Empecé a viajar muy joven, siempre hacia Europa, al llegar sentía que regresaba, o que venía a dejar algo que tenía históricamente pendiente, nunca a recoger.
Jamás me he sentido otra cosa que no sea latinoamericano.
Llegaba aquí cargado de restos de cuentos mal contados, retazos de historias oídas a mi abuela, hija de un corso, pirata y aventurero y a mis profesores, monjas y curas, en su mayoría de origen español; venía cargado de imágenes de héroes olvidados, a completar el gusto de platos mestizos que perdieron los sabores originales, después de siglos de repetir sus recetas elaboradas con productos repletos de trópico, a recorrer museos y a ver edificios antiguos y a llenar mis ojos de paisajes desgastados por los siglos.
En Europa me siento a gusto, muy a gusto; sin embargo, sé que no podría pertenecer a esto o a lo que sea que signifique ser europeo.
Los latinos extrañamente llevamos en igual medida la sangre del conquistador y el conquistado, del colonizador y el colonizado, de la víctima y el victimario, somos todas esas cosas y también todo lo contrario, cargamos genes, lengua, buena parte de la cultura europea, parte del sincretismo cultural religioso que se dio por la mezcla racial y mucho de nuestras costumbres ancestrales.
Somos una cosa muy rara los latinos, particularmente los venezolanos donde el cruce étnico fue real, los conquistadores, llegaron sin familias, es decir, sin mujeres y sin hijos, en su mayoría obligados por sus propias carencias, en busca de renombre, nombre y riqueza, esperaban regresar a reclamar un espacio social que su España natal les había quitado o negado, contando con la riqueza que creían iban encontrar.
Aunque el concepto de migrante, emigrante o inmigrante, todavía no se había acuñado, los que salían de España para América básicamente debían ser funcionarios imperiales, militares con misiones específicas, misioneros religiosos, marineros alistados voluntariamente, ser cristianos viejos, limpios de sangre, tener ocupaciones honorables y no ser vagos ni mal entretenidos.
Sin embargo, muchos tuvieron que arreglárselas improvisando estrategias que le permitieran ahorrarse el pago del pasaje y las regulaciones existentes, se alistaron en el ejército con el propósito de desertar al llegar, otros se enlistaron como marineros con la misma intención, muchos llegaban como polizontes o supuestos criados, procurando siempre, la riqueza fácil que les permitiera volver en busca del reconocimiento social.
Fueron cuantiosos los que lograron la riqueza, pero nunca recibieron la honra que esperaban, pese a eso dejaron una huella arquitectónica significativa y muchas palmas caribeñas en sus pueblos y ciudades de origen, donde se les reconocía como indianos, que por lo bajo se entendía como un comerciante muy “listillo” filántropo, negrero y mecenas.
Los más, sin embargo, olvidaron en el camino sus planes de regreso, bien por las urgencias de la carne, la mala suerte o porque la vida los llevó a formar familia en los amplios, exuberantes y ricos territorios que luego conformaron Venezuela.
Muchos de los que no regresaron, lograron satisfacer sus deseos de nobleza
comprando títulos que en su condición de súbditos les obligaba a la obediencia y al vasallaje.
Este apego a la falsa nobleza los convirtió, posteriormente, en blanco de los movimientos independentistas.
Algunas fuentes señalan que entre 1846 y 1932, cerca de 4.500.000 de españoles emigraron a las Américas, de ellos, 350.000 llegaron a Venezuela.
Nuestros apellidos, en su mayoría reflejan la venganza étnica de la España, que para el momento del descubrimiento se estaba librando de ocho siglos de ocupación árabe y de sus compromisos económicos con los judíos.
En gran medida nuestros apellidos son variaciones obligadas de apellidos árabes y sefardíes, o sea árabes derrotados y expulsados y judíos conversos, a quienes al llegar a América les fue arrebatada toda posibilidad de practicar su religión por el efecto cristianizante de la Conquista y la Colonia.
Muchas han sido las oleadas de europeos hacia América.
Las primeras oleadas, en tiempos de la Conquista y la Colonia, nos dieron la lengua, la religión, nuestra rudimentaria forma de organización social, el gusto por el desorden, el sentido vital de inmediatez, el gusto por el oportunismo y la riqueza súbita.
Las oleadas que se dieron desde el siglo XVIII hasta la independencia, fue un reflejo de lo anterior más el gusto por la falsa nobleza, que nació de la supuesta superioridad de los europeos sobre los criollos y las oleadas de posguerra, que aunque no rectificaron lo anterior, por lo menos le permitió a Europa enmendar, medianamente la cultura del saqueo con que llegaron las anteriores oleadas, para incorporar a nuestra sociedad “Indiana”, grupos que con sus familias, llegaron a quedarse, a trabajar y producir, a los que mucho debemos en materia de desarrollo y progreso.
Llegaron a esta tierra de gracia, buscando el futuro perdido en una Europa devastada por las guerras y ahora, cuando América ve disminuidas sus posibilidades, gracias al socialismo del siglo XXI, sus descendientes creen que pueden reencontrar la vida en el mundo que sus padres abandonaron.
Como la historia parece ser cíclica y los hombres, cuando estamos en posiciones de poder, tenemos la milenaria costumbre de arruinar nuestros países para enriquecernos, ahora cuando se cierra el círculo de la esperanza latinoamericana, los descendientes, más o menos directos de esos europeos vuelven a sus raíces como parte de la diáspora venezolana.
En Venezuela, entre los migrantes europeos, funcionó efectivamente la solidaridad expresada por el “paisanaje”. Restos modernos de esas costumbres son los clubes sociales de gallegos, canarios e italianos, etc. que les hacía sentirse entre iguales, aislados de los nacionales, en una especie de discreta cofradía que les permitía aprovechar las muchas oportunidades que les brindó Venezuela. Ahora, cuando sus hijos regresan a esta Europa en permanente crisis, solo cuentan con los limitados privilegios de la condición de ciudadanos comunitarios, que a decir verdad, es mucho más que las oportunidades que disfrutaban sus ascendentes, cuando migraron a América.
En España reinan los redactores de leyes mientras languidece la justicia.
Europa siempre ha sido ideológicamente borderline.
Hablan de libertad y toman posturas opacamente democráticas, encubiertos en un discurso de izquierda, defienden la migración y hasta protegen a los migrantes, mientras apoyan el separatismo, que convertiría en migrantes a los españoles que se encuentran en provincias diferentes a las de su nacimiento, juzgan a los sediciosos y luego le quitan la pena, juzgan severamente a los depredadores sexuales y luego le rebajan la sentencia, se declaran súbditos del Rey y la emprenden contra la monarquía, denuncian la corrupción y la practican con férreo entusiasmo.
Sin embargo, Europa siempre será un atractivo destino «para los desterrados hijos de América».
Aquí no me he sentido extraño, tampoco rechazado.
Sé que no soy de aquí, pudiera decir que me siento universal, que podría hacer vida en cualquier lugar del mundo, pero eso no es cierto, donde quiera que esté me veo rodeado de personas sin certificación de origen, sin sentido de pertenencia, buscando ansiosamente otro camino, los veo con boletos de viaje que no tienen itinerario, boletos que no indican siquiera el medio de viaje y mucho menos el destino final.
Veo que yo no soy de aquí, pero tengo la certeza de que quienes me rodean ni siquiera saben de dónde vienen.
@wilvelasquez