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Una de las dimensiones humanas menos reconocidas socialmente es la que tiene que ver con el servir, y más concretamente con la condición de servicio público o con el ejercicio de profesiones concentradas en la atención del otro, de la comunidad, de la sociedad. Allí se inscriben las figuras del servidor público, del médico, del maestro y muchas otras vinculadas con una vocación o disposición a ser útiles para bien de muchos. Allí debería inscribirse también la figura del político, cada vez más desdibujada por esa perversión que privilegia el provecho o la ambición personal en desmedro del bien colectivo, o que sustituye los objetivos del poder por servirse del poder.

Muchos llegan a la función pública respondiendo a un modo positivo de concebir su papel en la sociedad. La asumen como una elección, a sabiendas de la entrega que implica y del sacrificio que puede representar para su propio interés y comodidad. Responden de alguna manera a una elección en la que pesan aspiraciones, tradición, voluntad de servicio. Hay quienes llegan solo por comodidad, facilismo, amiguismo, cálculo o conveniencia. Son, lamentablemente, los simples devengadores de un sueldo, los partidarios del esfuerzo mínimo, los enganchados por amistad, parentesco o compromiso político.

Cuando se habla del servidor público, el ideal tiene esos rasgos a los que muchos aspiran y otros echan de menos. Son esos valores que la sociedad espera encontrar y que muchos se empeñan en vivir con dignidad y honestidad. Responden a esa imagen del funcionario o servidor público eficiente, motivado por el bien común, comprometido con sus deberes y con la sociedad. Su aporte es la suma de capacidad, eficiencia, motivación, iniciativa y responsabilidad.

Uno de los espacios más claramente abiertos para el servicio público es el de la política. Allí conviven los más insignes ideales con las mayores deformaciones. El político es, en principio, alguien que asume como suyos los intereses de la colectividad, que decide poner su capacidad y su dedicación al servicio del colectivo, cuya causa es la sociedad, cuyos objetivos son el bien común, las libertades, la convivencia, el bienestar colectivo, la paz social.

La vocación social del político y la honestidad de su elección le imponen una condición ética que no puede desvincularse de la verdad, de la honestidad, de los verdaderos intereses del ciudadano al que representa y cuya voluntad debe expresar, de la confianza que recibe y a la que se debe. El buen político es alguien que pone en último plano su interés personal. Su ambición va más lejos de su persona. Sabe que la política no es el espacio para enriquecerse. Su liderazgo marcha en paralelo con su capacidad para escuchar, interpretar, comprometerse, formar equipos, hacer. Max Weber distinguía entre profesión, oficio y ocupación. «No valen para la política personas que viven de la política, que hacen de ella su único y exclusivo medio de vida».

Desde hace bastante tiempo, desgraciadamente, la desviación, se ha hecho regla. Se ha ido desdibujando en el mundo, incluso en países que presumían de solidez democrática, de honestidad, de tradición, de valores. El uso del poder en provecho propio o de sus cercanos ha alimentado la corrupción, la mentira, la traición, el uso del poder para sus fines, la concertación con las fuerzas que amenazan la dignidad, la paz y la convivencia. Un liderazgo político ejercido y reconocido por la comunidad como un verdadero servicio será el mejor impulso hacia una democracia honesta y eficiente, al servicio del ciudadano y de su dignidad.

Recuperar la política como servicio es una de las condiciones para el renacimiento del país. Hay quien piensa que es una tarea para las nuevas generaciones. Debería ser un compromiso presente que no admite demoras. La política seguirá siendo una actividad de servicio público. Sin aportaciones a la sociedad, sin embargo, hoy representan más un motivo de preocupación que esperanza de que prime una auténtica voluntad de servir.

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