La tortura es uno de los actos más aberrantes que puede realizar el hombre desde una posición de poder o de control. En la Venezuela de hoy, la tortura responde a una política de Estado, lo que ha sido confirmado en distintos Informes internacionales, incluso de los órganos y mecanismos de derechos humanos. A pesar de la visita que hiciera la señora Bachelet, alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, y los tantos “ofrecimientos” aceptados entonces, el régimen de Maduro, lejos de detener estos actos criminales, los acentúa, un ejemplo lamentable el vil asesinato del capitán Acosta Arévalo, el pasado sábado.
La tortura está prohibida y es sancionada por el derecho nacional (Articulo 46 de la Constitución Nacional y la Ley Especial para Prevenir y Sancionar la Tortura y Otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes) y por el derecho internacional consuetudinario y convencional. Es un delito según la legislación interna y también un crimen internacional que activa en determinadas circunstancias, jurisdicciones penales distintas a las nacionales para investigar los hechos y procesar y castigar a los responsables de tales actos.
La prohibición de la tortura está contenida en una norma perentoria de derecho internacional (jus cogens) que se ha venido formando desde finales del siglo XIX cuando se asoma, por primera vez, alguna regulación, especialmente, dentro de las prácticas que no debían llevarse a cabo en la guerra, referidas principalmente a los prisioneros y a la confesión (Instrucciones del gobierno de Estados Unidos, 1863). Mas tarde, en la Convención de La Haya de 1907 se incluye una disposición en la que, si bien no se menciona la tortura como tal, se exige un tratamiento humano a los prisioneros de guerra. Después de 1945 se adoptan varios textos e instrumentos que definen la tortura, entre los cuales, la Declaración Universal de 1948 (art.5), el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, de 1966 (art. 7), la Declaración de la Asamblea general de la ONU sobre la tortura de 1975 (art.1) y más tarde la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, de 1984 (art.1), ratificada por Venezuela en 1991. La tortura es igualmente referida en la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969 (art. 2) y en el Estatuto de Roma (art. 7-2-e).
En el artículo 1 de la Convención de 1984 la tortura es definida como “todo acto por el cual se inflija intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario u otra persona en el ejercicio de funciones públicas”.
La Convención es completada por un Protocolo Facultativo que estará en vigor desde el 22 de junio de 2006, que no ha sido aún ratificado por Venezuela, cuyo objetivo principal es prevenir la tortura, abriendo lugares de detención al escrutinio por parte de entidades independientes. Los Estados partes en el Protocolo deben constituir un mecanismo de prevención de la tortura para que visiten los lugares de detención. En el ámbito regional, la prohibición de la tortura se incorpora en la Convención de Derechos Humanos de 1969 y en la Convención de 1984.
La prohibición de la tortura forma parte del orden público internacional, lo que autoriza a la comunidad internacional a actuar para proteger la vida y la integridad física de las personas. Una norma inderogable que no acepta ninguna excepción, tampoco justificación alguna en razón del cumplimiento de órdenes. Los Estados ni nadie pueden contratar o concluir acuerdos para obviar esta obligación.
La tortura es un crimen abominable que no puede quedar impune, como lo dijo en días pasados el secretario general de la OEA. El Estado tiene la obligación de investigar los hechos y de procesar y castigar a los responsables y de no hacerlo otras instancias podrían conocer los hechos para procesar y castigar a los responsables. De allí la aplicación estipulada en la Convención del principio de la jurisdicción universal, lo que permite que cualquier Estado pueda conocerlos independientemente de que sean cometidos en el territorio de ese Estado y de la nacionalidad de los autores o de las víctimas. También podrían ser conocidos estos actos por tribunales internacionales, en particular la Corte Penal Internacional, cuando ese acto se lleve a cabo de manera sistemática y generalizada.
En todo caso, no hay salida para ellos, trátese de los que ordenan o los que cumplen órdenes. Maduro, los militares y tantos otros involucrados, del Sebin o de cualquier otro órgano de represión, serán más temprano que tarde investigados y procesados por estas instancias, en aplicación del derecho penal interno, del principio de la jurisdicción universal aceptado en la Convención o por la CPI. En pocas palabras, no habrá impunidad, es una obligación luchar contra ella y erradicarla, y así será y no valdrán acuerdos políticos ni amnistías que puedan impedir el castigo a los responsables.
La dictadura de Maduro viola los compromisos internacionales derivados del derecho internacional consuetudinario, de la Convención de 1984 y de todos los textos e instrumentos internacionales adoptados por la comunidad internacional, a la vez que irrespeta resoluciones y decisiones internacionales que contienen textos o documentos que deben guiar su comportamiento, fundamentales para la investigación de la tortura y de las ejecuciones extrajudiciales, me refiero al Protocolo de Estambul (Manual de Investigación y Documentación Efectiva sobre Tortura, Castigos y Tratamientos Crueles, Inhumanos o Degradantes), adoptado por el Consejo de Derechos Humanos en 2000; y al Protocolo de Minnesota (Manual de las Naciones Unidas sobre la Prevención e Investigación Eficaces de las Ejecuciones Extralegales, Arbitrarias o Sumarias), adoptado en 1991, por el Consejo de Derechos Humanos, y revisado en 2016. Estos dos textos si bien no son vinculantes, es decir, no son tratados o acuerdos internacionales, son documentos que los Estados deben respetar para hacer frente a la investigación por esos crímenes.
El silencio puede reflejar complicidad, inaceptable en estos casos. La falta de reacción oportuna y contundente ante estos abominables hechos puede significar complacencia. Es lamentable que algunos jefes de Estado, algunos gobiernos, como el de López Obrador, no hayan condenado este y tantos otros hechos criminales que “desafían la imaginación y conmueven profundamente la conciencia de la humanidad”, independientemente de cualquier consideración ideológica o política. Es igualmente lamentable y sorprendente que la alta comisionada Michelle Bachelet no se haya pronunciado ni condenado este acto en particular, uno más de los tantos que sabe se han llevado a cabo en el país, absolutamente inconsistente con los “buenos deseos” y las “buenas intenciones” que aceptó de la dictadura tras su visita a Caracas, tal como ha señalado en el comunicado que emitiera al término de la misma.
La comunidad internacional, los Estados, los órganos internacionales encargados de velar por la protección y la promoción de los derechos humanos, la sociedad civil y las organizaciones no gubernamentales deben pronunciarse y condenar este y los demás actos de tortura que han infligido los esbirros y matones del régimen, en cumplimiento de ordenes superiores, evidentemente, como castigo y para obtener información de opositores; y adopten las medidas necesarias, de carácter unilateral o colectivas, llámense sanciones o contramedidas, para detener la barbarie que ha venido imponiendo el régimen criminal de Nicolas Maduro y que es ya insoportable.
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