“A veces cuando escribo me repito” (Mario Benedetti)
A los hombres nos pasa que mezclamos cosas sin saber cómo ni por qué. Quizás la vida sea esto, un desorden en el cual nadie sabe vivir en línea recta. Un día, en un momento, nos asalta de golpe la tristeza y, de inmediato la campana del WhatsApp del celular nos devuelve la ilusión de la alegría que creemos merecer. Por un lado, como si fuésemos los jinetes del caballo Ártax leemos decepcionados la noticia del secuestro del diario El Nacional en el que narramos pedazos de nuestra vida. Los pasos cansados sobre la ciénaga del corcel de la historia interminable de Ende, el ahogo de esta pandemia del siglo XXI que nos impone el tapabocas quirúrgico (y por lo visto y leído a algunos también el tapabocas de la censura); uno ya no sabe si la vida es sueño o si la vida es real. Y, con embargo, desde luego, un mal sueño.
Entonces sucede, no siempre, que un simpático desconocido escribe algo gracioso y te hace reír al instante, y ahora, sin embargo, vuelve la alegría.
El periódico cuenta la valentía de un joven que interviene en una trifulca oscura para evitar un abuso. El titular avanza el apuñalamiento del héroe. Empatizas con el joven, sientes pena por él. Regresas otra vez al país de la Tristeza. Vuelves a estar mal y la ruleta sigue dando vueltas.
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