Papel Literario

A una llama del lugar

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Por ADALBER SALAS HERNÁNDEZ

1 ¿QUÉ HACER CON EL TIEMPO?

En A una llama del lugar, Camila Ríos Armas nos enfrenta desde un primer momento con una preocupación: qué hacer con el tiempo. Esta es la obsesión rectora del libro. Y no se trata de un interrogante ocioso; no se refiere al mal llamado «tiempo libre», siempre tan lleno de deberes. Tampoco procura descubrir qué finalidad darles a las horas, cómo transformarlas en espacios para lo útil. Antes bien, Ríos Armas intenta comprender qué puede hacerse con esa materia huidiza, cómo puede ser moldeada, encauzada, conducida.

Es una pregunta producto de una constatación tan simple como poderosa: el tiempo se escapa, se diluye, a pesar de nuestros intentos por retenerlo o, cuando menos, por medirlo. Verificación angustiosa donde las haya, condensada en estos versos parcos de la serie Nueva York:

Colgar en la pared el tiempo de la búsqueda

la roída angustia de una carátula que se repite en otra

Este es el museo del tiempo

Verde bosque

La permanencia no tiene matices.

Quien habla en este poema, ese elusivo yo que no convendría confundir con la persona que firma el libro, consigue en cinco versos concentrar una angustia que todos hemos sentido el vértigo seco de los días que se repiten como imitándose, réplicas insensatas. Lo colgado en la pared, ¿qué clase de objeto podría ser? No sabemos si es un afiche o un calendario, pero de inmediato da cuenta de una reproductibilidad que no tiene matices. La pregunta entonces cambia, se expande: ¿qué hacer con el tiempo para salvarlo de lo monocorde? ¿Cómo imaginar —y practicar— una permanencia que admita matices?

2 ¿MOVERSE EN EL ESPACIO ES TAMBIÉN MOVERSE EN EL TIEMPO?

A una llama del lugar es, simultáneamente, un diario lírico, una libreta de viajes y una meditación sobre la durabilidad y la pérdida. Organizado en cuadernos, se subdivide inmediatamente en secciones que llevan por títulos nombres de lugares: París, Londres, Ginebra, Caracas, Nueva York —como ya vimos—, Boca de Uchire, Andalucía, Buenos Aires. Junto a estas series de poemas, otras complementarias, llamadas significativamente El yo; el otro y Ventanas; relojes, para desembocar al final en Punto de fuga, donde el libro termina y el lector alza la mirada y la deja escaparse, buscando ese lugar donde las líneas convergen.

El yo que se enuncia en estas páginas no se detiene en un solo sitio. De hecho, se define por el desplazamiento: se mueve constantemente, dejándonos saber que se encuentra, ora en un sitio, ora en otro. Ríos Armas construye en estos versos una subjetividad nómada, toda mirada, embelesada por la transformación de la realidad a su alrededor. Y, sobre todo, por los cambios que el mundo material experimenta bajo la presión del devenir temporal.

Uno de los poemas, perteneciente a la serie titulada Andalucía, plantea la pregunta sin llegar a responderla:

Piso siglos de polvo

y de silencios

oratorio islámico

ermita de la Virgen Inmaculada

 

ahora culto a la ruina

 

Al salir

Un pequeño trozo de muro

Un arabesco verde

A mis pies

 

Decido llevar a mi casa un retazo de aquel vacío

La mirada trashumante que nos descubre Ríos Armas, poema a poema, explora un espacio que ha sido consagrado y vuelto a consagrar con el paso de los siglos. De espacio de culto islámico a ermita católica, ha terminado por volverse en atracción turística —el turismo: esa versión degradada del peregrinaje religioso—, donde aún se deja sentir algo de ese aura, de esa potencia, como si la suma de siglos de oración impregnara las paredes, las columnas, desmenuzada en polvo y silencio.

Es, tal como lo llama el poema, un vacío: una carencia que el tiempo ha dibujado nítidamente en el interior de este edificio derruido. El texto termina declarando que algo de esa falta es llevado por el yo. Pero no se trata de un suvenir, sino de un elemento esencial del edificio: se lleva, precisamente, lo que ya no está. En una puesta en abismo, nos encontramos aquí con el elemento cardinal de la poética que Ríos Armas despliega en el libro: la ausencia en el centro de las cosas, el vacío en torno al cual se aglomeran.

Pero no hay que visitar ruinas para topar con esta singular forma de vacío. A falta de columnas antiguas, buenos son tallos. Así, tenemos este poema perteneciente a la sección llamada Londres:

Deja el tallo

antes de cruzar la calle

Deja el tallo

que la carne se oxide

Deja el tallo

antes de seguir el camino

Deja el tallo

que otro lo muerda

o lo fotografíe

Deja el tallo

que sea registro

de la manzana

O

registro de estas horas.

El acto de dejar el tallo —un tallo que podemos presumir concreto, vegetal, o un vínculo metafórico con el suelo y lo que ata a un mismo sitio— se vuelve aquí una suerte de rito de paso. De ahí que esté formulado en imperativo. Abandonar lo que ancla, lo que obliga a la solidez terrosa, implica entonces entregarse al tránsito, al desgaste, al camino: el núcleo de la manzana comida da cuenta de lo que fue y ya no será, de quien mordió y ha seguido. De las horas que no han dejado de pasar, con su contrabando de ausencias.

3 ¿ES POSIBLE EL TIEMPO SIN OBJETOS?

A pesar del grado de abstracción que precisa una reflexión como la que lleva a cabo Ríos Armas, su poética es excepcionalmente material. Su mirada está fijada en los objetos. Sin embargo, no les impone una interpretación, no les enseña a hablar con lengua ajena. De hecho, lleva a cabo el movimiento contrario, replegándose para permitir que sean las cosas las que declaren como el tiempo se desarrolla en ellas, cómo las apuntala o las devora por dentro.

La serie París está repleta de estos momentos: brevísimas escenas en las que lo cotidiano revela su fragilidad. Los objetos duran y, al hacerlo, cambian. Esta metamorfosis los inserta en un devenir que los supera. De este modo, una taza de café puede hallarse inmersa en una temporalidad geológica:

El tiempo, café al fondo de la taza. Azúcar sedimentada, el fósil. Estuviste, mano caliente que me toca. El Sena se cubre con los sedimentos de tus palabras.

La borra del café, el azúcar, elementos que abandonan su valor diario para participar de ese mismo proceso que transforma a seres vivos en fósiles. La misma fuerza que ha determinado que una mano que estuvo ya no esté, o que las palabras dichas sean arrastradas por la corriente de un río como un naufragio minúsculo. Hay una hermandad en el desgaste. Y todos, sin excepción, somos parte de ella.

Otro de los poemas de esta serie aborda, no sin ironía, la relación de los objetos con el tiempo que los forma y aniquila:

Las listas

Obstinadas tareas del olvido

 

Inquietante línea horizontal

leche pescado queso sándwich vino café

 

El deseo queda al margen

 

Toda selección es renuncia.

El punto de fuga del poema es ese verso delator: inquietante línea horizontal. ¿Qué puede tener de inquietante una sucesión de productos destinados al consumo, tales como queso, vino o leche? No son los objetos en sí, por supuesto, sino su enumeración. Se suceden unos a otros fingiendo, en su contigüidad, una continuidad. Y toda continuidad, claro, es temporal. Esa línea horizontal es inquietante porque a la vez confirma la duración temporal y es su pantomima. Incluso diría: más que inquietante, resulta siniestra. Toma los objetos familiares e insinúa, a través de ellos, el abismo de los siglos que se suceden como reses ciegas, aplastando todo a su paso.

Leyendo entrelíneas la lista de comestibles, el poema atisba la pérdida. Agazapada en los resquicios de lo que será poseído y consumido, lo que ha sido dejado de lado, irremediablemente. El deseo que queda al margen. Una vez más, la ausencia, en esta ocasión anunciada por los objetos que son o serán presentes.

4 EL TIEMPO ¿ES PROGRESIVO O CICLICO?

Al concretar en poemas breves, apropiadamente fugaces, el mundo que la rodea, Ríos Armas no se inclina por una noción específica del tiempo. En cambio, permite que sea el instante —apropiadamente, de nuevo— el que dicte la comprensión de lo temporal que permeará el texto. Así, pues, el paso de los años puede ser percibido como esa permanencia sin matices que, de repetición en sorda repetición, asegura la existencia —tal y como la enuncia aquel poema de la serie Nueva York que vimos al principio— o puede ser entendido como un ciclo donde la repetición implica la variación. Pienso, por ejemplo, en uno de los textos incluidos en la sección Boca de Uchire:

El sol siempre es el mismo a esta hora en Boca de Uchire. Los cangrejos han tomado cuerpo de hombre, de pescador de orilla. Cavar es mi propio ejercicio de retorno a la infancia. Horas de labor indagando la arena, los residuos de la desidia de otros.

Los restos de quien ya no soy. A pocos metros, de niña dibujo corazones con un palo de madera. Mientras el final de la curva roza la esquina de la otra mitad, media figura se ha borrado.

Se me hace imposible representar el amor en la inmediatez de las olas. Insisto, porque un corazón tiene que estar completo.

Presente, mi ideal a medias. Totalidad, certeza de olas. La brisa le pega a él, durmiente frente al mar, que me interroga mis bordes, mi límite, la finitud de mi vientre. Reto al tiempo que reposa en mis pies. Comienzo de año y fin de otro.

El sol es el mismo, pero quienes se encuentran bajo su imperio no lo son. Cambian, se transforman, se desplazan, salen de quienes fueron para ser algo más. No obstante, hay un regreso. El escenario de la playa permite efectuar un retorno en el que el yo se encuentra consigo misma, de niña. Todo gracias al conjuro modesto de los ademanes repetidos, donde identidad y variación se conjugan. La infancia es recuperada y reactualizada gracias a un gesto que tuvo en ella su origen y que, ahora, sirve como santo y seña para invocarla, para ingresar en ella. Hay replica, sin duda, pero en su interior ha ido ocurriendo una transformación que la salva de la monocromía. Los segundos, los minutos, las horas, los días, los años se reiteran, pero sin ser idénticos. En ellos, la diferencia va corriendo como un río subterráneo.

En cierto sentido, esa niña que traza dibujos sobre la arena con una rama no ha dejado de existir: se ha ido replicando y transformando, haciéndose otras. Es este el sedimento de la voz que habla en el texto. La poética de Ríos Armas entiende el tiempo como una serie de discontinuidades superpuestas.

Esto se deja entrever en otro de los poemas pertenecientes a la sección Londres:

De quiénes las manos 

que olvidamos

 

De quiénes las manos 

que dejamos guindadas 

en el camino

 

De quién la mano del guante 

o el guante de la mano

 

De quién el trazo 

la huella

el sucio pegado

 

De quién este juego 

de un niño de 5 años

 

De quién esta búsqueda de formas 

este lenguaje de calle

esta intervención

 

De quién la discontinuidad 

que se crea.

La pregunta se repite porque no tiene respuesta. Es imposible saber de quiénes son las manos hoy en día, qué ha sido de ellas. Sólo nos queda su resta: la oquedad que han dejado en la memoria o en el guante que las enfundaba, las marcas que han hecho en superficies o la suciedad que han esparcido, los juegos que solían jugar o los lenguajes que aprendieron, dedo a dedo.

Comprendido desde las manos, desde la materialidad del cuerpo y de los objetos, el tiempo es arrítmico. Está compuesto de tajos, de interrupciones arbitrarias, de treguas imprevistas, de desviaciones. Uno de los poemas de la serie El yo; el otro lo formula contundentemente:

No hay tiempo lineal entre una tormenta y su calma.

 

Entre ellas se conjuran pasado y futuro.

5 ¿ES POSIBLE MEDIR EL TIEMPO?

En A una llama del lugar ocupan un espacio especial los relojes. No podía ser de otra forma. Pero la atención que Ríos Armas les presta no se traduce en elogio o, siquiera, asombro. Por el contrario, elabora la crónica de su fracaso. Desde una perspectiva temporal que renuncia a la ficción de la linealidad, a la falsa seguridad de lo progresivo, para abrazar lo discontinuo, los relojes no pueden ser más que tristes animalitos de cuerda. Artefactos empeñados en imitar el vaivén interno, sístole y diástole de los seres vivos, como apunta el poema «Reloj de agua», incluido en la sección Ventanas; relojes:

Gotea el tiempo con la misma frecuencia 

con que pasa la sangre por mis venas

Este goteo, sin embargo, no los absuelve de su error ni les otorga la capacidad de medir el devenir temporal, repleto de trincheras, agujeros, trechos impracticables. Se trata, además, de aparatos perecederos, destinados a descomponerse. Entonces su figura descubre toda su impotencia, lo que tenía de irrisorio su propósito, tal y como sucede en uno de los poemas de la serie Ginebra:

Relojes

ahora mecanismo sin tiempo

escaleras de sal suben la esfera ahora muerte

 

apaga el segundo 

la insistente angustia

el agitado saber

la instancia que ya no es premura

Los relojes detenidos, mecanismos sin tiempo, son devueltos a su cosidad, a su estado de objetos sometidos a los estragos de los años. Ya no hay más angustia, ya no quedan ni prisa ni premura. Están huecos, pero también han regresado a lo que siempre habían sido: materia.

Aunque cabría apuntar que, en esta poética, todo objeto es en cierto modo un reloj, pues muestra en su superficie y padece en su entraña la estampida de las horas, su paso y su irradiación. Pero un reloj despojado de soberbia, de megalomanía. Un reloj que no legisla, que no ejerce ninguna soberanía sobre quienes lo fabricaron. Un reloj, en fin, que no da horas, sino vacíos. Como el que es descrito en el texto «Reloj de arena», también incluido en la sección Ventanas; relojes, que declara con cada grano:

vacío el ahora 

el mañana ya está lleno

6 ENTONCES, ¿QUÉ HACER CON EL TIEMPO?

Si medirlo es un ejercicio de ficción, si su transcurso une y confunde repetición y diferencia, si su naturaleza es entrecortada, ¿qué podemos hacer con el tiempo? El vacío en su interior, esa irresistible entropía, se niega a ser enunciada. No obstante, la poética que Ríos Armas pone en práctica en A una llama del lugar aventura una respuesta: decir lo que llama la plenitud del eco, la proliferación indetenible de formas, figuras, situaciones, escenas que cristalizan en esa suerte de campo abierto, de océano insaciable que es el ámbito temporal. Decir, registrar, escribir: fijar esos instantes facetados, minerales atravesados por la luz de lo efímero. Y, con esto, recuperar algo de lo que se ha ido, fijar algo de lo que aún persiste. Como dice la propia Ríos Armas:

Hacer nadar las palabras ausencia y presencia.


*A una llama del lugar (A flame away from the place). Camila Ríos Armas. Traducción: Victoria Armas. Asistencia de traducción: Graciela Yáñez Vicentini. Prólogo: Adalber Salas Hernández. Kálathos Ediciones. España, 2023.