Bello

Por JOSÉ RATTO-CIARLO

Aunque nos cueste debemos admitirlo: nuestro amor por los forjadores de la nacionalidad no es tan puro, porque, en realidad, a través del culto debido a nuestros próceres, quisiéramos, en veces, beneficiarnos de esa gloria; para ello no tememos reducir los héroes a nuestro rebajado nivel de gente mediocre, al alcance de un criterio localista que ha perdido la perspectiva de universalidad a la cual la historia los había elevado.

No debemos, pues, cometer ese pecado de mezquindad ahora que nos toca conmemorar el centenario de la muerte de Andrés Bello. Procuraremos, por el contrario, restituirlo a su dimensión, a su talla continental. Y quien nos ofrece modo y oportunidad de comprender mejor, de valorar a Bello con “metro” y “peso” universales, es Arnold J. Toynbee, historiador viviente, que del alejamiento de ciertos grandes hombres y del retorno activo a la sociedad dejó elaborada una tesis comprobada en la recurrencia de sucesos tipificadores de determinados destinos humanos. Toynbee sitúa bajo la sugestiva denominación de “Retiro-y-Retorno” a creadores de religiones, a líderes, a pensadores y estadistas, quienes, luego de un tiempo de soledad, geográfica o anímica, regresan para encauzar movimientos e indicar normas y derroteros.

Abundan los ejemplos en su voluminoso Estudio de la Historia. Citaremos algunos:

Buda nació en una familia aristocrática. Tropieza con la maldad del mundo. Lo abandona durante 7 años. Conquistada la iluminación vuelve a los hombres a comunicarles su verdad.

Julio César en las lejanas Galias aprende a gobernar; sólo entonces regresará a Roma para aplastar la oligarquía e intentar reformas políticas, sociales y agrarias.

Maquiavelo vivió la política como secretario de Florencia. Caído en desgracia, confinado al campo, escribirá El Príncipe, obra con la cual reingresa a la historia.

El mismo Bolívar –Toynbee no lo dice– soportó dos alejamientos dinámicos. Ese carácter lo tuvo su primer viaje a Europa; el segundo consiste en su refugio en la isla de Jamaica, donde hace 150 años escribió la Carta profética y estructuró la acción futura. Regresó en efecto a tierra firme y desde Angostura emprendió la gigantesca tarea.

Un destino similar tendrá Andrés Bello: pasa una juventud más o menos apacible en Caracas. Los cambios políticos lo aventarán a Londres, que se le transforma en lugar de destierro. Sabrá aprovechar ese forzado retiro. Al fin, solicitado por el país más austral, en Santiago de Chile se logrará totalmente y contribuirá a moldear la nación nueva. Este proceso de “alejamiento y vuelta” está encuadrado en tres etapas significadas por los nombres de tres ciudades tan distantes entre sí.

Caracas: origen, infancia y juventud

Iniciémonos, pues, en la trayectoria de Bello comenzando por la villa en que residía el capitán general de Venezuela: el 29 de noviembre de 1781 nacía nuestro personaje “toynbiano” en la casa del abuelo materno, Juan Pedro López, pintor redescubierto por Alfredo Boulton, historiador de arte. En esos modestos aposentos se había desposado Ana López, hija del artista, con Bartolomé Bello, quien, si bien era funcionario de mente rutinaria –y el sentido del orden influirá en el hijo– gustaba de la música: fue una de las voces del Coro de Catedral y compuso una “Misa”.

La familia creció numerosa y en estrecheces. Andrés, el primogénito, tuvo que buscar muy pronto cómo ayudar a los suyos. Siendo estudiante aún, dio clases a sus condiscípulos, que vivían holgadamente. Y el adolescente Bolívar obsequió con una lujosa casaca a su compañero Bello, tan joven y ya maestro de gramática, geografía y latines.

Un profesor inquieto supo inculcar al muchacho Andrés el interés por los clásicos: Fray Cristóbal de Quesada, bibliotecario del vecino Convento de la Merced, apreciaba el estudio, pero también el grato sabor de la vida. Cierta vez colgó el hábito y se fugó a Bogotá. Fue secretario del virrey, pero descubierto que Carlos Sucre era un seudónimo, tuvo que regresar arrepentido al Claustro de Caracas.

Bello, con un maestro tan singular, supo disfrutar de lecturas latinas y castellanas. Pedagogo y discípulo se empeñaron en traducir la Eneida de Virgilio, tarea que no pasó del Libro Quinto, pues Fray Cristóbal murió en 1796.

Mas ya el latín –ejercicio metodológico– había encuadrado la mente de este jovencito de 15 años que, tranquilo y reposado, era bien vivaz para la captación intelectiva: le fue fácil aprender por su cuenta el francés.

Bello en 1797 da brillantes exámenes, gana el premio de oratoria y el 15 de septiembre se inscribe en la Real Pontificia Universidad de Santa Rosa de Lima. Cursó filosofía y se recibió de Bachiller en Arte el 9 de mayo de 1800. El año siguiente, terminada jurisprudencia, no tuvo tiempo para doctorarse pues anduvo en solicitud de empleos. Al fin, recomendado por Luís Ustáriz al capitán general don Manuel de Guevara, entró como segundo oficial de la Secretaría de Estado. Fue el 6 de noviembre de 1802. Tenía 21 años.

El dominio de lenguas extranjeras como el inglés le fue útil para atender a extranjeros visitantes, a Depons, Bonpland y Humboldt, al que acompañó en la excursión al Ávila. Y como sabe versificar en dáctilos y espondeos, o en octavas reales, se trueca en poeta solicitado en las celebraciones oficiales y en los saraos.

¿No le nombraron, en efecto, en 1808, secretario de la Junta Central de Vacuna, precisamente por haber escrito la “Oda a la Vacuna”? ¿No fue en 1805 autor de un dramón en versos titulado Venezuela consolada? Y le leyó a Bolívar, en la Casa de campo del Guaire, sus traducciones de Horacio y Virgilio; más el joven aristócrata criticó la versión de Zulima de Voltaire.

Empero fueron generales las felicitaciones cuando don Andrés dijo su soneto en honor de Madame Jeanne Faucompré, la “prima donna” de la primera temporada de ópera. Meses después, aparecida el 24 de octubre de 1808 la Gaceta de Caracas, se comenzó a reseñar el espectáculo teatral. Sin duda Bello fue el cronista en funciones de primer redactor de esta publicación inicial. A don Andrés le corresponde el título de padre de nuestro periodismo.

Por cierto en 1809 había proyectado la edición, que no prosperó, de El Lucero, con Isnardi el piamontés aventado desde Europa por la marea revolucionaria a orillas del Caribe.

Y como Bello tiene honda visión de futuro, escribió a beneficio de “turistas” posibles un Resumen de la Historia de Venezuela para un “Calendario o Guía de Extranjeros”. Este es, según la acuciosa investigación del profesor Pedro Grases, el primer libro impreso en el país.

Es que el progreso está a las puertas. Todos vislumbran un porvenir optimista y sonrosado: y don Andrés, en ese clima de engañosas esperanzas, puede dedicar tiempo prudencial a cierta Musa carnal:

—Ella mis versos con placer oía —con sus tiernas caricias me pagaba…

Muy ilusionados los Mantuanos esperan el cambio y los más impetuosos quieren precipitarlo. El malestar había estallado en 1797 con el complot de Gual y España, cruelmente reprimido, y en 1806 con la aventura de Miranda. Empero restaurada la aparente tranquilidad, la Capitanía dormitaba: de modo que, cuando en julio de 1808 el capitán general entrega a Bello unos ejemplares del The Times londinense, enviados con artera intención desde Trinidad, el Segundo Oficial inició con parsimoniosa lentitud el despliegue de las hojas. Empero no pudo reprimir el grito ahogado cuando se entera de la catástrofe: destronados Fernando VII y Carlos IV, las armas francesas habían impuesto a José Bonaparte como rey de España…

Las autoridades coloniales quisieron mantener oculta la grave situación metropolitana: imposible, la noticia se transformó de susurro en rumor, luego en público alboroto para unos y para otros en un mal contenido alborozo. Los radicales comprenden que ha llegado la hora de aprovecharse de circunstancias tan excepcionales. La repetida y continuada llegada de mensajeros de España, Francia e Inglaterra impulsó a los Mantuanos a pronunciarse: lo hicieron en contra del usurpador, sin embargo, serán ellos y no los peninsulares los que tomen la decisión suprema.

Por cierto a Bello, como poeta oficial, le tocó cantar a la efímera “Victoria de Bailén” la hazaña del león hispano contras los soldados napoleónicos:

—El León despertó: ¡temblad, traidores! —Las juveniles fuerzas guardadas enteras.

Sin embargo, las fuerzas juveniles son otras, proceden de la savia americana: es la juventud criolla la que determina el desarrollo de los acontecimientos. Confabula, discute, propone y complota. Y entre los “extremistas” encontramos al Marqués del Toro, José Félix Ribas, los dos Montilla, Vicente Salias y Simón Bolívar, coronel de Milicias.

Aborta el complot del 1° de abril de 1810 por una delación, pero ya los defensores del “statu quo” no podrán impedir la insurrección del día 19: la clase culta toma el poder y se erige en Junta Suprema independiente, aun cuando los mantuanos aparenten defender los derechos de un rey en el que nadie confía.

La situación del segundo oficial de la Secretaría de Estado es un tanto incómoda: ¿cómo quedará Bello, quien a los 29 años comienza a asomarse a la plenitud viril?

La duda se resuelve de inmediato: los criollos aprecian la clara mente de este hombre pulcro, metódico, organizado y organizador. Nadie mejor que él conoce los manejos internos de la cosa pública, ¿y acaso no es él mismo un venezolano integral?

Se queda pues don Andrés en el gobierno ascendido a primer oficial. Y finalmente nombrada la primera delegación diplomática encargada de obtener el reconocimiento por parte de Gran Bretaña, se escoge a Bello como el imprescindible secretario multilingüe que acompañe al coronel Bolívar y al acaudalado Luis López Méndez.

Londres: alejamiento y maduración

La Marina inglesa, merodeando desde Trinidad, había puesto un bergantín, el “Wellington”, a disposición de los ilustres viajeros que, salidos el 10 de junio, desembarcaron un mes después en Gran Bretaña. El 11 de julio entraron en contacto en Londres con Miranda con unos liberales españoles, y el 16, en sucesivas entrevistas con el ministro Wellesley, todo un Marqués que dejó vagamente satisfechos a los venezolanos: prometió sin comprometer, empero la alianza que contra Napoleón mancomunaba a ingleses y españoles. Bolívar, considerando cumplida la misión, decidió regresar el 21 de septiembre de 1810.

¿Quiénes habían de quedarse en representación de la patria lejana? Pues López Méndez, que se arruinará en la compra de pertrechos para el Ejército libertador, y Bello como el acostumbrado secretario. Don Andrés no podrá imaginar que desde ese momento comenzaba a cumplirse el signo de predestinación, contenida en la tesis toynbiana del “Alejamiento”, para una larga maduración anímica e intelectual, preparatoria de una futura acción realizable sólo cuando el destino decida el “Regreso”.

Serán, los de Bello, 19 años de oscuridad: sus compañeros de estudios brillarán como héroes sacrificados unos, como héroes legendarios otros, cubriéndose de gloria ensangrentada por el dolor y al fin dorada por la victoria.

Don Andrés hará vida de renunciación. Sin embargo, en ese destierro se templó el carácter del venezolano, un funcionario de segunda categoría, que nacido en el trópico ardoroso, por contraste ambivalente, se amplió por completo en las brumas londinenses su portentosa sabiduría.

El corazón de Bello exultó cuando le tocó anunciar la proclamación de la Independencia, pero con cuánta amargura la caída de la Primera República. Tuvo empero ánimo para indignarse con los “bochincheros” que entregaron Miranda al enemigo:

Te fue el ceder forzoso, y en cadena

     a manos perecer de una perfidia,

    tu espíritu no ha muerto, no; resuena

La angustiosa espera de un sueldo modestísimo e intermitente, suspendido a veces; la incomodidad económica, el duro invierno, el frío lo comparte el secretario de Embajada con la primera esposa, luego con la segunda. Y se llevará algunos de los hijos para que aprovechen de la gran estufa que en hall del British Museum atempera el rigor del clima. Él no, él pasará a los salones de lectura, día tras semana, meses tras años, de 1810 a 1829, profundizando en el saber. No se conformó con el latín. Necesitó aprender el griego para estudiar a Homero. El conocimiento de las fuentes del clasicismo le permitió ahondar en la comprensión y en el origen de los idiomas romances. Acopió material para su Gramática de la Lengua Castellana que publicó mucho más tarde en Chile. Concibió una nueva interpretación del Cantar del Mío Cid. Y cuando más dificultosas son las investigaciones, con mayor ahínco se empeñó el estudioso en traducir en octavas reales el Orlando Innamorato, del poeta renacentista Mateo María Boyardo, utilizando el arreglo del canónigo Berni.

En la metrópoli del Imperio, donde el periodismo era realmente un Cuarto Poder, el caraqueño sintió reactivar la pasión por la letra impresa: escribió en defensa de la causa americana en los periódicos ingleses. Y estrechada la amistad con el guatemalteco Irisarri, quien representó a Chile —aún no había surgido el banderismo fronterizo—, con él editó el Censor Americano, publicación de corta duración. Con el neo-granadino Juan García del Río dirige, redacta y distribuye, desde 1823, la Biblioteca Americana, revista que tiene vida efímera. En 1826 aparecerán los cuatro tomos del Repertorio Americano, en cuyas páginas trató temas diversos: política, letras, cultura, ciencia.

En esos años Andrés Bello compone su Alocución a la Poesía, aparecida en la Biblioteca Americana. Desde el momento que comienzan a estructurarse las naciones del Nuevo Continente, el poeta encuentra la ocasión de invocar a la musa para que sea propicia al trasplante de la cultura en el Nuevo Mundo de la resurrecta libertad, puesto que sobre la vieja Europa gravitan los plúmbeos nubarrones de la restauración reaccionaria y del absolutismo monárquico:

Divina Poesía…

tiempo es que dejes ya la culta Europa

que tu nativa rustiquez desama,

y dirijas el vuelo a donde te abre

el mundo de Colón su grande escena…

El poeta de gustos y mentalidad clásicos tiene, empero, una visión de futuro, de futuros aciertos y desaciertos. Quiere advertir a los pueblos para que sepan  gozar de su ingenua libertad en el disfrute apropiado de los bienes con que la naturaleza los ha favorecido… ¡Que no lo desperdicien como el Hijo Pródigo de la parábola!

Oh jóvenes naciones que ceñida

alzáis siempre al atónito occidente

de tempranos laureles la cabeza; 

honrad al campo, honrad la simple vida

del labrador y su frugal llaneza.

Así tendrán en vos perpetuamente

La libertad, morada

y freno la ambición, y la ley, templo.

Pero si sus versos se miden sobre el acompasado metro virgiliano, no es tranquila la vida del poeta amenazado por la inseguridad, agravada en 1821 por la muerte de la primera esposa. La pobreza se prolonga y se acentúa en 1824, cuando el viudo se casa con Isabela Antonia Dunn. Y comienza a gravitar sobre Bello esa ley, el personaje histórico, formado en el “retiro”, a reincorporarse a la actividad pública para completar su propio destino. En efecto, don Andrés, cuarentón ya, debe pensar en el porvenir de los hijos. No le alcanza el sueldo miserable e inestable, no le bastan las lecciones dadas, las traducciones. Empero aún resuenan en su oído aquellas tremendas palabras de José Vicente Galguera:

—¿Venezuela? “Sólo la habitan hombres convertidos en fieras…”.

Es que las heridas de la represión bestial de los Realistas y la respuesta de la Guerra a Muerte sangran todavía en tierra firme devorada ahora por las facciones. Y si él ha de volver, tendrá que llevar al continente algo mucho más positivo que las consignas de destrucción y odio.

Y piensa el caraqueño: si las revoluciones en Europa se han ahogado en su propia violencia, no han sobrevivido vencidas por la Santa Alianza de los Reyes, ¿cómo podrán mantenerse los pueblos americanos enfrascados en la discordia? Las repúblicas odiadas por el zar de Rusia, el emperador de Austria, el rey de Prusia y el restaurado monarca francés, ¿cómo podrán conservar su régimen en América? ¿Cómo evitarán una posible intervención europea?

¿Acaso Brasil no sorteó toda conmoción social, limitándose en 1822 a proclamarse independiente bajo el cetro de don Pedro de Portugal?

Es comprensible, por lo tanto, que Bello, alejado durante 20 años de Venezuela, cometa un error “impolítico” cuando le escribe a su amigo Miguel Mier, residenciado en Bogotá:

—El interés de los gobiernos de Europa coincide con el de los pueblos de América, que la monarquía (limitada, por supuesto) es el gobierno único que nos conviene… ¡Qué desgracia, digo, que por falta de un gobierno regular (porque el republicano jamás lo será entre nosotros),  siga siendo teatro de la guerra civil aún después de que no tengamos nada que temer de los españoles…!

Bello dice con toda honestidad lo que nosotros ciegamente pretendemos ocultar en un auto-engaño, que dura desde hace 150 años: nunca hemos tenido en nuestra América repúblicas, sino simples nombres con que se disfrazaron unas veces las oligarquías, en otras los caudillos autocráticos.

Pero en Bogotá aún se creía en la mágica palabra: la República era la gran panacea. De modo que la franqueza de Bello levantó desconfianza en el ánimo de los gobernantes grancolombianos. No, nunca Bello será elevado a la categoría de embajador. Y así, tuvo que servir a otros ministros siempre tan mediocres…

Distanciado en cierto modo de Venezuela, sin embargo, Bello, hombre de 45 años, piensa en su país:

-Yo pienso… volverme a esos países  —escribe el 13 de octubre de 1826— a pasar en ellos lo que me resta de vida. Y si pudiera ser Caracas o en sus inmediaciones, lo celebraría mucho…

Seis meses antes, el 6 de enero, había manifestado en una carta:

—Me es duro renunciar al país de mi nacimiento…

Y Andrés Bello tendrá que obedecer al destino: renunciar y aceptar el llamado de una lejana región.

Irisarri y otros ministros de Chile en Londres habían insistido ante su propio gobierno para que invitasen a este caraqueño sabio, utilísimo e ilustrado, quien había demostrado su competencia en las veces que colaboró con aquellos diplomáticos.

Andrés Bello tomó la decisión: creía que iba a morir en Chile; pero aún no; sucedería lo contrario; iría a revivir, a lograrse plena y rotundamente.

Cuando Bolívar lo supo, se alarmó sobremanera. El 27 de abril de 1829 le escribía a Fernández Madrid, ministro en Inglaterra:

—Me indica usted… la miserable situación… que obliga al amigo y digno Bello a salir… a fuerza de hambre… Persuada usted a Bello… que si quiere ser empleado en este país que lo diga y se le dará un buen destino… Yo conozco la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío: fue mi maestro cuando teníamos la misma edad; y yo le amaba con respeto… Su esquivez nos ha tenido separados en cierto modo, y por lo mismo, deseo reconciliarme, es decir: ganarlo para Colombia…

Demasiado tarde. Cuando la carta llegó a Londres, Andrés Bello había partido. El “Deus ex machina” que mueve los resortes de las vidas humanas había decidió que el retorno a la vida dinámica de Bello se cumpliría en un ámbito distinto, en el país más austral del Continente-sur, que comenzaba a disfrutar de su inquieta y anarquizada libertad.

Y el caraqueño, en efecto, llegaba a Santiago, con toda su familia, en junio de 1829. Colombia se estaba desintegrando. Chile comenzaba a desarrollarse como pueblo y nación.

Santiago: el retorno para culminación de una vida

Bello, su esposa con cuatro niños, y dos hijos del matrimonio anterior, habían dejado el gélido clima londinense para encontrarse con el invierno santiaguino: sin embargo no era tan rígido, y el ambiente humano mucho más cálido y cordial.

Es que el gobierno chileno supo aquilatar los méritos del nuevo ciudadano: en julio de 1829 lo nombró oficial mayor del Ministerio de Hacienda y puesto similar le otorgó en el de Relaciones Exteriores, cargo que oficialmente don Andrés Bello ocupará desde 1834.

El recién llegado evitó inmiscuirse en la pugna de las facciones. La discreción que tuvo en Caracas de 1808 a 1810 la mantuvo mientras los “pipiolos” (liberales) y los “pelucones” (conservadores) se agredían y dirimieron la controversia en la batalla de Lircay, ganada por éstos.

En realidad los nombres de los partidos eran acomodaticios: no todos eran lo que aparentaban. El hecho es que el gobierno calificado de “reaccionario” fue sin embargo el que salvó a Chile de esa anarquía que retardó el progreso de tantos otros países americanos.

Y Bello, por su parte, con entusiasmo se empeñó en la ordenación del país que se transformaba. Y así para este “viejo” de 50 años se inició una nueva etapa, la última pero la más fecunda, quizás sí la más vitalmente juvenil. Y si es cierto que al caraqueño le salieron pronto adversarios, como el español José Joaquín Mora, liberal entintado de jacobinismo, los ataques se estrellaron ante la dignidad con la cual Andrés Bello supo escudarse.

De ahí que el gobierno de Chile, al fundar su vocero periodístico, El Araucano, hubiese pensado de inmediato en la rectitud y capacidad de don Andrés, quien en efecto se encargó de la parte cultural, mientras la dirección política fue entregada a Manuel José Gandarillas.

Bello duró en el periódico hasta el año 1853 y en ese lapso tan largo sostuvo, a través de sus columnas, una cátedra permanente de civismo, cultura y educación pública.

Naturalmente el pedagogo de Caracas y Londres sintió pronto renacer la vocación: inició sus clases en Santiago, pero eran privadas.

Para esta juventud estudiosa creó los textos inexistentes sobre Instituciones de Derecho Romano y Principios de Derecho de Gentes, o sea, Derecho Internacional. Y ampliando sus trabajos aparecidos en Londres en 1826, publicó posteriormente su Otología y Métrica de la Lengua Castellana.

La intensa campaña que sostuvo en El Araucano sobre instrucción y metodología, sobre la vigencia del latín y la necesidad de conocer la lengua que hablamos, culminó en la creación en 1836, en el Instituto Nacional, de una cátedra de gramática castellana separada del estudio del latín.

Contemporáneamente, y a veces posteriormente, se ocupó de legislación y de la administración de justicia, llegando a ser consejero del ministro Portales, e interviniendo en la redacción de la Constitución Política de 1833.

Y don Andrés Bello, amigo de los “pelucones”, en ese ambiente aún influido por la mentalidad clerical y los resabios coloniales, abogó sin embargo por la supresión de la censura de libros y defendió el teatro, el espectáculo, como medio de educar y refinar el gusto colectivo.

Aquel joven, que en Caracas había dedicado un soneto a la cantante de la primera temporada de ópera, se convertiría en el crítico documentado,  en el primer cronista de teatro de Chile. Es lógico, por lo tanto, que a un personaje que intervenía en tantos campos le brotasen nuevos adversarios. Lo acusaron en efecto de ser el “dictador” del idioma. Y fue Sarmiento, quien refugiado en Santiago, atacó desde El Mercurio las tesis gramaticales, las “perniciosas enseñanzas” del caraqueño.

Bello, sereno y olímpico, dejó que sus jóvenes discípulos, los nuevos escritores, contestasen los ataques. Y desde ese momento comienza a cuajar la nueva generación: es un movimiento literario que se inicia precisamente en el año 1842. Y un año después es cuando a Bello le toca, como primer rector, inaugurar la Universidad de Chile, reconstruida sobre los restos de la colonial Universidad de San Felipe. Y una frase extractada  del discurso en tal ocasión pronunciado por el maestro Bello revela la fuerza dialéctica de su pensamiento:

“Todas las verdades se tocan, desde las que formulan el rumbo de los mundos… desde las que determinan las agencias maravillosas de que dependen el movimiento y la vida en el universo de la materia… desde las que revelan los fenómenos íntimos del alma en el teatro misterioso de la conciencia, hasta las que expresan las acciones y reacciones de las fuerzas políticas; hasta las que sientan las bases inconmovibles de la moral; hasta las que determinan las condiciones precisas para el desenvolvimiento de los gérmenes industriales; hasta las que dirigen y fecundan las artes…”.

Fundada la Universidad, el caraqueño comprendió que había que formar también a los pedagogos. Logró pues que se crease la Escuela Normal de Preceptores; y tras consecuentes campañas, la Sociedad de Arquitectura y la Escuela de Bellas Artes.

Finalmente Bello, en 1847, dará publicidad en forma tipográfica a su monumental trabajo Gramática de Lengua Castellana destinada al Uso de los Americanos. Y es el magistrado prudente que duró 25 años en elaborar el Código Civil, al fin decretado por la ley del 14 de diciembre de 1855.

Esta obra gigantesca sirvió de orientación para la mayoría de los países americanos. Colombia y Ecuador lo adoptaron para su propia legislación.

Y cuando las piernas ya no sostienen el peso de los años y le impiden al anciano ir a la Universidad o al Senado –fue incorporado a la Cámara Alta mediante decreto que le otorgaba la nacionalidad– son los profesores, los universitarios, los            padres conscriptos quienes van a su casa para consultarlo. Aun los políticos se le acercan, pues todas las facciones respetan al venerable maestro.

Es que dentro de ese gobierno llamado, no sabemos, si con propiedad “conservador”, Bello, el caraqueño, sostuvo siempre el espíritu de progreso. En materia internacional se hizo el abanderado de la solidaridad continental:

—La causa de la Independencia –había escrito– es solidaria para todos… De la intervención extranjera, manifiesta o paliada, no podemos esperar sino vejaciones, exacciones, tiranías disfrazadas, y a la sombra de una amistad irrisoria, un verdadero Estado colonial que sólo se diferenciará del antiguo en que sus costos serían todos nuestros y las utilidades ajenas…

Y ese Bello, mirado con desconfianza por el gobierno grancolombiano , supo luego despojarse de todo resabio monarquizante. Es que también la rectificación es una de las virtudes del caraqueño:

—La monarquía ha perdido de todo punto su prestigio. Hubo tiempo en que habría tenido gran número de partidarios en ciertas secciones de América. Ya es tarde para pensar en ella. Sería necesario un ejército europeo para dar estabilidad a la nueva forma de gobierno: estabilidad, después de todo, aparente y precaria, porque es imposible que pudiese apoyarla el voto de los pueblos…

Y cuando tuvo ocasión justificó a Simón Bolívar, su condiscípulo y su alumno:

—Nadie amó más sinceramente la libertad que el general Bolívar; pero la naturaleza de las cosas lo avasalló como a todos; para la libertad era necesaria la independencia, y el campeón de la independencia fue y debió ser un dictador. De aquí las contradicciones aparentes y necesarias de sus actos.

Andrés Bello, el hijo de Caracas, el ciudadano de Chile, sintió siempre muy viva en él la gran pasión continental que avivó el fuego sagrado en las almas de personajes universales como Miranda, el del Incario, como Bolívar, el de la Gran Confederación de Naciones Americanas.

Y se indignó Andrés Bello cuando la flota española quiso vejar a los jóvenes países del Pacífico. Cuando los marinos peninsulares ocuparon las islas guaneras del Perú, Bello elevó su protesta; y en la casa del anciano glorioso se congregaron políticos, profesores, escritores, estudiantes para condenar la agresión.

Fue el último acto público del  insigne educador de todo un pueblo. Bello esta vez no pudo soportar el malestar. Se indispuso, se agravó y luego de un apacible sopor se extinguió en paz con su conciencia, eternizado en el amor perenne de los chilenos, el 15 de octubre de 1865.

Bello tenía 84 años, de los cuales 29, el tiempo de la formación, los pasó en Venezuela; 19, de retraimiento y maduración, los cursó en Inglaterra; y los últimos, más largos y fecundos, 36, los vivió en Chile, en el retorno a la vida activa, en la culminación de una obra y de un destino.

De este modo el caraqueño don Andrés Bello cumplía, como personaje universal, las etapas del ciclo que el historiador Arnold J. Toynbee ha pretendido encontrar en la trayectoria de los hombres predestinados a la inmortalidad.


Obras consultadas:

    • Álvarez Federico O.: Labor Periodística de don Andrés Bello (Univ. Central).
    • Bello, Andrés: Obras Completas. (Ministerio de Educación. Caracas).
    • Caldera, Rafael: Andrés Bello (Ministerio de Educación, Biblioteca Popular Venezolana).
    • Crema, Edoardo: La Presencia de Italia en Bello (UCV).
    • Grases, Pedro: Antología de Andrés Bello (J. Villegas, Caracas).
    • Grases, Pedro: Tres Empresas Periodísticas de Bello (Revista Nacional de Cultura N° 108).
    • Lira Urquieta Pedro: Andrés Bello (Tierra Firme, Fondo de Cultura Económica, México
  • Toynbee, Arnold J.: Estudios de la Historia.

Agradecemos al profesor Pedro Grases la revisión de este trabajo y sus utilísimas indicaciones y observaciones.

*Antes de ser incluido en el volumen Los inmortales (Ediciones de la Fundación Neumann), “Andrés Bello: un caso toynbiano”, había sido publicado en el Diario El Nacional, el 28 de septiembre de 1965.


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