¡La vida de mi corazón es más bella desde que amo!, escribió el poeta alemán Friedrich Hölderlin antes de que una furiosa esquizofrenia lo mantuviera recluido durante años en una torre en Tubinga Alemania y nosotros y todo el mundo continuamos ponderando al amor y nos extasiamos en frases poéticas e ingeniosas y definiciones vagas e insatisfechas porque no sabemos realmente qué es el amor y cuán extenso es el dominio de su acción porque puede ser una pequeña fruta madura, la vastedad de un país, la mascota que domesticamos, la nube que pasa o el viento que roza y altera tu rubia cabellera y siempre me parecerá un destello de luz la medalla en tu cuello al menor movimiento de tu cuerpo al andar.
Se habla de amor, pero el mundo se activa en el desamor; israelitas contra palestinos, la sensatez contra la Cuba castrista o el chavismo bolivariano, pero tengo sin embargo la certeza de que en algún rincón del país venezolano debe estar desplazándose aunque sólo sea un ligero resplandor de amor y afirmo también que hay un lugar donde el amor no es visto ni recibido con beneplácito; un sitio donde es notoria la ausencia del amor: ¡el Palacio de Miraflores!
Denis de Rougemont escribió un libro sobre El amor en Occidente en el que describe los sucesivos círculos de la pasión amorosa utilizando como recurso el mito de Tristán. Seguro de la respuesta afirmativa, al comienzo del libro, pregunta a sus lectores: ¿les gustaría escuchar un bello cuento de amor y de muerte?
Se refería desde luego al amor mortal, al amor confundido con la muerte que si bien no es toda la poesía es, al menos, todo lo que hay de popular; todo lo que hay de universalmente emotivo en nuestras literaturas y en nuestras más bellas canciones.
El amor feliz, afirmaba Denis de Rougemont, no tiene historia. Solo el amor mortal es novelesco, es decir, el amor amenazado y condenado por la propia vida. El amor de Romeo y Julieta, de Abelardo y Eloísa, de Tristán e Isolda, de Alfred Douglas y Oscar Wilde. De modo que lo que importa no es tanto el amor colmado, satisfecho, sino la pasión del amor. Y pasión, ya lo sabemos, significa sufrimiento.
Los cincuenta años de serena y plácida vida conyugal que compartí con mi mujer Belén, bailarina clásica y moderna, fueron años de un amor risueño y feliz que según Rougemont no hace historia, un amor que no es novelesco. Por eso, el libro que escribí sobre Belén titulado Lo que queda en el aire no es una novela; tampoco es un ensayo sobre el ballet en Venezuela, sino un poema de amor porque el amor que sostuve con Belén fue un amor de plácido sosiego en el que no importaban tanto los jadeos ni los agotamientos físicos que acompañan al sexo esencialmente primitivo y animal, sino los roces, miradas, palabras dichas en dulces susurros, es decir, lo que llamamos erotismo, lo que precede y hace posible el sexo, la pasión del amor.
Pero cuando la pasión se serena y la pareja humana sigue permaneciendo; cuando se apacigua aquel impetuoso tú y yo que se convirtió alguna vez en «nosotros» lo que sobrevive, lo que queda en el aire es una atmósfera de verdadero éxtasis para la que no existe nombre que la califique. Algo sublime e indescifrable que supera, desplaza y se eleva sobre el amor tal como se conoce y se practica.
Entonces es cuando descubrimos que más allá del amor existe el verdadero amor.
Es como Prudencio Aguilar, el personaje de Cien años de soledad, cuyo cuerpo se hizo doloroso espectro en una gallera de Riohacha cuando José Arcadio Buendía le clavó una lanza en el pecho y Prudencio tardó en llegar a Macondo porque nadie había muerto en Macondo y Macondo no aparecía en los mapas de la muerte. El espectro de Prudencio reaparece después que muere su primera Muerte. Es decir que para el Gabo la Muerte muere para que surja una segunda Muerte; y en nuestro caso, el amor físico se apaga para que nazca el verdadero Amor.
Pese a las difíciles circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales venezolanas que conozco, arrastro y padezco, estoy dispuesto a mi avanzada edad (94) a abrirme a la vida, nacer nuevamente y adentrarme en la aventura de la imaginación y devolverme a la plenitud, a la secreta existencia que se anima y navega en mi sangre después de que descubrí que más allá del amor feliz, colmado o mortal, hay otra dimensión del amor más preciosa y enaltecedora.