TRUMAN CAPOTE, 1966, A SANGRE FRÍA

Por NELSON RIVERA

A sangre fría es una tenaz marca literaria del siglo XX y del XXI. Burbuja que no se desinfla y planea sobre los mesones de las librerías y en las listas de libros recomendados —siempre maquilladas— en el rubro de narrativa de no-ficción. Es paciente: aguarda en las estanterías. Hasta que, en algún momento, aparece un nuevo lector que se rendirá a su maestría.

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Escribo marca literaria para decir que A sangre fría tiene algo de sempiterna presencia. No se olvida su nombre. No se escapa uno a lo que la frase sugiere: crimen perpetrado sin paliativos. Personas que viven ajenas a la experiencia de leer saben que ocurrió en Estados Unidos y que toda una familia fue asesinada. Y saben que el autor es un señor de nombre empalagoso y rotundo, Truman Capote.

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Apenas se camina por las primeras frases (“El pueblo de Holcomb está situado en las altas planicies trigueras del oeste de Kansas, un territorio solitario que los demás habitantes de Kansas llaman ‘allá’. A unos cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus duros cielos azules y su aire diáfano de desierto, tiene una atmósfera más propia del Lejano que del Medio Oeste”), el lector se posa sobre una superficie alfombrada: apenas ruidosa, en la que, con morosidad, se habla de un punto lejanísimo, de una pequeña población en la vastedad del territorio estadounidense. Un lugar que posiblemente no nos toca: en 1959 tenía 270 habitantes.

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Sostengo: no nos toca. Con habilidad pasmosa, Capote construye un observatorio para el lector: un cómodo sillón sobre la alfombra. Desde allí, la visión es plena y nítida. Y, en lo esencial, quizá contrariando la expectativa más obvia, apenas rasguña en la sentimentalidad del lector. De punta a punta, A sangre fría es un tercer objeto, más allá del autor, más allá del lector. Elude la tentación de hurgar en las emociones. ¿Podía Capote haber diseñado otro modo de narrar esa historia?

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Cuando lee en la página 39 de The New York Times del 16 de noviembre de 1959, una noticia no muy destacada, “Rico agricultor y tres miembros de su familia asesinados”, Capote ha publicado relatos memorables como “Un halcón decapitado” y “Un árbol de noche” (ambos traducidos por el escritor mejicano Juan Villoro), el largo y prístino reportaje “Se oyen las musas”, y tres novelas: Otras voces, otros ámbitos, El arpa de hierba y Desayuno en Tiffany’s. Se le ha criticado, pero por encima de eso, se le ha celebrado. Se ha dictaminado: nadie es capaz de encadenar una sucesión tan extensa de frases perfectas. Tenía 35 años y las facultades intactas.

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Ante la noticia Capote experimenta una especie de revelación: siente un llamado, la urgencia: debe viajar a Holcomb y entender qué pasó. Gerald Clarke, su biógrafo, cuenta: “Sin motivo aparente, cuatro personas habían sido asesinadas: Herbert Clutter, su esposa Bonnie, y dos de sus cuatro hijos, Nancy de dieciséis, y Kenyon de quince. Al leer y releer aquellos escuetos párrafos, Truman advirtió que un crimen semejante era un hecho totalmente ajeno a él, un hecho que no podía modificar. Incluso el lugar, una parte del país que le era tan extraña como la estepa rusa, tenía un perverso atractivo”. Con nada más que una escueta noticia y una intuición inequívoca, Capote fue a ver a William Shawn, editor de The New Yorker. Y obtuvo el apoyo que buscaba.

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Es entonces cuando Nelle Harper Lee (amiga de infancia, autora de Matar a un ruiseñor, que publicaría en 1960 y sería galardonada con el Premio Pulitzer en 1961) se anima a acompañarle. Capote lo anticipa: la investigación resultaría poliédrica, laberíntica, irregular.  Y tenía una convicción: para que resultasen fructíferas, a las entrevistas debían ir sin grabadora ni cuadernos de notas. Solo así aquellas almas se abrirían.

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El de Holcomb era un mundo radicalmente distinto a todo lo que Capote y Harper habían conocido. Otro universo cultural, otro modo de vivir. Establecieron un método. Luego de hacer juntos las entrevistas, cada quien se iba a su habitación y tomaba notas de lo visto y lo oído. A menudo, después de intercambiar sus notas, volvían al entrevistado una o más veces.

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Cuatro mil páginas: tal el volumen de notas que guió la construcción de A sangre fría. Cuatro mil páginas de datos, un almacén abigarrado de percepciones, anotaciones sobre el comportamiento, anécdotas, frases y modalidades del habla, descripciones de rasgos físicos en distintos planos, registro de objetos, ropas, gustos, rutinas, cronologías de cómo se produjeron ciertos hechos, espectaculares o nimios. Un acopio, no solo de las vidas desgranadas de víctimas y victimarios: también de policías, abogados, del juez, de vecinos destacados de Holcomb. Capote no solo entrevistó a los asesinos en numerosas ocasiones, sino que se carteó con ellos o los visitó en sus celdas cuando ya sabían que morirían en la horca. El jurado los había condenado a pena de muerte el 30 de marzo de 1960. Transcurrirían cinco años en el ‘corredor de la muerte’ hasta que fueron ejecutados.

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Antes de que la noticia leída en The New York Times activase su ansioso apetito narrativo, Capote había publicado tres novelas, buena parte de sus relatos fundamentales y, muy importante como antecedente de A sangre fría, el extenso reportaje Las musas oyen, que narra la presentación de Porgy and Bess (la ópera de George Gershwin que había sido estrenada en 1935), por parte de una troupe estadounidense, en teatros de la Unión Soviética comunista. Aunque hubo críticos que habían señalado la presencia en su ficción de influjos que provenían de Eudora Welty, Carson McCullers o Katherine Ann Porter —todas autoras del mítico sur literario de Estados Unidos—, desde los años 40 la prosa de Capote se deslizaba con andares propios: en el fondo de su ficción está siempre presente, con voz nítida o como susurro, el desamparo de quien fue dejado atrás por sus padres, el historial de promesas incumplidas, la atmósfera de los relatos que había escuchado de tías, primas y vecinos: ese pequeño universo humano que le proveyó de cuidados y de un sucedáneo de hogar en Monroeville (la pequeña ciudad donde nació y conoció a Harper Lee).

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Sin embargo, en toda esa obra periodística o de ficción, hay una especie de tenue frialdad, contención y consciente administración de las emociones. Cuando la escritora y artista Pati Hill lo entrevistó para The Paris Review en 1957, le preguntó por “el inusual desapego” de Las musas oyen. Y agregó: “Tuve la impresión de que su versión de los hechos se parecía mucho a la que podría obtenerse a través de los ojos de otra persona, lo cual es sorprendente, dado el carácter marcadamente personal de su obra”.

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He aquí una parte de la respuesta de Capote: “En realidad, no considero el estilo de ese libro, Las musas oyen, demasiado diferente de mi estilo en ficción. Quizá el contenido, el hecho de que se trata de acontecimientos reales, haga que lo parezca. A fin de cuentas, Las musas oyen es puro reportaje, y en los reportajes estás ocupado con la literalidad y la superficie, demasiado implicado para hacer comentarios: no es posible profundizar como en la ficción. No obstante, una de las razones por las que quise hacer reportajes fue precisamente para demostrar que podía aplicar mi estilo a las realidades del periodismo. Y creo que en mi método de ficción se observa el mismo desapego. La emoción me hacer perder el control del relato: tengo que agotar la emoción antes de sentir que he logrado una mirada suficientemente clínica como para diseccionarla y proyectarla”.

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Y así, mientras seguimos en el sillón sobre la alfombra, Capote reconstruye: reconstruye los espacios, las personas, los hechos, con artes de un gran maestro. Teje. Afina sus agujas. Dispone cada elemento. Su hacer narrativo es pausado. No sacrifica nada que pueda resultar revelador. Nos aproxima hacia un pequeño lugar del mundo, en el que hasta noviembre de 1959, no se había producido una atrocidad de esa magnitud ni mucho menos.

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Para mayor estupor, resulta que los Clutter eran virtuosos. Una familia sin máculas. Sin tachones en las biografías de sus miembros. Metodistas de trabajo y austeridad. Abstemios. Gente de iniciativas, gremios, embarcados en causas a favor de los demás. Y, para hacer más absurdo lo abismalmente trágico, eran habitantes de una casa de 14 habitaciones donde no existía la apetecible caja fuerte que un convicto, que años atrás había trabajado en la granja de los Clutter, había asegurado a uno de los criminales (“Y desde entonces Dick no hacía más que preguntarme cosas sobre la familia. ¿Cuántos eran? ¿Qué edades tendrían los hijos ahora? ¿Cómo se llegaba a la casa exactamente? ¿Cómo estaba dispuesta? ¿Tenía el señor Clutter caja fuerte? No voy a negarlo: le dije que sí. Porque me parecía recordar una especie de armario, o caja fuerte, o algo, justo detrás del escritorio del cuarto que usaba como despacho. Y, visto y no visto, Dick empezó a hablar de matar al señor Clutter. Que Perry y él iban a entrar a robar en la casa y que iban a matar a todo el mundo para no dejar testigos”).

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Peor: los Clutter no hacían uso de efectivo. En sus bolsillos o carteras nunca había más que alguna moneda. Se repetía un chiste en Holcomb: que desde el día en que el barbero subió la tarifa en unos céntimos por encima de un dólar, Clutter le pagaba con un cheque.

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¿Qué hacen dos asesinos antes y después de matar? A sangre fría lo desagrega con obcecada precisión. Capote no pasa de largo ante nada. El lector llega a conocer a Perry Smith y a Dick Hickcock con la sensación de inminencia, semejante a la que experimentamos con Rodión Raskolnikov (Crimen y castigo), el personaje creado por Dostoievski, o con el Capitán Ahab (Moby Dick), el mastodóntico personaje creado por Hermann Melville: también Smith y Hickcock están allí, como si fuesen antiguos conocidos, de los que sabemos y entendemos lo suficiente como para discernir entre sus motivaciones.

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Capote se hace cargo de todo. De las demás personas relevantes en los hechos. Se hace cargo de la estupefacción, de la propagación del miedo y las dudas, de la instauración de un estado de desconfianza hacia los demás, del modo en que los pesimistas de oficio enturbian el aire, de la quejumbre de los pronósticos, la desinformación, los rumores, la ansiedad, la silenciosa o altisonante angustia por encontrar algún vínculo, una explicación, una solución con trazos de certidumbre, porque una atrocidad como aquella es todavía más intolerable si, además, carece de motivación.

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Perry Smith: “Íbamos como locos. Conducía Dick. Creo que los dos nos sentíamos muy ‘colocados’. Yo por lo menos. Muy ‘altos’ y al mismo tiempo muy aliviados. No podíamos dejar de reírnos; ninguno de los dos. De pronto todo nos pareció muy divertido; no sé por qué pero así fue. Pero la escopeta chorreaba sangre, y mi ropa estaba manchada. Tenía sangre hasta en el pelo. Así que cogimos una carretera rural y seguimos unos diez kilómetros hasta que nos encontramos en medio de la pradera. Oíamos a los coyotes. Nos fumamos un cigarrillo y Dick no paraba de hacer chistes sobre lo que había pasado en aquella casa. Me bajé del coche; hice ‘sifón’ y saqué algo de agua del depósito y limpié la sangre del cañón de la escopeta. Luego escarbé un agujero en la tierra con el cuchillo de caza de Dick, el que había usado con el señor Clutter, y enterré en él los cartuchos vacíos y lo que había quedado del rollo de cuerda de nylon y de la cinta adhesiva. Después seguimos en el coche hasta que tomamos la Nacional 83 y enfilamos hacia el este en dirección a Kansas City y Olathe. Hacia el amanecer Dick paró en uno de esos sitios para descansar y tomarse un tentempié: lo que llaman áreas de servicio, con fogones al aire libre y demás. Encendimos fuego y quemamos algunas cosas: los guantes que habíamos usado, y mi camisa. Dick dijo que ojalá hubiese tenido un buey para asarlo en la parrilla; que jamás había estado tan hambriento. Cuando llegamos a Olathe era casi mediodía. Dick me dejó en mi hotel, y se fue a casa para el almuerzo dominical con su familia. Sí, se llevó el cuchillo de caza, y la escopeta”.


*A sangre fría. Truman Capote. Traducción: Jesús Zulaika. Editorial Anagrama, España, 2007.

*Truman Capote. La biografía. Gerald Clarke. Traducción: Víctor Pozanco. Ediciones B. España, 1989.

*The Paris Review. Entrevistas (1953-2012). Volúmenes 1 y 2. Traducción del inglés: María Belmonte, Javier Calvo, Gonzalo Fernández Gómez y Francisco López Martín. Ediciones El Acantilado, Quaderns Crema S.A. España, 2020.


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