de la zona residencial donde vivíamos, gritaba desde la ventana del carro: “¡Abajo Pérez Jiménez! ¡Viva la libertad!”. Puedo decir que en esas dos horas yo experimenté, de un modo radical e incluso sensorial, lo que es la República, la “res” “publica”, la cosa pública, la trama vinculante que entrelaza y cohesiona a los integrantes de una comunidad histórica. Cada vez que parecen ganarme el asco y el horror ante lo que sucede en mi país; cada vez que siento la tentación de extraviar o superar al venezolano que respira en mí; cada vez que creo que el fracaso tiene la última palabra en la materia de nuestra realizaciones nacionales, yo recuerdo aquel mediodía de enero en el que todo lo bueno para nosotros pareció posible: no transcurrieron ni veinte horas desde aquel mediodía hasta la madrugada en la que el dictador derrocado huía del país. Me repito entonces a mí mismo, como un mantra ritual, a la luz medular que arroja en mi existencia el acontecimiento que les relaté, estas palabras de Arturo Uslar Pietri que, que más que una constatación grandilocuente, constituyen un desafío que debemos merecer: “No somos un puñado de advenedizos congregados en torno a una torre de petróleo. Somos una nación histórica de alto rango”. Desde la periferia nos es dado, nos ha sido dado, en ocasiones estelares y significativas, no solo vislumbrar sino aproximarnos al centro.

Hace mucho tiempo que pienso que mi entera existencia se desenvuelve dentro de cuatro marginalidades interconectadas. Son marginalidades que la vida me ha impuesto, pero que, al asumirlas consciente y voluntariamente, han terminado por convertirse en opciones personales: ellas configuran una suerte de vocación que me pone al margen, en muchos sentidos, del tipo de sociedad en la que nací y del modelo civilizatorio que la caracteriza. En primer lugar, la marginalidad del cristiano: no es solamente la naturaleza intrínsecamente periférica de la opción cristiana, como intenté describirla hace un momento, sino el hecho colateral, pero igualmente significativo, de que en Venezuela, para las élites intelectuales, el binomio semántico intelectual-cristiano resulta atípico, excéntrico. Esas élites intelectuales son, más que laicas, en verdad laicistas: no conciben que alguien pueda ser intelectual o artista y simultáneamente católico. De modo que al elegir el cristianismo católico como plataforma existencial y al escribir desde él, me coloco a mí mismo en un espacio intelectual y estético periférico. En segundo lugar, vivo la marginalidad de ser poeta dentro de una sociedad económicamente competitiva, regida por la entronización de la mercancía, en medio de la cual la palabra poética no es rentable, no se traduce en dividendos lucrativos, habla desde una esfera cualitativa que no se deja reducir a lo empíricamente cuantitativo y verificable, escapa de los alcances de la mera racionalidad instrumental y técnica. Pero es que, además, ¿cómo no va a ser marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las mejores tradiciones lírica de la lengua española, paradójicamente no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de consciencia donde se haga posible la experiencia poética? En tercer lugar, la marginalidad del homosexual en una sociedad falocrática y machista, donde no hay paradigmas positivos para el eros homoerótico y los homosexuales recibimos la condena tácita o explícita del ostracismo. Y en cuarto lugar, la marginalidad del paciente psiquiátrico: este es expulsado del marco social y encerrado policialmente por dos razones: porque no es un sujeto económicamente productivo, tal como estipulan los cánones de la civilización burguesa que deben serlo todos los sujetos, y porque su “disfuncionalidad” mental se ubica fuera de los patrones culturales de la familia igualmente burguesa: aquella “disfuncionalidad” atenta contra la solidez de ésta, la subvierte. Yo he sido durante años paciente psiquiátrico y guardo en mi memoria las llagas morales ocasionadas por esa exclusión específica que he compartido con muchos compañeros de todas las edades y clases sociales en clínicas y hospitales. Y aunque en este momento de mi vida parezco venir definitivamente de regreso de tal exclusión lacerante, no se me escapa ni por un momento que el día en que, por razones de involuntaria problemática mental, vuelva a ser un sujeto económicamente improductivo y atente contra los cánones estatuidos, soterrados o explícitos, del orden familiar burgués, seré otra vez arrojado a los márgenes de la sociedad y encerrado policialmente.

Estas cuatro marginalidades me ubican, en efecto, aquí y ahora, dentro de la Venezuela de hoy, en un lugar-otro, a contracorriente. Como les decía: en la medida en que, más que aceptar, asumo consciente y voluntariamente esas cuatro marginalidades con ese talante psíquico y espiritual que Nietzsche llamaba amor fati, es decir, amor al propio e indoblegable destino (la lectura estudiosa de los dramaturgos griegos nos puede enseñar cómo se alcanza la estatura trágica haciendo que entren en comunión, dentro del propio psiquismo, la libertad y el destino), yo las elijo como mi vía personal de acceso al centro. Cristiano, poeta, homosexual y paciente psiquiátrico son sendas periféricas que me llevan, así lo espero, a una centralidad existencial inédita.

Por otra parte, esas marginalidades, al interconectarse, configuran una vocación de soledad. En virtud de ellas, yo soy vocacionalmente un solitario. En el primer texto de Poemas de Quebrada de la Virgen, hablo de mí como de un “monje laico”. La palabra española monje viene de la griega monachos, que significa solo. Siempre han existido y existirán monjes, o sea, seres humanos que se sienten llamados a la soledad, y no necesariamente dentro del ámbito claustral de un monasterio. Seres vocacionalmente al margen de los prevalecientes modelos civilizatorios que signan determinadas horas históricas, al margen de comportamientos gregarios y masificados, al margen de los patrones colectivos. Ellos empiezan por escoger una vida cotidiana dentro de la cual la soledad tiene la primera y la última palabra, porque esa cotidianidad solitaria les permite salir del circuito social de lo que Pascal llamaba la “diversión”, es decir, del ruido, el ajetreo y el tumulto, de la anestesiante vocinglería social enemiga del desarrollo interior, de la lenta maduración del alma, cuyo desenvolvimiento exigente y pausado tenemos que proteger. Henry David Thoreau, Emily Dickinson, Simone Weil y Thomas Merton fueron, cada uno a su manera, solitarios de ese tipo, monjes que nos interpelan desde la marginalidad asumida.

A estas alturas, algunos podrían preguntarse y preguntarme: ¿pero qué hace un escritor asumidamente marginal y solitario en la Academia?

Para responder a esa interrogante quiero citar un texto de la ya mencionada Simone Weil (ella es uno de los ángeles custodios de mi vida intelectual, religiosa y moral):

“Para quien sabe ver no hay hoy síntoma más angustioso que el carácter irreal de la mayor parte de los conflictos que se plantean. Tiene aún menos realidad que el conflicto entre griegos y troyanos. En el centro de la guerra de Troya había al menos una mujer, es más, una mujer perfectamente bella. Para nuestros contemporáneos son las palabras adornadas con mayúsculas las que juegan el papel de Helena. Si tomásemos, para intentar exprimirla, una de esas palabras, totalmente hinchadas de sangre y lágrimas, la encontraríamos sin contenido (…) cuando se conceden mayúsculas a las palabras vacías de significación, por poco que las circunstancias empujen a ello, los hombres derramarán ríos de sangre, amontonarán ruinas sobre ruinas repitiendo esas palabras sin poder obtener nunca efectivamente lo que les corresponde: nada real puede corresponderles jamás, porque no quieren decir nada (…) Esclarecer nociones, desacreditar las palabras congénitamente vacías, definir el uso de otras mediante análisis precisos, he aquí, por extraño que pueda parecer, un trabajo que podría preservar vidas humanas (…) En los asuntos humanos, nuestro universo político para mantenerse se ha poblado exclusivamente de mitos y de monstruos (…) Todas las palabras del vocabulario político y social podrían servir de ejemplo: nación, seguridad, capitalismo, fascismo, orden, autoridad, propiedad, democracia… podríamos congelarlas todas una tras otra (…)”

Así, pues, amigos, una crisis política y social es también, y primordialmente, una crisis del lenguaje. Si el idioma constituye, como decía Unamuno, “la sangre del espíritu”, su decadencia señala un grave punto de inflexión en el deterioro cultural de una sociedad. En este sentido, entiendo mi ingreso de hoy a la Academia Venezolana de la Lengua como la culminación de mi vocación literaria: el rol de una institución como esta consiste en velar por la limpieza y el esplendor semánticos y formales de las palabras castellanas que utilizamos todos los días, devolviéndoles su dignidad, restituyéndoles su precisión, contribuyendo decisivamente a esclarecer su significado y su densidad espiritual. Todo ello estaba implícito en la opción existencial que hace cincuenta años me llevó a abrazar la literatura como mi vía personal de realización humana.

De mí depende, y de nadie más, que mi soledad se degrade a un individualismo militante, sordo y ciego frente a las heridas sangrantes de mi entorno, o, por el contrario, venga a ser una soledad poblada de presencias amadas, llena de atención, de tacto y de delicadeza ante el dolor ajeno. Una vez más: cristianamente hablando, esa sería la única manera de que mi marginalidad alcance el centro. La soledad es la otra cara de la comunión. Bien entendida no se opone a esta: la supone y la implica.

Para terminar, y como colofón de estas reflexiones en torno a la relación entre el centro y la periferia, quiero relatar que un día, en Mérida, dentro del marco de un evento literario donde coincidimos, Eugenio Montejo de pronto me dijo inopinada y abruptamente: “Armando, tú estás siempre donde está el logos”. Este elogio abrumador desgraciadamente no es cierto, como lo compruebo todos los días. Pero ojalá Dios me conceda hacerlo alguna vez verdadero.