Por PAUL DESENNE
Todo ha cambiado en 50 años, los recuerdos de hace diez lustros se confunden con las escenas pintadas de la cerámica griega y los formidables murales de la cueva Chauvet. Existía entonces la realidad palpable, no virtual, situación que permitía las apariciones mágicas, vetadas por la alcabala expoliadora, banalizadora del Internet, unificadora de todos los lugares de la tierra, sepulcro final de la cultura humana y de su magia caprichosa, que es hija de las diferencias y las distancias.
Recuerdo la noche del 18 de abril de 1973 en la claridad de su luna llena, miércoles de Semana Santa en Chichiriviche, estado Falcón, tierra de prehistorias intactas. Ha transcurrido medio siglo y todavía suena un suave oleaje en la playita por donde camino, solo y descalzo, observando el resplandor lunar en la arena profunda. De lejos los veo, sentados en lo alto de una empalizada que corre a mi izquierda bordeando la playa, atajando el viento marino: son dos muchachos, o mejor dicho, un chico un poco mayor en overoles, sin camisa, con guitarra, el humano del par, y un ser de otro mundo, un fauno diminuto de cabeza gigantesca, con su flauta de pico, tocándole a la luna. Imaginen la escena sobre un vaso griego, de ese mundo venimos, en ese mundo vivía la Música.
La brisa me trae fragmentos de notas y ritmos sueltos, deliciosos, espontáneos; algo parecido a lo que nos gusta a los jóvenes de 13 años, en ese hoy de 1973; algo de blues, quizás, también algo indescriptible entre el rock y la “música progresiva”, fantasía mixta entre Barroco y Pop… pero… ¿aquí, en esta playa? Alucino. Me acerco; el fauno, menudo y ágil con su flauta, suelta hilos de notas perladas en la deliciosa brisa caribeña, sobre un swing de bajos y acordes pulsantes, perfectamente sincronizados… me acerco a la aparición: nunca imaginé ver música de tal nivel, tocada por puro placer frente al mar, sin otros espectadores que la luna y las olas, con tanta complicidad entre los instrumentos, tan fresca y virtuosa. (El mundo era mágico y perfecto).
El fauno tiene un cuerpo de niño pero una cabeza grande de señor con unas cejas sorprendentes, que unos lentes gruesos no logran ocultar; el mayor sonríe mientras toca su guitarra, metido en su melena, sosteniendo la disciplina del acompañamiento con cierta seriedad, como si hubiese invocado en su sacerdocio playero y hippie la aparición de un ser mitológico… su hermanito!
En la primera pausa los entrevisto; mi obsesión de niño era tener un conjunto musical, pese a mi cortísima formación y mi escaso talento. Este encuentro transforma mi vida: sin saberlo ni esperarlo me topo con los músicos que van a encarrilar el resto de mi existencia, en esa playa de Falcón. Posados bien alto en la empalizada, como si vivieran allí, livianos como el viento, inalcanzables. Los admiro un rato. Son hermanos: Juan Andrés de 16 y Juan Francisco Sans, “Pico”, el fauno, tiene mi edad; ambos del Colegio Humboldt, alumnos de la escuela de música Juan Manuel Olivares, son vecinos de Las Palmas, en Caracas, y viven en la casa más diminuta y mágica de toda la ciudad, en una esquina de la calle Cumaná: la Quinta Mis Chongos, una casa de grandes sorpresas en torno a la cual, en las calles adyacentes de Las Palmas, creamos el grupo Un Pie, un Ojo, con el primo de los hermanos Sans, un fabuloso baterista de 13 años de edad, Mauricio García, y con el hoy célebre bajista Lorenzo Barriendos, el viejo del grupo, de 16 (al que con una “vaca” entre todos le compramos su primer bajo eléctrico!).
Lo que me parece insólito hoy, cincuenta años más tarde, es que a menos de un año de ese encuentro playero, en marzo del 74, ya estrenábamos con el grupo un repertorio totalmente original de creaciones colectivas, con un arsenal de instrumentos prestados, en el Teatro de Bolsillo de la Asociación Cultural Francesa: un sótano transformado en teatro, a tres cuadras del Teatro Alberto de Paz y Mateos, donde a escasos meses compartimos el escenario en la temporada decembrina de 1974, con la extraordinaria Banda Municipal de Gerry Weil.
Las imágenes de aquellos conciertos nos llegan gracias a la incansable labor documental de la fotógrafa Patrizia Grassi, con cuyo archivo maravilloso estamos preparando un pequeño álbum con disco, celebrando los 50 años de Un Pie, Un Ojo, incunable registro de los primeros conciertos del gran Juan Francisco Sans Moreira.
A escasos 20 meses de nuestro encuentro en Chichiriviche, el talento excepcional de Pico y su legendaria familia musical había motorizado nuestras pasiones, concentrando nuestra energía callejera, enfocándola hacia la creación pura, la disciplina y el estudio. ¿El secreto? La seriedad invariable, la integridad artística inigualable de Pico que nos guió a todos como un timón de talento y dulzura en las tormentas de la adolescencia. Un ser de otro mundo, de inexplicable madurez desde la más tierna juventud.
Ya no están con nosotros ni Pico ni su hermano mayor Juan Andrés, fallecido hace más de una década, recordado por muchos de sus alumnos universitarios. La reciente y súbita desaparición de Pico Sans, director coral, compositor y erudito venezolano, quien ejerció además en Chile y en Colombia, sacudió a todos los que contábamos con su inagotable y generosísima experticia musicológica hispanoamericana, salpicada de la fina ironía del que lo ha estudiado casi todo, al trasluz de la cual sentimos siempre una filigrana de nostalgia por los tiempos en que el esfuerzo y la dedicación incansable nutrían el Arte y establecían las jerarquías legítimas en su Historia.
En un libro del futuro, sobre Caracas y su música, habrá un gran capítulo dedicado a este Fauno que nos marcó a todos los que los conocimos, además de un vaso griego del siglo V antes de Cristo, donde ya aparece en su empalizada frente al mar, tocando su Aulos que despierta las fuerzas telúricas de la Música.
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