“Llegó tan hondo el beso, que atravesó y emocionó a los muertos”. Miguel Hernández
El laboratorio venezolano nos muestra una situación relativamente fácil de diagnosticar y describir, pero llena de opacidades y deformaciones que, de forma paralela, hacen inextricable el día siguiente.
Por un lado, un país postrado, mórbido, precario, que no reacciona frente a la evidente etiología de sus males y patologías como debería, pero ¿no fue así en Cuba, desde hace ya seis décadas, o no pasó del mismo modo en el gueto de Varsovia en otro deprimente episodio de la mortífera, irracional, vergonzosa y ofensiva guerra mundial?
El ser humano se comporta a veces de manera pendular y sorprendente, ya para librar batallas extenuantes, gravosas y épicas, como para, al contrario, dejarse hacer, desfigurar, lacerar, impertérrito, bucólico, lerdo, y cabe una cita de André Malraux: “Lo que hace trágica la muerte es que convierte la vida en destino”.
Hay épocas para uno u otro comportamiento y así Termópilas, Massada, Numancia o Lídice lo comprueban. Los pueblos también juegan en la partida de la historia y no solo el liderazgo.
La antigüedad contiene experiencias turbadoras. La lectura de Tucídides y la puesta en evidencia de cómo las guerras intestinas vinieron a la medida de debilitar y exponer a los griegos para hacerlos caer ante sus vecinos es un interesante ejemplo. ¡Quien no entiende la significación de la unidad no comprende la fuerza de la entidad nacional!
Traigo al tapete de nuestras regulares cavilaciones que derivan también en especulaciones el pesado paisaje de la política venezolana que registra, al menos, tres actores principales de una obra dramática en desarrollo. Uno de ellos es Juan Gerardo Guaidó, quien, en solo unos meses, se talla un espacio, un nicho en la iconografía nacional y quien, por cierto, lleva aparejada a su suerte, buena parte de la esperanza que, como un bien escaso, le queda aún al país, otrora más envidiado de América Latina, y hoy más confundido y menospreciado que cualquier otro de los pobres y frágiles, como Haití u Honduras, para evocar a dos de ellos.
He invitado al recuerdo de la literatura histórica, por así denominarla, ese clásico inmarcesible que disfrutamos y no olvidamos hace décadas y que muestra los caprichos del azar y, de cómo un viejo tartamudo protagoniza una existencia contrastante, crucial, en la que las circunstancias lo llevan a suceder a ese sobrino sórdido y atrabiliario Calígula, amante de su hermana y quién sabe si de su adorado caballo, al que nombró cónsul, acotemos de pasada.
Claudio conoció el lado oscuro del ser humano de su tiempo. Me pregunto, y disculpen, si hubo otro, después de conocer la suerte de Cicerón y luego de ser testigo de las manifestaciones de propios y extraños que acabaron con la república, después con el imperio. Ni las instituciones de aquel pasaje histórico que constituyó su entorno escaparon de aquellas influencias como si del cielo o, el mismísimo averno, escaparan ángeles y demonios o intercambiaran papeles también. Sin falso optimismo es menester advertir que los momentos pueden ser mejores, unos que otros, y hay que vivir sin perder la perspectiva que desdibuja en el deseo, o las motivaciones la verdad. El relato autobiográfico de Claudio es una escuela para no desaprovechar.
Guaidó no se parece a Claudio ni Venezuela en 2019 se asemeja a la Roma imperial y posrepublicana; sin embargo, es el mismo hombre en el uno y en el otro el que está caminando el sendero del poder, avieso y fatal, inexorable e ineluctable, falaz, no obstante ambicionado por todos o en su gran mayoría. Es más: lleno de oportunidades de trascender, y de acechanzas para perecer o perderse. El poder es responsable, coetáneamente sospechoso por naturaleza; no solo eres lo que muestras, sino como te quieren ver o como manipulan para que te vean.
Miro al joven presidente viviendo el espejismo y la realidad que conmueve simultáneamente. Acosado por la demanda política que lo puso como director de una orquesta en la que van leyendo los otros músicos, en ocasiones, distintas partituras, y enmarañadas pretensiones abundan. Debe actuar como nuestro Dudamel, sincrónico, preciso, elegante, y aunque corresponda el espectáculo a las formas de una ópera de esas de Verdi, impregnadas de tragedia; de ahí emerge su encanto y fascinación.
Él es responsable de lo que pase, de cómo suene el conjunto y, además, de las actuaciones del elenco que lo acompaña, que él no escoge, necesariamente, sino que le vienen incorporadas a la lista de los ejecutantes que, como él mismo, tocan sus instrumentos o cotejan la fidelidad de la ejecución. El que bien se desempeña pero no apetece o exige reconocimiento es una promesa que, con facilidad, muta hacia amenaza cuando lo perciben con anhelos.
El ciego tiempo sigue pasando desde aquellos días de enero y febrero en los cuales brillaba más el sol. El joven presidente ha mirado a la cara al éxito y al fracaso. El éxito de apreciar en la mirada, la sonrisa o el apretón de manos que sintoniza la emoción de los conciudadanos, y el fracaso de no poder hacer lo que, pareció, podía, y desde luego, seguir sintiendo, apreciando, confirmando que mucho de esa patria agoniza sin remedio, por lo que debe cuidar su conducta, su palabra, pero, además, la de su séquito de amigos aparentes y calculadores que no lo son, mas lo simulan. Evoco aquello de nuestros ancestros castellanos: “¿Amigo? ¡Aquel que come un saco de sal conmigo!”.
No se trata de cuidar de sí mismo y sus pasiones, que debe haberla, y atormentarlo como cualquier congénere tendríalas, sino vigilar, custodiar las ajenas, a las que aspiran algunos, y no lo puede olvidar, apreciarlas, como más legítimas que las propias que él pudiera tener.
El militante de partido, si realmente lo es, y funciona como tal su organización, debe aceptar el papel que le toca cumplir; no obstante, tiene tanto derecho como otro a cualquier papel o dignidad que le depare la vida. He visto a los mejores o, así parecían, extraviarse o de súbito perder el encanto, el carisma que los elevaba a la cúpula que exculpa y caer a los suelos que inculpan a todos por igual de los denuestos de la transitoriedad política. ¡Hay que asumirlo!
Mandar es un arte, nos enseña Maurois, y desde luego ha de combinar fortuna y genio, se podría agregar, pero dependerá de la profunda convicción que contiene la asunción honesta de la magistratura para que se alcance el propósito de servir desde el siempre frío, peligroso y solitario sitial de la jefatura. Pienso que Guaidó tiene cómo hacerlo, no obstante, debe reducir la incertidumbre común a todos y los imponderables de los demás. Debe acertar y pronto, debe despejar las incógnitas que se postulan a su paso; ello es urgente, cesar la usurpación a cualquier costo es similar a sacar de Miraflores al deletéreo ocupante de hoy. Debe volar Guaidó y alumbrar un porvenir del que hoy carecemos.
Recordando a Voltaire: “La política asemeja a la cima de las más altas montañas, solo llegan las águilas y los reptiles”.
@nchittylaroche
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