Papel Literario

Ana Cádiz. Una soberbia morena en una calle gris

por Antonio Sánchez García Antonio Sánchez García

En mis correrías por las calles de Altagracia y La Pastora, menos concurridas ahora por los peatones, y aguijoneado por mis recuerdos juveniles de militancia comunista, me topé con el callejón Z, de difícil acceso porque no forma parte de la cuadrícula del plano de ese sector de la ciudad situado al sur de la plaza de La Pastora. Es un callejón en fondo de saco con una salida al O (Norte 10) y ninguna hacia el E porque queda separado por unos escalones irregulares que obstruyen el paso a la esquina de Amadores, el lugar donde un automóvil mató por primera vez en Caracas a un transeúnte, que era el doctor José Gregorio Hernández.

Toco en la primera casa del callejón. No conozco a la mujer que atiende. Pero, cuando toco en la casa N° 7, aparece por la ventana una dama con una buena pronunciación (“¿Qué se le ofrece?”). ¡Es Ana Cádiz, mi compañera de célula del PCV, hermosa, una morenaza! A pesar de los años transcurridos, conserva un celaje de su atractivo, no importan ojeras y arrugas. Nos abrazamos y empezamos a recordar aquellos tiempos.

Una sorpresa. Al pasar la sala, convertida en dormitorio porque allí duerme una hermana mayor, Amalia, casi paralitica, con hedor por las necesidades que hace en la cama, veo colgado de la pared del comedor el retrato muy maltratado de un militar. Es el coronel Sebastián Cádiz.

―Mi padre― dice Ana.

¡Cómo va a ser! Ana solo sabe que es su padre; no sabe otra cosa de él, salvo algunos detalles gruesos. Yo sí conozco varios rasgos de su biografía, porque en cierta ocasión investigué acerca de una manifestación obrera en Caracas de fines del siglo XIX y encontré muchos datos de la vida de Sebastián Cádiz. En resumen, le explico a Ana que su padre aparece entre la masa de desempleados participantes en la quizás primera manifestación de obreros del país, acaecida el 20 de enero de 1894 en Caracas. Su nombre está en las dos comunicaciones que el Gremio de Artesanos dirige a la opinión pública para justificar la marcha de protesta que ha organizado. Había nacido cerca de 1873, en la capital. Años después se afilia al Partido Liberal Nacionalista, acaudillado por el general José Manuel Hernández, «El Mocho», y se convierte en uno de los principales directivos de la seccional caraqueña del «mochismo». Combate en algunas de las campañas militares de aquel caudillo tan popular y, por tal motivo, recibe el grado de coronel. Así lo reseña el diario El Eco Nacionalista en una nota del 11 de mayo de 1903, ilustrada con un retrato a plumilla del personaje, y que dice así:

“Galería de El Eco Nacionalista. El Coronel Sebastián Cádiz. Joven de sacrificios en el Partido Nacionalista, al cual se honra en pertenecer. En las cruentas e infructuosas campañas del nacionalismo ha tomado parte importante y desplegado valor, actividad y energía, virtudes que se complacen en reconocerle propios y extraños. Hoy se ocupa el Coronel Cádiz, a la sombra de la paz, en el trabajo que levanta y dignifica”.

También leí en dicho diario que Cádiz se había dirigido al director del periódico, Julio Paz Rodríguez, felicitándolo “por su propaganda de paz y evolución, en un año de constante lucha”. Era que Paz Rodríguez promovía de modo tenaz la coalición entre Hernández y Cipriano Castro, contra Manuel Antonio Matos, o sea, la unidad de “nacionalistas” y “restauradores”, contra los “amarillos”.

Es ahora Ana Cádiz quien me cuenta que su padre contrajo matrimonio, a comienzos del siglo XX, con María Blanco. Dicha María tenía un sobrino de nombre Balbino Blanco Sánchez, famosísimo declamador de poesía, entre los años 1940 y 1960, de los mejores poetas venezolanos, latinoamericanos y españoles.

Sebastián y María tuvieron doce hijos: Soledad, Cleofe, Josefina, Carmen María, Antonio, Amalia, Margarita, José Manuel, María Teresa, Ana, Luis y Cristóbal. De ellos, Cleofe y Antonio fueron también albañiles. Antonio fue fundador del Sindicato de Albañiles de Caracas y ambos ingresaron en las filas del Partido Comunista a raíz de la muerte de Gómez. Varias de las hijas participaron en los primeros intentos de creación del movimiento femenino en los albores de la apertura democrática postgomecista.

Para 1919, Sebastián Cádiz vivía en la casa Nº 123 de San Isidro a Gracias de Dios, teléfono 2692, y tenía su taller de alarife y comerciante al voltear la esquina, de Gracias de Dios a San Simón, muy cerca del Hospital Vargas. Para la época ya había descollado como un excelente constructor. Participó en la edificación de la sede del Banco Caracas, hoy demolida; y le construyó una preciosa casa de dos pisos, de estilo morisco, a su gran amigo, el famoso matador de toros Eleazar Sananes, “Rubito”, casa que se mantenía en pie hasta hace muy poco, cerca de la esquina de Telares, en la parroquia San José. A pesar de haberse alejado de las luchas políticas, asistió a algunas reuniones conspirativas con el padre Régulo Fránquiz, quien murió en la cárcel de La Rotunda, envenenado según la clásica descripción que del hecho hizo José Rafael Pocaterra.

Sebastián Cádiz murió el 27 de febrero de 1927, de un derrame cerebral. Los gastos del entierro de Cádiz fueron cubiertos por “Rubito”. El certificado de defunción fue firmado por el doctor Carlos Irazábal Pérez, quien a los pocos años moriría prisionero en el Castillo de Puerto Cabello. Irazábal era padre de Carlos, dirigente comunista, historiador y diplomático, y de Porfirio, médico pediatra. Varios de los datos de la amistad de Sebastián Cádiz con Rubito me los confirmó el propio Rubito, la vez que, ya él, viejo, chocó su carro con el mío en la avenida Fuerzas Armadas en construcción. Rubito perdió el choque y pagó la reparación de latonería del hundimiento del parafango delantero derecho.

Parece mentira, pero ahora estoy de nuevo en una estrecha calle ciega de la vieja Caracas, quizás desconocida por la mayoría de los caraqueños de hoy, el Callejón Z, en la casa Nº 7, a tres cuadras de la plaza de La Pastora. Aquí es guardada con humildad la memoria de su padre por las dignas señoras Amalia, Margarita y Ana Cádiz.

Es esta última, Ana, quien apela a los recuerdos de su vida:

―Cuando murió mi padre, yo tenía 5 años. Recuerdo su entierro, con caballos empenachados y revestidos de gualdrapas. No conocí a mis abuelos. De 12 hermanos, yo fui la número 10. Yo nací de San Isidro a Gracias de Dios. Eleazar Sananes visitaba a mi padre todos los días. Hay una calle entre las esquinas de Porvenir y Villa Encarnación, que se llama todavía Callejón Cádiz, y es porque los terrenos de allí fueron de mi padre. A él le gustaba cantar “Un nido de amor” y arias de “Los Gavilanes” y de otras zarzuelas. Recuerdo aquella aria que decía:

“La falda corta permite ver

hasta el tobillo de la mujer”,

de “El rey que rabió”, que luego los escolares la imitábamos, en forma de parodia, como “María Moñitos”:

“María Moñitos me convidó

a comer plátanos con arroz”.

―Mi madre no tenía ninguna instrucción, pero tenía ademanes y posturas de gente fina, al estilo de cómo saber presentar a la gente, y otras formalidades. Era de buenos principios morales. Su profesión: oficios del hogar. Murió aquí en el callejón Z, hace unos 40 años. Era de Turmero. Mi abuela materna debió ser esclava de Turmero. Hay un cuento atribuido al general y presidente Antonio Guzmán Blanco, cuando se encontró caminando en una calle con Soledad Borges, mi madrina y muy amiga de mi mamá, quien quiso darle paso echándose a la calle. El presidente en cambio, la agarró por el brazo y le dijo: “Súbase usted a la acera”.

―De mis doce hermanos puedo decir lo siguiente. Soledad (Solita) tuvo un hijo, a quien no quiero recordar. Cleofe tuvo muchos hijos. Carmen María cosía. Josefa murió de 2 años. Antonio fue del sindicato de albañiles, murió hace más de 60 años. Amalia con cáncer, tiene más de 90 años. Cristóbal trabajó en Últimas Noticias muchos años, murió de erisipela. María Teresa murió de tifoidea a los 14 años. Ana Teresa era la bella. Margarita era costurera de postín, le cosía a una señora que vivía en La Florida, con 9 sirvientes y chofer, y a su hija, que se casó luego en Irán. Luis trabajó muchos años en la Cadena Capriles.

―Trabajé desde los 11 años de edad. Lavaba, planchaba A los 15, fui a un taller de costura, de Brisas a Pirineos, ganaba Bs 3 diarios, de 8 a 12, de 2 a 6, y los sábados. Después, ganaba Bs 100 por semana, en una camisería de Maderero a La Gorda. Trabajé de Toro a Pineda, y allí veía a Delgado Chalbaud pasar casi todos los días, porque visitaba a su madre, creo.

―Me interesó la política porque fui inducida por mis hermanos mayores. A la casa iban Miguel Otero Silva, bailé una vez con él, y otros líderes, los veía a lo lejos, había distancia. María Teresa Castillo, en esa época, tuvo amores fugaces con el viejo Viso. Ella era llave con Georgette, con Totón Gallegos. Era cuando yo vivía de Toro a Cardones. Allí fueron alguna vez Raúl Leoni, Alejandro Oropeza Castillo, y Rómulo Betancourt. Siempre me invitaban a actos, y a manifestaciones. Antes, en 1928, se escondieron tres perseguidos en mi casa, entre ellos recuerdo a Carmen Gil Mota y a Guillermo Prince Lara. Fueron pocos a los que vi armados. Conocí a Victoria Corao. A Carmen Clemente Travieso, de familia burguesa, como los Machado Morales. Ella era escritora, muy agradable, culta, espontánea. Al primer mitin que asistí fue el de la plaza de San Lorenzo. Y al regreso, encontré a mi gallina agonizando, porque yo curaba animales. Eumelia Hernández, la conocida feminista y sindicalista, era muy enamoradiza, entre una de sus conquistas recuerdo al fotógrafo Bernardo Dolande.

―Una vez colaboré en la columna “Lo más alegre de la ciudad”, que hacía mi hermano Luis en el diario El Mundo; allí redacté ciertas crónicas frívolas.

―Recuerdo a Juan Bautista Fuenmayor, simpático, se adaptaba a todos los ambientes. Nelson Luis Martínez era un poco antipático. Otros periodistas de fama eran Vaughan Salas Lozada y Kotepa Delgado.

―Mención aparte merece Luis Alfonso Larraín, él era del movimiento, lo conocí en una fiesta, por allá por 1938. Siempre fue músico, director musical de Broadcasting Caracas, su militancia comunista fue tibia. Nos enamoramos y tuve un hijo de él. Hasta compuso un merengue en mi honor: “Métele de ancho”, que dice así:

“Cuando yo te vide negrita por vez primera

Yo quise brindarte negrita la vida entera

Y me la sentí con premura

Métele de ancho

Que la vida buena nos une

Allá en mi rancho.

Contigo y por ti mi negrita

No duermo poco ni mucho

Solo tu nombre por donde quiera

Tan solo escucho

Esa patota, negrita

Métele de ancho

Aunque lo niegue la gente

Ese es tu gancho”.

―Después, él se casó con Carmencita Serrano, hermana de Eduardo Serrano, el autor del muy conocido merengue “Barlovento”; y después con Elisa Soteldo.

―Yo tuve amores con Francisco Pérez Rodríguez, un joven dirigente del PCV, muerto en un accidente de aviación. El gordo Quintero (se refiere a Rodolfo Quintero) también me echó los perros. Eran los tiempos del amor libre.

―Muchos años después me casé con Aristóteles Tovar. Él se hizo famoso al promover lo que fue quizás la primera huelga de estudiantes liceístas de Caracas, en el liceo Aplicación. Fue la célebre huelga del “paramecio” (llamada sí por un examen en que todos salieron reprobados al no saber identificar un protozoario con ese nombre). Reconozco que Aristóteles bebía mucho, pero era encantador cuando estaba sobrio. Fue mi marido a su regreso de Francia, ya médico. Sí, en verdad era alcohólico, con crisis epilépticas. Tuvo un acceso cuando estaba comiendo, se atragantó, y eso le causó la muerte. Lo conocí cuando yo era trabajadora social, auxiliar en el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, Centro Jesús Yerena, de Petare.