Poco a poco se van desvaneciendo los esfuerzos del presidente Trump en su empeño de no querer reconocer el resultado de las elecciones del 3 de noviembre. Ello viene dando lugar a afirmaciones y espectáculos que no se habían visto nunca en la historia de contiendas presidenciales norteamericanas, muchas de las cuales fueron extraordinariamente reñidas como la de 1800, cuando Thomas Jefferson sucedió a John Adams luego de meses de caos y componendas entre los delegados al Colegio Electoral. Dicen que en los estados del sur alguna vez hubo quien arrebató urnas y otras marramucias equivalentes. Otra similar fue la del año 2000 cuando Bush (h) –en recuento de votos– se impuso a Al Gore por tan solo 527 votos que le permitieron adjudicarse el estado de Florida y la consecuente mayoría en el Colegio Electoral.
Hemos venido observando como las teorías de megacomplots y fraudes masivos no han podido encontrar soporte en las pruebas que decían tener y que presentaron ante tribunales de justicia que a esta fecha las han rechazado prácticamente en su totalidad (y no son jueces estilo Maikel Moreno & Cia.) Hasta nuestra vieja conocida Smartmatic resultó invocada como partícipe de oscuras conspiraciones con tecnología Tibisay como bochornoso ejemplo de corrupción electoral.
Lo feo del asunto es que, aun ante todas las evidencias que inclinan la balanza hacia Biden, muchos ciudadanos persisten en mantener las alegaciones de fraude. Afortunadamente Estados Unidos es una nación de inquebrantable solidez institucional, cuya exteriorización en esta oportunidad ha causado desasosiego en la mayoría de los venezolanos residentes en ese país y en Venezuela. En estas líneas no tomamos partido por ningún candidato, sino que más bien anotamos cuál es la realidad que se perfila como más probable, además del hecho de que la opción Biden obtuvo casi 6 millones de votos populares más que la opción Trump, aun cuando ello no es lo determinante en el sistema electoral que –bueno o no– es el imperante y aceptado por los contendientes desde la fundación de la nación. Así mismo le ganó Trump a Hillary Clinton en 2016, aun cuando ella lo superó en más de 3 millones de votos populares.
Quien esto escribe opina que ya es hora de que se reconozca el triunfo del señor Biden –guste o no–, sujeto naturalmente a la eventualidad de que si surgieran reclamos aprobados por los órganos competentes ello pudiera ser revertido. Estados Unidos es una nación apegada a las leyes y por ello suponemos que si se demostraran los fraudes alegados, ello sería aceptado por todos con mayor o menor alegría.
En el ínterin resulta deprimente que el presidente Trump niegue a quien aparenta ser su muy posible sucesor las informaciones confidenciales cruciales para la conducción de los asuntos de Estado y –peor aun– las relacionadas con el combate a la pandemia que requiere datos confidenciales sobre estrategias, inventarios, vacunas etc. requeridas después de enero y que son para beneficio del colectivo y no de ninguna parcialidad.
Bien pudiera Mr. Trump tomar el ejemplo de Venezuela y la elección de Caldera en 1968 aventajando a Gonzalo Barrios por tan solo 333.000 votos y que no fue objeto de controversia alguna más que la decepción de los perdedores. En ese sentido se pudiera y debiera liberar los recursos y facilitar los encuentros para la transición, tal como siempre se ha hecho en Estados Unidos y también en Venezuela desde 1959.
Y en cuanto a los venezolanos pareciera lo más conveniente dedicarse a establecer contactos con aquellos que se percibe serán los próximos inquilinos de la Casa Blanca a fin de afinar las estrategias que –siendo de la conveniencia e interés nacional de Estados Unidos como es el deber de ellos– sirvan mejor para ayudarnos a salir de la trágica situación en la que nos encontramos.
Hay que estar claro –guste o no– que si Biden prefiere negociar con la usurpación en lugar de tener “todas las opciones sobre la mesa” (que hasta ahora no han conseguido apartar a quienes nos oprimen), pues al son de esa música es al que habrá que bailar si es que no se está dispuesto a pagar el muy caro precio de resolver la cosa por nuestra propia y exclusiva cuenta, lo cual –tampoco hasta ahora– ha podido ser.
En resumen, lo que se recomienda es realismo tanto más cuanto en ese entierro no tenemos vela alguna.