La política pública más relevante de los últimos años de la República civil (1958-1998) fue sin duda la descentralización. Aunque consagrada como una posibilidad abierta en el texto de la Constitución de 1961, se tuvo que esperar al año 1989 para que se tomara la tan ansiada decisión, gracias a una política nacional asumida como bandera por la inmensa mayoría del estamento político, como respuesta a un reclamo legítimo de la provincia venezolana. Por supuesto, honor a quien honor merece, al presidente Carlos Andrés Pérez cabe el mérito de impulsar con su ejecútese gubernativo la legislación que abrió el camino a la elección directa de los gobernadores y alcaldes, con lo cual se daba inicio al novedoso proceso político que tanto habíamos esperado.
La descentralización comenzó con buen pie. Se eligieron excelentes gobernadores y alcaldes, comenzando así una andadura promisoria que desde el primer momento mostró sus bondades. No podía ser de otra manera; existe una tendencia natural de las democracias hacia la descentralización, así como la centralización constituye una tendencia natural de las dictaduras. Me explico: las democracias que se establecen dentro de un Estado centralizado exigen, a medida que se desarrollan y se estabilizan, canales de representación cada vez más cercanos a la realidad de la convivencia de los ciudadanos, sea desde el mundo vecinal, las parroquias, las unidades municipales y los estados que conforman la unión. Además, esto se convierte en un imperativo en los Estados federales, pues se entiende que las unidades que lo conforman cumplen un decisivo papel en la configuración del Estado, estableciendo a través de la Constitución sus alcances y límites. El Estado federal venezolano, “federal en los términos consagrados por la Constitución”, arrostraba el grave peligro de ser una entidad semántica, reñida engañosamente con principios medulares de la federación.
Repito que la descentralización comenzó muy bien, encontrando en la institución por excelencia de su respaldo y promoción, la Copre, un adalid tanto de sus propuestas iniciales como de las que necesariamente había que desarrollar. Al llegar Chávez al poder con un discurso vacilante sobre el tema, pues al mismo tiempo que se consideraba partidario de la descentralización eliminaba la Copre y amenazaba con imponer sus propias decisiones centralistas, cosa que desgraciadamente para el país cumplió, a medida que su control del poder se hacía más apabullante. Afortunadamente, la Asamblea Nacional Constituyente se inició dentro de un ambiente descentralizador que quedó reflejado en el nuevo texto fundamental. Así, se recogieron en el texto los avances que en materia legal se habían alcanzado bajo la carta del 61, y se incorporaron nuevas disposiciones, algunas muy avanzadas para el momento, como el reconocimiento de un principio crucial de la descentralización como lo es la subsidiariedad, se constitucionalizó el Consejo Federal de Gobierno, se consagró la posibilidad de llevar la descentralización a las comunidades y grupos vecinales, y el muy relevante y novedoso mandato referente a la aprobación de la ley que desarrolla la hacienda pública estadal, la mejor garantía de la independencia y autonomía de los estados en el manejo de sus tributos, mandato por cierto, a cuatro lustros de aprobada la Constitución, vergonzosamente incumplido.
La descentralización ha terminado siendo asfixiada por la dictadura. Las normas progresistas de la Constitución se convirtieron en letra muerta, y el régimen recentralizó el Estado a niveles nunca alcanzados en nuestra accidentada vida republicana. Tarea pendiente cuando la democracia regrese a la sufrida Venezuela, lo será reiniciar el proceso de descentralización, democratizarlo a todo evento, en fin, fortificarlo de tal manera que se haga irreversible para bien de la salud de la patria.