Hubo una época reciente, hace unas décadas, en la que teníamos la sensación de que en los países occidentales la democracia había perdido por completo su cariz de controversia y disputa, porque básicamente todo el mundo había acabado pensando igual. Esto era especialmente cierto en Estados Unidos, donde el espíritu occidental presenta siempre su imagen más viva y, al mismo tiempo, a menudo premonitoria. Una vez eliminadas las tentaciones marxistas, sólo quedaba un gran magma en el que se encontraban la democracia, el globalismo, el pacifismo y los derechos humanos, con algunas diferencias según se fuera de izquierdas o de derechas. Occidente pensó que el mundo entero se uniría pronto a este consenso.

Resulta que, desde el cambio de siglo, esta situación se ha invertido: en todas las democracias occidentales prevalece la polarización, pero una polarización tan extrema que amenaza con llevarse por delante la democracia. ¿Qué ha ocurrido? Creo que la visión del mundo partidario de los derechos humanos y la globalización, que, contrariamente a lo que afirmaba, no era en absoluto neutral, despertó corrientes de pensamiento que había creído poder extinguir por su pura obviedad.

Durante un tiempo, pensamos que nuestras democracias se construirían sobre el consenso. Algunos se remitían a los antiguos regímenes basados en asambleas consuetudinarias y afirmaban que la democracia se había inventado en África o en otros lugares. Pero no hay nada menos democrático que el consenso, que excluye la diversidad y mata el debate en nombre de la paz, una paz insulsa y descerebrada. Y no hay nada que nuestras élites adoren más que el consenso: los gobernantes de la Europa institucional creen ciegamente en él, porque piensan que la política es una ciencia, y por supuesto, la ciencia, o es consensual o no lo es.

Este ataque contra la democracia da lugar a corrientes opuestas, a veces violentas, cuya presencia contribuye a extremar aún más a los partidarios del presunto consenso. Se abre paso así un nuevo fanatismo en las aguas tranquilas en las que creíamos navegar para siempre. ¿Cuáles son los factores que abren el flanco de rechazo radical frente a lo que parecía un consenso después de 1989? ¿Cómo rechazar los derechos humanos y el globalismo?

El pueblo, en principio soberano en una democracia, acepta cada vez menos la política-ciencia decretada por el Gobierno de Bruselas y retransmitida por los gobiernos nacionales. Porque la política-ciencia significa «no hay alternativa», y la gente sabe, aunque sea vagamente, que esto es totalmente contrario a una democracia digna de ese nombre, que o acepta la oposición o no lo es. Los pueblos soberanos piden cada vez menos globalismo y más soberanía nacional. Más aún, la obliteración total y muy rápida de los principios cristianos está dando paso a leyes «sociales» cada vez más audaces que a la ciudadanía a menudo le parecen excesos mortales. En la UE, la institución europea es la punta de lanza de esta lucha por la emancipación, la libertad personal y la inclusión generalizada… y la gente la sigue cada vez menos. En Estados Unidos, la enorme revuelta trumpista proviene directamente de todos estos rechazos combinados.

Lo que se rechaza no son los derechos humanos ni el globalismo, sino su desmesura, su extravagante exaltación que se ha vuelto letal.

Pero la desmesura posmoderna, tanto económica como social, también está contribuyendo a un antioccidentalismo mundial que está acabando con nuestra influencia cultural: Turquía, Rusia, China y todos los demás aceptarían en caso de necesidad, al menos en parte, los derechos humanos tradicionales, pero si los derechos humanos imponen las leyes de género, el matrimonio homosexual y el cambio de sexo ofrecido a los niños, entonces la respuesta es no, y para siempre. Por ejemplo, resulta esclarecedor señalar que el cardenal congoleño Ambongo acaba de afirmar, tras la declaración papal ‘Fiducia supplicans’, que no acepta este mandato y lo considera una forma de «colonización cultural». En otras palabras, la polarización que se observa en cada uno de nuestros países es la misma que separa al nuestro de los muchos otros que rechazan hoy la influencia occidental.

La polarización se impone como una máquina infernal que funciona en los extremos de ambos lados. En el momento en que el punto de vista conservador consigue recuperar el poder (los llamados populistas), se vuelve tan exagerado y furioso como sus adversarios, pero en el otro sentido. Así vemos, por ejemplo, al Gobierno conservador polaco promover leyes sociales tan abusivas que desesperan a las mentes normales. Pensando en los desmanes sociales, de un lado, y en la excesiva severidad, del otro, los polacos han llegado a la conclusión de que no les queda más remedio que elegir entre el burdel o la prisión. Lo mismo ocurre en lo que respecta a la forma: todo el que quiera oponerse a la opinión consensual se siente obligado a hacerlo de manera delirante, utilizando los insultos y un lenguaje soez. Resulta inquietante ver que un estadounidense conservador no tiene otra opción que votar a un personaje primitivo e inculto, empeñado en destruir cosas valiosas, y destinado necesariamente a desvirtuar la corriente de pensamiento que dice defender. Al otro lado del argumento, los defensores del pensamiento correcto no son menos extremistas en sus delirios globalistas y transhumanistas. En un lado, envían a una multitud a invadir el Capitolio. En el otro, se ofrece a los niños la mutilación para cambiar de sexo. Ambos bandos alistan a sus militantes como países en guerra. Es muy peligroso vivir en una democracia que sustituye adversarios por enemigos.

Y es significativo que el último libro del autor de literatura de lectura fácil Douglas Kennedy trate de esto: la división del país en dos. Se trata de una distopía en la que, a finales del siglo XXI, tras una segunda Guerra de Secesión, Estados Unidos ha quedado dividido en dos países tan diferentes como violentos. La parte azul, en las zonas costeras, defiende a los demócratas y tiene un modo de vida y una mentalidad que se corresponde con la de Obama o Biden. La parte roja central es totalmente trumpista, con leyes y costumbres acordes. Naturalmente, la descripción es exagerada en aras de la historia: comienza con una ejecución en una plaza pública, al puro estilo de las brujas de Salem…

Para refutar este tipo de distopía, habría que aceptar la diversidad de puntos de vista sobre el futuro de la modernidad. Cuando se impone un consenso a mentes libres, acostumbradas a la democracia, se acaba engendrando la guerra.


La autora es filósofa e historiadora de las ideas políticas y miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia

Artículo publicado en el diario ABC de España


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